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Editorial: Violencia policial, gobernabilidad y paz social

La visión exacerbada de cientos de Fuerzas Especiales de Carabineros, carros lanza agua y acciones casi de carácter militar es muy poco congruente con el fondo y forma del conflicto de Aysén, poco tiene de ética y moral, y nada de eficiencia económica. Es pura irritación y enojo, y ninguna de las mujeres o niños de la zona pensarán algún día que ello es o fue una contribución al bien común de su región.


La conducta ciudadana está variando aceleradamente, por encima de las reglas de la economía y el imperio de las normas que hasta ahora eran parte del sentido común del país. Aysén y el resto de la ola de movilizaciones que se han producido en los últimos años, indican un grado de saturación de los mecanismos formales y de representación de la política, y la clara tendencia a una retroalimentación negativa entre gobernantes y gobernados.

Tal situación lleva a muchos a pensar que este proceso traerá, inevitablemente, un cambio del modelo, cualquiera sean los elementos centrales con que se lo defina. Por ello, señalan, sería conveniente que la elite política se anticipara con acuerdos de carácter nacional, so pena de llevar al país a una desestabilización social si no lo logra.

Observando con prudencia el escenario, las señales no son alentadoras respecto de esa meta. La elite política aparece más bien absorta o ensimismada en sus juegos de poder, y con baja propensión a actuar buscando acuerdos.

El problema que parece paralizarla es que no se trata sólo de movilizaciones sociales, sino de una disolución fuerte de la noción de autoridad dentro del sistema político, el que crecientemente carece de un sentido de orden compartido y aceptado. Ello incluye al gobierno, antaño un factor de estabilización potente para quien lo controlara, y que hoy parece incapaz de señalar cómo se ordena el proceso. La emergencia de un impulso político transversal en los conflictos, como el estudiantil del año pasado y el actual de Aysén, parece dejarlos más estupefactos.

[cita]Lo peor que puede ocurrir en esas circunstancias es que, al final, un poder político irritado ante el fracaso, recurra al uso de la fuerza como expediente principal, y trate de justificarlo en el bien común. Eso ya nada tiene que ver con la historia de los problemas, sino con el talante en el uso del poder político del gobierno de turno, y apunta directamente en dirección a la ingobernabilidad.[/cita]

Convendría recordar que Chile es un país plural, lo que implica opiniones y voluntades diversas en muchos sentidos, frente a las cuales la virtud del sistema que está en crisis fue en el pasado poner reglas del juego consensuadas.

Hoy la situación es totalmente diversa y la movilización se ha transformado en el modo de relacionamiento más ampliamente validado. Si a ello se agrega la aceleración integral de todos los procesos, esa pluralidad inevitablemente se presentará como conflictos.

Los procesos son tendencias y no formas acabadas o estadísticas sobre el futuro. Ello si bien deja opciones para corregir, también hace más estrechos los umbrales de certidumbre. Incluso en los momentos de mayor normalidad los países experimentan aceleraciones sociales que escapan a los controles económicos o la previsibilidad del poder político.

Por eso mismo es que requiere de gobernantes que perciban que la absorción de las crisis es un tema mayor, y que las instituciones, por más sólidas que sean, no tienen una elasticidad política infinita y requieren conducciones prudentes.

La explosión de hoy en las regiones no se incubó en el actual gobierno, es una acumulación de años. Tampoco la crisis de la educación, que ya explotó a inicios del gobierno de Michelle Bachelet. Y el desgaste de las instituciones encargadas de gobernar sectorialmente esos y otros problemas, no es producto del azar, sino de la omisión o la repetición fallida de fórmulas que no atendían al fondo de los problemas, y de la falta de reformas que nunca llegaron.

Lo peor que puede ocurrir en esas circunstancias es que, al final, un poder político irritado ante el fracaso, recurra al uso de la fuerza como expediente principal, y trate de justificarlo en el bien común. Eso ya nada tiene que ver con la historia de los problemas, sino con el talante en el uso del poder político del gobierno de turno, y apunta directamente en dirección a la ingobernabilidad.

No son los individuos los que en primer lugar deben responder por el bien común en sus conductas, sino el Estado, aunque aquellos deben ser sometidos a las leyes. Pero el Estado, además de un ente jurídico, es una persona moral nacida de la voluntad expresa de los individuos que lo componen para velar por el bien común de todos. Todos sus atributos, incluidos la fuerza, son para ese fin y deben ser utilizados de manera congruente, coherente y austera. Para decirlo en el lenguaje económico como gusta a la elite política nacional, el exceso de fuerza estatal en un conflicto no es sólo la ruptura de un principio moral del Estado, sino también una lesión económica al bolsillo de todos. En lenguaje económico se le llama también ineficiencia en el manejo de los recursos.

La visión exacerbada de cientos de Fuerzas Especiales de Carabineros, carros lanza agua y acciones casi de carácter militar es muy poco congruente con el fondo y forma del conflicto de Aysén, poco tiene de ética y moral, y nada de eficiencia económica. Es pura irritación y enojo, y ninguna de las mujeres o niños de la zona pensarán algún día que ello es o fue una contribución al bien común de su región.

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