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Democracia a prueba

Amerigo Incalcaterra
Por : Amerigo Incalcaterra Representante Regional para América del Sur del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los DD.HH. – Acnudh (@ONU_derechos)
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Los seres humanos necesitan reunirse y expresarse, trabajar juntos por el bien común, hacer a sus líderes responsables y pedirles rendición de cuentas. Estos derechos como tales no fomentan la violencia. Por el contrario, nos resguardan de ella.


El preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos señala lo siguiente: “… Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias; Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión…”.

En los últimos años en todo el mundo, miles de personas han salido a las calles a exigir de sus gobiernos educación, salud, trabajo, vivienda y principalmente participación en las decisiones que les afectan. Las redes sociales han mostrado al mundo entero sus reivindicaciones.

A lo largo de América del Sur, la ciudadanía también está reclamando a sus gobiernos el cumplimiento de las promesas electorales, exige que todos sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales sean una realidad para todos y para todas. Eso es una llamada de atención a los gobiernos. Ya no basta con ganar elecciones, la ciudadanía demanda un permanente diálogo con sus autoridades.

Masas de hombres y mujeres levantan su voz y exigen participar activamente en los asuntos públicos. Exigen una vida digna, libre de temores y necesidades. Y al no obtener respuesta satisfactoria a sus reclamos, se vuelcan a las calles.

La protesta social ha sido uno de los motores de los mayores cambios políticos y sociales. Ha promovido la caída de dictaduras y permitido el voto universal, el fin de la esclavitud, el respeto por la diversidad sexual, el fin del apartheid y la reparación a víctimas, entre otros muchos logros.

En la región, algunos gobiernos ven estas manifestaciones de reivindicaciones legítimas de la ciudadanía como amenazas a su autoridad, y se han enfocado entonces en contener y disuadir las protestas. Insisten en reportar actos de violencia –a menudo, aislados e inconexos– que han surgido en algunas protestas para justificar discursos populistas y políticas de “mano dura”. Las respuestas de contención de las protestas han sido muchas veces desproporcionadas e innecesarias ante la supuesta amenaza al orden público o a la propiedad privada, recurriendo en ocasiones al uso excesivo e indiscriminado de la fuerza y a detenciones arbitrarias.

Más alarmante aún es leer sobre muertes y heridos en el marco de protestas, como si fueran esperables o inherentes a ellas. Inquieta, también, que se aprueben medidas legislativas que amplían la definición de delitos de desorden público –o que incluso los equipara a actos de terrorismo– y otras iniciativas que extienden el margen de actuación de las fuerzas policiales, además de las que permiten la detención de manifestantes por el solo hecho de cubrir sus rostros. Preocupa también, la utilización de las fuerzas armadas en tareas de seguridad ciudadana y contención de protestas.

Estas iniciativas, más que propiciar condiciones para el ejercicio legítimo de la protesta, generan impunidad frente a excesos cometidos por las fuerzas públicas. Si bien es cierto que el Estado tiene el deber de garantizar la seguridad de todos, este no puede desconocer la obligación de proteger los derechos de las personas que ejercen su derecho a manifestarse pacíficamente.

Por su parte, los organizadores de una manifestación tienen también un papel importante de autovigilancia. Así como los medios de comunicación tienen la labor fundamental de informar de manera responsable, veraz y oportuna sobre el desarrollo de las manifestaciones y principalmente sobre la legitimidad de los reclamos.

Cuando el derecho a la protesta pacífica es protegido y ejercido de forma adecuada, es una herramienta poderosa para promover el diálogo, el pluralismo, la tolerancia y la participación cívica. Los seres humanos necesitan reunirse y expresarse, trabajar juntos por el bien común, hacer a sus líderes responsables y pedirles rendición de cuentas. Estos derechos como tales no fomentan la violencia. Por el contrario, nos resguardan de ella.

La experiencia ha demostrado que las peores tormentas políticas ocurren cuando los gobiernos intentan reprimir estos derechos; ya que la represión promueve la frustración y alimenta la violencia. En una región con altísimos niveles de desigualdad y un pasado no tan lejano de abusos graves y sistemáticos de derechos humanos, es imperioso para las autoridades nacionales privilegiar el diálogo.

Ignorar las reivindicaciones ya no es una opción. Es hora de escucharlas, tenerlas en cuenta y avanzar hacia la sociedad de derechos que se ha prometido construir.

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