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Arturo Jirón: un histórico de verdad

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Buena parte del nuevo diálogo fue socrático, pero en marco electrónico. Por ese medio me comunicó su experiencia e indignación por la forma en que un determinado plantel estaba formando médicos: “Es una universidad donde no hay reunión de discusión, sólo hay profesores-taxis. Hacen su clase y se van. A los alumnos que recién terminan traumatología les pregunté qué enfermos traumatizados habían visto. Respuesta: ninguno. Al final un examen e integrando la comisión una señora que no es médica. Todo es una tremenda mentira y ya estoy muy viejo para enfrentar a la mafia de la educación”.


Triste viernes de cementerio cuando fui, entre muchos, a despedir al noble amigo Arturo Jirón.

Sus hijos, Jorge Ovalle, Sergio Bitar y el médico José Manuel Palacios esbozaron parte de su biografía: hijo de un senador del Partido Radical. Institutano carismático y futbolista rudo. Médico de la Universidad de Chile, como su padre. Ministro con doble rol: en la cartera de Salud Pública y cuidando la salud personal del Presidente Allende. Amigo protector de todos en el bombardeo de La Moneda y en las penurias de la isla Dawson. Exiliado que volcó su sabiduría profesional en la Universidad Central de Caracas. Retornado que volvió a la práctica y enseñanza misionera de la medicina.

Dos cosas importantes no se dijeron, porque no todo se alcanza a decir. Una, que Arturo jamás se dejó entrampar en la erótica malsana del poder político. Ser médico le parecía mil veces más apasionante que ser concejal, diputado o senador. En esa línea, sus opciones de izquierda nunca obstruyeron su visión de un Chile más solidario, en cuanto construido por todos.

La otra es que en la erótica de la vida llevaba ventajas. De hecho, nos quitó a una de las más bellas de mi curso en la Escuela de Derecho y –esto es lo importante– sin que pudiéramos aborrecerlo. En nuestra resignación hubo razones objetivas, pues –simples estudiantes y usuarios de movilización colectiva– nuestra competitividad era problemática. Enfrentábamos a un joven médico, de espigado metro noventa, guapetón y con auto propio. Pero también hubo razones subjetivas, pues la bella maniobró para que conociéramos al “enemigo” en vivo y en directo. Resultado: en poco tiempo nos convertimos en hinchas del joven doctor. Más allá de sus injustas ventajas comparativas, era culto, buen amigo y dueño de un sutil sentido del humor.

[cita]Buena parte del nuevo diálogo fue socrático, pero en marco electrónico. Por ese medio me comunicó su experiencia e indignación por la forma en que un determinado plantel estaba formando médicos: “Es una universidad donde no hay reunión de discusión, sólo hay profesores-taxis. Hacen su clase y se van. A los alumnos que recién terminan traumatología les pregunté qué enfermos traumatizados habían visto. Respuesta: ninguno. Al final un examen e integrando la comisión una señora que no es médica. Todo es una tremenda mentira y ya estoy muy viejo para enfrentar a la mafia de la educación”.[/cita]

Tras el 11-S de Chile hubo un breve encuentro en Caracas, donde –gajes del exilio– él y mi condiscípula habían instalado tiendas separadas. Algunas décadas después nos reencontramos en la patria recuperada. Entonces, en clave de humor familiar y para diferenciarlo de su hijo mayor, Arturo y también médico, mi entrañable amigo se había convertido en “el Arturo histórico”.

Buena parte del nuevo diálogo fue socrático, pero en marco electrónico. Por ese medio me comunicó su experiencia e indignación por la forma en que un determinado plantel estaba formando médicos: “Es una universidad donde no hay reunión de discusión, sólo hay profesores-taxis. Hacen su clase y se van. A los alumnos que recién terminan traumatología les pregunté qué enfermos traumatizados habían visto. Respuesta: ninguno. Al final un examen e integrando la comisión una señora que no es médica. Todo es una tremenda mentira y ya estoy muy viejo para enfrentar a la mafia de la educación”.

Paralelamente, me transmitía su pesimismo sobre el futuro de la democracia venezolana y me interrogaba sobre mi vida en la Alemania de Honecker. En lo fundamental, buscaba en la historia contrafactual –lo que pudo haber sido– la razón de las irracionalidades de nuestras izquierdas y derechas, sin dejarse clavar en el insectario de los retornados borbónicos. Esos que no aprendieron nada y, por lo mismo, no quisieron hacer la autopsia del socialismo real. Para muestra el siguiente botón de sus interrogantes en cadena:

Yo sé lo que era el ‘Chicho’, pero ¿era suficiente para garantizar una democracia y contener la revolución armada que algunos impulsaban?, ¿cómo sería hoy Chile?, ¿mejor?, ¿quebrado como otros países de nuestro subcontinente?, ¿qué sería Chile si no se produce el golpe?, ¿acuerdo con la DC?, ¿se imponen grupos extremistas?, ¿resistencia civil aumenta?, ¿economía en picada?, ¿el país le cree al Presidente que se irá a los 6 años de gobierno?, ¿lo acepta la UP o Allende es ‘separado’ por burgués?, ¿las transformaciones revolucionarias son aceptadas por la gran mayoría?, ¿sería entonces Chile un país más igualitario?, ¿o fue solo una quimera en la cual muchos creímos… o pocos?”.

Sin duda, estaba pensando en sus memorias y reporteándome a su manera. Por eso, cuando le hice el ejercicio de historia contrafactual que me demandaba, su comentario fue generoso y también prudente: “Creo que es una brillante proyección. Podría haber sido así. Creo que la ineficiencia, terquedad, ceguera impidió que las cosas resultaran menos traumáticas. Eso sí, voy a pensar más tu teoría de lo que podría haber pasado. Me parece un ejercicio interesante”

UN GRANDE DE CHILE

Pasada la barrera de los 80 años y manteniendo el humor a flote, Arturo vio cómo su fortaleza natural mutaba en una creciente sensación de debilidad. En uno de sus últimos despachos me comunicó, lúcidamente, el síndrome personal de ese naufragio:

“Los sentidos ya no están tan alertas como fueron. Mi vista ya no es la misma, no puedo manejar de noche y de día soy un potencial peligro para otros. Mi tacto ya no es capaz de sentir finuras que existen en mi memoria, y mis oídos son un verdadero desastre. No estoy para audífonos, podría sostener una conversación íntima con alguna bella dama, pero aquí fallan otros sentidos…”

Fue su percepción tranquila de que el fin estaba cerca.

Por lo dicho y por mil otras percepciones de quienes lo quisimos, ese viernes de tristeza su féretro fue respetuosamente aplaudido. Su amigo, el abogado Arturo Yuseff, lo describió como “un hombre que pertenece a la Historia”. La hija de su Presidente “Chicho” y líder del Senado, Isabel Allende, ya había sintetizado algo similar ante los medios: “Se ha ido uno de nuestros grandes”.

Fue lo que todos sentimos, en ese instante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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