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Memorias de un prófugo: revisitando el Muro de Berlín

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Los Astutos, por su parte, dieron sus testimonios con exacto sentido del tiempo. Es decir, entre el día en que Gorbachov espantó a Honecker con la Perestroika y el día en que los fragmentos del muro comenzaron a aparecer en los museos. Para desdicha de quienes los habían celado o aborrecido, produjeron obras de tanta calidad e impacto como Morir en Berlín (Carlos Cerda) y Detrás del muro (Roberto Ampuero).


Tras fugarme con familia y sin estrépito de la República Democrática Alemana (RDA), en 1977, aprendí que para contar ciertas verdades hay que esperar a que la realidad decante. Política y editorialmente, no es correcto tener la razón demasiado temprano.

Así lo experimenté cuando el testimonio de mis vivencias –plasmado en entrevistas, reportajes y libros– terminó fundiéndose, fuera de Chile, en el debate maniqueo de la Guerra Fría. Una voz perdida entre los eufemismos, cálculos y mentiras ideológicas. Por eso, hoy me resulta fascinante el despliegue de transparencia que se está produciendo en este XXV aniversario de la pulverización del Muro de Berlín. O de “la frontera”, como debíamos decir en el país que ya no existe.

Así, a muro derribado, hoy todos reconocen la importancia escarmentadora que tuvo la RDA en el pensamiento y praxis de las izquierdas chilenas. Subiéndose por ese chorro, hasta pasan factura a quienes combatían contra la dictadura de Pinochet, por su violación de los derechos humanos, mientras ignoraban esa gran madre de las violaciones que fue la dictadura estealemana de Eric Honecker.

Sin embargo, excepto para quienes siguen callando, es una factura discutible. En lo fundamental, porque primum vivere, como enseñan los que saben. Tras el naufragio que significó nuestro 11-S no cabía mirar el diente al refugio regalado. Al menos mientras se recuperaba el habla.

El problema fue que, demasiado pronto, conspicuos dirigentes chilenos se acomodaron en ese refugio, dejando que los supremos sacerdotes del socialismo real interpretaran lo que nos había sucedido. Desde Moscú, con estación repetidora en Berlín Este, esos sabios dictaminaron que la responsabilidad del fracaso de la Unidad Popular se debió a no haber osado implantar la dictadura del proletariado. Tan simple como eso.

A partir de entonces, el tiempo de filosofar quedó bloqueado y, peor aún, militantes forjados en el acero de la novelística estaliniana optaron por ensuciarse el alma por “gratitud”. Víctimas de una variable del síndrome de Estocolmo, terminaron haciendo el elogio extravagante de la RDA y del tutorial poder soviético. Incluso fingían ignorar que el costo de acoger a los casi dos mil “chilenische patrioten” no salió del bolsillo de la familia Honecker, sino de las faltriqueras de un pueblo que soñaba con destruir el muro.

[cita]Los Astutos, por su parte, dieron sus testimonios con exacto sentido del tiempo. Es decir, entre el día en que Gorbachov espantó a Honecker con la Perestroika y el día en que los fragmentos del muro comenzaron a aparecer en los museos. Para desdicha de quienes los habían celado o aborrecido, produjeron obras de tanta calidad e impacto como Morir en Berlín (Carlos Cerda) y Detrás del muro (Roberto Ampuero).[/cita]

Por ello, mi explicación sobre el comportamiento de nuestros exiliados en la RDA es un pelín más compleja y, como lo he dicho en otras ocasiones, tiene que ver con sus tres grandes categorías: los Jefes, los Astutos y los Prófugos. Fue una trilogía abierta –admite grados y mezclas– cuyo contenido actualizo a continuación:

Los Jefes tenían un poder vicario, pero muy real, sobre la masa de los exiliados, incluyendo sus vidas privadísimas (si trabajar o estudiar, si casarse o separarse, si parir o abortar). Tal poder contenía privilegios especiales, como viajes, viáticos en divisas, oficinas, gastos operacionales, vehículos y atención médica superior. Sus limitaciones se expresaban en dos consignas interconectadas: “No molestar a los compañeros alemanes” y “no dar armas al enemigo”. Es decir, silenciar la realidad. Los pocos que osaron pasar esos límites lo hicieron (obvio) en calidad de Jefes marginados.

Los Astutos, además de los privilegios generales del Estado llano –vivienda y crédito fiscal para instalarse– tenían dos ventajas propias: alta calificación intelectual y notable frialdad emocional. Esto les permitió proyectarse hacia un mejor futuro individual, suspendiendo la emisión de verdades y perfeccionando tácticas de simulación, para no molestar a los compañeros alemanes ni alertar a los Jefes. El celo ortodoxo (la envidia) de los militantes rasos los caracterizaría como “oportunistas” o, más técnicamente, como “intelectuales pequeñoburgueses”, blandengues por definición.

Los Prófugos son los que llegaron al refugio equivocado por ser poco astutos o menos inteligentes de lo que pensaban. En su choque con la realidad, percibieron (más temprano que tarde) que la salvación estealemana equivalía al pacto de un Mefistófeles rasca con un doctor Fausto de poco vuelo. A partir de entonces definieron que su objetivo categórico era fugarse y esta meta los dividió en dos subgrupos: los Drásticos, que huyeron mediante la locura y el suicidio, y los Flexibles, que escaparon mediante una mezcla de estrategia con milagro.

¿Y qué sucedió después de la caída del muro, con ese trío emblemático?

Cualquier entendido lo entiende. Los Jefes siguieron siendo Jefes y callaron para siempre. Saben que en Chile el doble estándar la lleva, el empate es ley y siempre habrá un enemigo al cual negar las armas de la autocrítica.

Los Astutos, por su parte, dieron sus testimonios con exacto sentido del tiempo. Es decir, entre el día en que Gorbachov espantó a Honecker con la Perestroika y el día en que los fragmentos del muro comenzaron a aparecer en los museos. Para desdicha de quienes los habían celado o aborrecido, produjeron obras de tanta calidad e impacto como Morir en Berlín (Carlos Cerda) y Detrás del muro (Roberto Ampuero).

En cuanto a los Prófugos del subgrupo Drásticos, tienen su paradigma en el entrañable historiador Lucho Moulián. Sometido a tratamiento en una clínica siquiátrica de Leipzig, terminó suicidándose en la Clínica de la Universidad Católica, tras su retorno a la patria prohibida.

Finalmente, los Prófugos del subgrupo Flexibles, son los que gritaron la verdad precozmente, apenas ejecutaron sus estrategias de fuga. Pero, como la Guerra Fría seguía dominando, Pinochet seguía mandando y el muro seguía en pie, no hubo mercado que los inflara. Como ya lo adelanté –y perdonando la autorreferencia–, en este subgrupo clasifica este memorioso servidor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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