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Historia de un gaucho peruano

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Recién llega a nuestras librerías el libro La distancia que nos separa, del peruano Renato Cisneros. En reciente concurso internacional, la novela Si te vieras con mis ojos, de Carlos Franz, lo relegó al segundo lugar. Para mí esto dice más que el premio mismo. Extraordinaria debe ser la obra de nuestro novelista, para haberse impuesto a la notabilísima obra del peruano. Por otra parte, vacilo en calificar como novela el libro de Cisneros.

En efecto, tras leerlo el año pasado, decidí no incluirlo en la sección narrativa de mi biblioteca. Solo que después no supe dónde demonios colocarlo. ¿En biografías, autobiografías, reportajes, política peruana, historia, temas militares? Con razón Mario Vargas Llosa, que bien sabe lo que es contar historias de parientes –que de eso se trata–, lo definió con el genérico más genérico y el adjetivo más espontáneo: “Un libro impresionante”.

En definitiva, opté por encasillarlo entre la subsección revolución militar peruana y la subsección historia política del Perú. El factor dirimente fue una experiencia periodística en vivo y en directo con Luis “el Gaucho” Cisneros, militar con protagonismo en tres gobiernos peruanos, que en la obra aparece como personaje entre único y dominante.

Dicha experiencia tiene que ver con la revista Caretas, su legendario director Enrique Zileri (que en la gloria periodística descanse), la Guerra de las Malvinas y, más sintéticamente, con un golpe de Estado que no fue.

El grito de Zileri

Nunca olvidaré esa mañana de mayo de 1982 cuando Zileri, irrumpiendo a la sala de redacción, me interpeló en su registro más alto:

–¿Y tú, por qué dices que Argentina va a perder la guerra?

Cohibido por el grito y ante la mirada asombrada de los colegas, emití una respuesta tontísima:

–Pues, porque va a perder.

Pude responder, si la pregunta hubiera sido más académica y yo más rápido, que no había hecho profecía alguna. Información contrastada, entrevistas y análisis era lo mío. Tampoco podía sugerir que Argentina estaba ganando, solo para darle gusto a nuestra corresponsal en Buenos Aires, cuyos despachos triunfalistas botaba al tacho. Incluso pude pasar a la contraofensiva porque… ¿a qué texto concreto se refería nuestro Director?

Lo raro fue que Zileri asimiló mi respuesta tontísima, dio media vuelta y se fue mascullando (“¡maldita sea!”) hacia su oficina. No me reemplazó como editor del bloque sobre la guerra, ni me dijo que pasara del tono neutro-realista, a uno neutro-optimista. Tampoco se escudó en los lectores abrumadoramente parcializados a favor de Argentina. Menos me explicó por qué este país podía (o debía) ganar.

¿Entonces qué?… ¿Para qué su pregunta estentórea?

Alerta roja

De a poco entendí que no fue pregunta, sino alerta roja. Nuestra cobertura sobre la guerra estaba en la mira de alguien con poder. Quizás había molestado al almirante embajador argentino. Hacía poco me había saludado cortés, pero distante. Supuse se había quejado al canciller y este había endosado la queja a Zileri: “El chileno de Caretas quiere que Argentina pierda la guerra”.

Pronto desestimé esa sospecha. Curtido en la lucha fiera por la libertad de expresión, Zileri no iba a escenificar una rabieta para darle gusto a un simple embajador de una feroz dictadura. Luego, mis fuentes propias me soplaron que el lector quisquilloso podía ser el más importante de todos: el general Luis Cisneros Vizquerra, ministro de Guerra de Fernando Belaúnde, apodado “el Gaucho” no por argentinófilo, sino por argentino. Nacido, educado y formado como oficial de Ejército en Argentina. Camarada de toda la élite terrorífica de esa dictadura, comenzando por Leopoldo Fortunato Galtieri. Peruano solo por familión.

Se decía que ese gravitante general –que como ministro del Interior de Francisco Morales Bermúdez ya había encarcelado a Zileri– estaba usurpando el rol del canciller y sobrepasando al presidente Belaúnde. Dentro y fuera de los cuarteles, opinaba que el Perú debía apoyar con todo a los argentinos y no solo con declaracioncitas de paz ni gestiones diplomáticas ante Ronald Reagan o Margaret Thatcher. Su propuesta incluía el envío de la flota a través del Estrecho de Magallanes, provocando –literalmente de paso– a su admirado general Pinochet.

[cita tipo=»destaque»]Renato Cisneros, entonces de seis años, da cuenta de esos hechos que conoció, seguro, por tradición oral paterna. Lo que reproduce en su libro deja claro que su padre quería humillar a Belaúnde, desafiar al binomio Thatcher-Reagan y poner en aprietos a Pinochet, para ir abrazarse con Galtieri. En ese marco, cuenta que el Gaucho, sin permiso del presidente (“sin coordinar”, dice, piadoso), declaró en conferencia de prensa que el Perú debía enviar a Argentina todo lo que este país requiriera. Al pasar, agrega que Caretas le dedicó una portada.[/cita]

En otras palabras, el Gaucho no estaba tratando de quebrar la línea de Caretas. Estaba tratando de quebrar a su gobierno. La austral guerra de los otros se había convertido en un tema interno que, proyectado, se relacionaba con otro acabose de la democracia y la inmersión en una guerra a todo dar. Expansible a todo el Cono Sur.

Con el sable en la mano

Por mi parte, afirmé la calidad de mi bloque con la opinión expertísima de Edgardo Mercado Jarrín, general con ® pero con más jerarquía intelectual que el Gaucho. Zileri, fiel a su carácter, decidió enfrentar la amenaza metiéndose en la boca del lobo. En la siguiente reunión de pauta decidió que el entrevistado político de la semana sería el mismísimo ministro de Guerra, con énfasis en su solidaridad extrema con Argentina. El fotón para ilustrarla –nuestro líder antes pensaba en las fotos que en los textos– debía mostrarlo en posición de combate. Eliminando un riesgo obvio, dispuso que la entrevista no fuera en el bloque Malvinas, que yo dirigía, sino en Política nacional.

Ahí comprendí a fondo lo que hubo tras su grito. En esa grave coyuntura, Zileri ya no trataba de buscar con humor y distancia la mejor nota internacional posible. Lo que ahora le importaba era exponer, urbi et orbi, el peligrosísimo talante político del Gaucho. Su objetivo, a fuer de periodístico, era ayudar a bloquear un nuevo golpe de Estado.

Acertó Zileri. También fiel a su carácter, el general habló claro y duro y su entrevista remeció el ambiente político, dentro y fuera del Perú. En abierta discrepancia con Belaúnde, dijo que el país debía liderar el apoyo militar latinoamericano a Argentina, con todos los medios a su alcance. Como si el canciller no existiera, se planteó altivo y regionalista frente al binomio Reagan-Thatcher y desdeñoso hacia la diplomacia que impulsaba el presidente. Por cierto, insistió en enviar aviones, pertrechos y toda la panoplia necesaria, incluyendo buques y submarinos a través del Estrecho de Magallanes. La foto de la entrevista, que fue portada, lo mostraba con un sable que le había regalado Perón, bajo el título “El Gaucho desenvaina”.

En síntesis, una metáfora a todo color y otra edición histórica de Caretas.

El golpe que se diluyó

Renato Cisneros, entonces de seis años, da cuenta de esos hechos que conoció, seguro, por tradición oral paterna. Lo que reproduce en su libro deja claro que su padre quería humillar a Belaúnde, desafiar al binomio Thatcher-Reagan y poner en aprietos a Pinochet, para ir abrazarse con Galtieri. En ese marco, cuenta que el Gaucho, sin permiso del presidente (“sin coordinar”, dice, piadoso), declaró en conferencia de prensa que el Perú debía enviar a Argentina todo lo que este país requiriera. Al pasar, agrega que Caretas le dedicó una portada.

Yo apostaría que fue al revés. Precisamente porque Caretas le hizo ese gran reportaje, el Gaucho debió asumir su responsabilidad ante los demás medios y Belaúnde se atrevió a desautorizarlo en vivo y en directo. Es lo que explica el siguiente contrapunto crispado, que Cisneros hijo recrea en su libro:

Presidente: En cuanto a usted, general, le rogaría que pusiera menos pasión en sus declaraciones cuando se refiera a la ayuda militar para la Argentina.

General: Perdone usted, señor presidente, pero yo no pongo pasión en mis declaraciones. Yo pongo pasión en mis ideas, sobre todo cuando son justas.

Fue el momento en que el Gaucho quiso tomar una decisión final, con base en tres opciones mezcladas: renuncia a su cartera con estrépito marcial, denuncia pública a Belaúnde por someterse al gobierno de Reagan y directa expectoración presidencial. Obviamente tenía camaradas uniformados que lo apoyaban y todo eso está contenido en este breve párrafo del libro de su hijo: “En los días posteriores a ese contrapunto áspero, Cisneros está a punto de patear el tablero”.

Al final salió del ministerio por jubilación. Ni él pudo botar a Belaúnde ni este pudo botar al Gaucho. ¿Extrema debilidad presidencial? Seguro que eso pensarán los lectores de hoy y parece plausible. Pero sucede que entonces la democracia peruana llevaba apenas dos años recuperándose, tras un decenio en que los militares fueron los actores excluyentes, siendo el Gaucho el general políticamente más importante. Comparando con los primeros años de la transición chilena, Pinochet amenazó a Patricio Aylwin dos veces con propinarle un golpe de Estado. Y no por motivos estratégicos, sino para cubrir las espaldas financieras de un hijo.

Termino mi lectura de este “libro impresionante”, esperando que los historiadores lo tomen en cuenta para asomarse a esos meses de 1982, cuando el Perú estuvo caminando al borde de la cornisa. Y con serias implicancias vecinales. Tal vez lleguen, entonces, a la misma conclusión que este periodista y testigo:

El día que Zileri gritó no fue solo en defensa de la libertad de expresión, sino en defensa de la democracia en el Perú y la paz en el Cono Sur.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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