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La crisis social y el fin del viejo orden: nueva economía, nueva política Opinión

La crisis social y el fin del viejo orden: nueva economía, nueva política

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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Insistir, pues, en que el “remedio” al “desorden” y desconfianza actual sea más concentración de los poderes, más jerarquía, exclusión, verticalidad, leyes y represión para, de ese modo, intentar mantener el antiguo sistema de relaciones sociales es, como en el caso del sacristán, la mejor forma de terminar matando aun más rápido al señor cura. Como dijera el astrofísico Arthur Stanley Eddington, tras conocer la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein, “el mundo, a contar de ahora, no debería verse más como una gran máquina, sino como un gran pensamiento”.


Hace ya más de un siglo y medio, Karl Marx, desde la izquierda, se percataba de que “el avance de las fuerzas productivas determina cambios en las relaciones sociales de producción” y, desde hace décadas, en la derecha, economistas liberales, como Milton Friedman, han remarcado que “el determinante en última instancia” de la conducta humana “es la economía”, sin que esto implique necesariamente conciencia de aquello. Pero en el ámbito de la acción política, ya entrado el siglo XXI, seguimos asistiendo a perspectivas y diagnósticos que, si bien describen síntomas, no consiguen definir el actual momento social.

En efecto, al referirse a la presente crisis, los discursos, análisis y opiniones de diversos sectores parecen converger al interpretarla como resultado de la serie de hechos conocidos (corrupción política, malas prácticas empresariales y abusos) que, combinados, han concluido en la pérdida de legitimidad institucional, deteriorando la confianza ciudadana y su animus societatis, todos hechos que explicarían el pesimismo y parálisis económica, no solo en Chile sino también en buena parte del orbe.

Como un mal diagnóstico conduce a mal remedio, se insiste en que la confianza perdida es recuperable mediante la dictación de nuevas leyes que, con ejemplares castigos, apunten a evitar las inmoralidades que estarían en la base del problema. Así, una vez aplicadas, las nuevas normas cambiarían las conductas de los agentes, haciendo que la sociedad vuelva a sus antiguos cauces.

Una hipótesis, no por obvia menos ingenua, ya que no explica por qué este trance se produce precisamente ahora y no hace 20 años, cuando todos los factores esgrimidos como causas, estaban igualmente presentes y asistíamos a similares escándalos en la política y las empresas.

Propongo, en cambio, que la actual situación político-económica interna responde a un inevitable ajuste del sistema de transacciones económicas, culturales, sociales y políticas globalizado que vincula a Chile y su estructura con más de un centenar de naciones y mercados, así como con millones de personas en todo el orbe.

Es decir, nuestra crisis, no solo es resultado de las naturales incertidumbres generadas por las reformas en marcha, sino también por factores exógenos marcados por los coletazos de la crisis desencadenada en 2008, tras una década de gloriosa “multiplicación” de dinero ficto por parte de un sistema financiero internacional hiperapalancado.

Pero tal fenómeno solo fue posible gracias a las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC’s) (fuerzas productivas) que, a contar del lanzamiento de la www y la Internet (1990) produjeron un aumento inédito de la velocidad de circulación del dinero, hecho que permitió a los bancos globales “crear” ingentes recursos a través de la “ingeniería financiera”, incrementando brutalmente la cantidad de efectivo sin respaldo y elevando el endeudamiento mundial a niveles sin parangón.

Así, en la actualidad, mientras el PIB global anual se ubica en unos US$ 77 millones de millones, la cifra de derivados financieros “en caja” supera los US$ 750 millones de millones, mientras la deuda externa de Japón, EE.UU. y Europa suma sobre US$ 70 millones de millones.

Tras la caída de la URSS (1991) y el reflujo de la izquierda mundial, el capitalismo, ya sin enemigos institucionales, dio un salto que llevó al orbe a la muy libertina “década de oro” de la economía mundial (1996-2006), lapso en el cual el dinero ficto corrió a raudales, mientras los Estados se endeudaban indiscriminadamente.

Todo parecía funcionar. Las expectativas de la gente eran mayoritariamente satisfechas, el “voto” diario de las personas en selección de consumo de bienes y servicios dirimía la “competencia” en los mercados libres y la presión sobre la política y sus agentes se dejaba para cada elección. Un mundo feliz.

La década generó rentas al capital nunca antes conseguidas y a la velocidad de la luz, gracias a las emergentes TIC’s. Wall Street hacía crecer el valor de las acciones, pasando de una relación precio-utilidad media de 10 veces la renta anual esperada –con un tope imprudente de hasta 14– hasta unas 19 veces, creando así sucesivas burbujas junto a una sensación de inacabable riqueza, mientras los bancos hacían igual milagro con el circulante “recreado”, gracias a bajos encajes, además de un enloquecido apalancamiento que permitía recolocar un mismo capital tantas veces como nuevos deudores aparecieran.

Entonces todos aplaudían, sin importar que la práctica hiciera más ricos a los ricos, en la infantil esperanza de que quienes sabían manejar la riqueza asegurarían un crecimiento indefinido del acceso al crédito y la multiplicación de los ahorros. Pero en 2006-2008 llegó la subprime.

Así, mientras durante el decenio 1996-2006 nuestras AFP mostraban una renta promedio del orden del 13% anual, en lo que va de la presente apenas supera el 4%.

La brutal vuelta a la realidad vino con masivas quiebras de bancos e instituciones financieras (en Europa, al 2015, ya desapareció o fusionó 40% de los bancos), así como de empresas endeudadas con aquellos.

La crisis abrió las puertas a la “primavera árabe” (2010-2013), los “indignados”, “Occupy Wall Street”, la segunda revolución pingüina (2011) y otros movimientos ciudadanos, que, a diferencia de la “industrial” revolución rusa (1917), surgían desde nuevos y viejos sectores medios, esos que siempre se portaron bien, que se educaban con su esfuerzo, que ahorraban y que habían seguido rígidamente las normas del sistema, tras la caída de los socialismos “reales”.

De pronto, la debacle originada por unos pocos aventureros, sin fiscalización ni control, amenazaba su presente y futuro, con pérdida de ahorros, vivienda y empleo.

Pero esas mismas fuerzas productivas que hicieron posible la década de oro, permitiendo generar grandes utilidades financieras mediante transacciones entre Tokio y Berlín, Nueva York y Beijing en segundos, posibilitaron a los preparados y cultos “indignados” coordinar su repudio a las prácticas que los volvían a hacer pobres y, al mismo tiempo, informar e informarse interactivamente y a igual velocidad, sobre la incestuosa relación que, en los años de jolgorio, se labró entre el poder del dinero y de la política, así como las trapacerías a que dicho maridaje los había sometido. Se consolidó la desconfianza en la economía y las instituciones políticas.

[cita tipo= «destaque»]Como se trata de un proceso de corrientes profundas de largo plazo, inevitablemente en los próximos años asistiremos a las resistencias finales del antiguo régimen y a la emergencia política de “salvadores” populistas, nacionalistas xenófobos o autoritarios. Pero creo que finalmente triunfarán los líderes democrático-horizontales, descentralizadores, innovadores, creativos, que trabajan en equipo, que, más que mandar, coordinan y orientan; dirigentes colaborativos que operan en redes, más parecidas a la estructura neuronal que a la de una máquina; de respuestas rápidas y eficaces, sin la soberbia del planificador del siglo XIX o XX.[/cita]

Como consecuencia, junto con la caída de los antiguos héroes, comenzaron a surgir nuevos liderazgos, orgánicas y movimientos, con ideas nuevas, viejas o recicladas, y aunque varios fueron fagocitados por el sistema, la mayor horizontalidad y participación virtual devenida de las nuevas tecnologías de las comunicaciones, siguió horadando el ancien regime, amenazando romper las viejas estructuras de poder político, no solo desde la acción sino también con una mortal pasividad que fue alejando a la ciudadanía de la participación democrática tradicional, para retornar a escudarse en sus entornos familiares o íntimos. ¿Efectos del neoliberalismo o del cambio de época, producto de la nueva economía y fuerzas productivas?

Por de pronto, recientes investigaciones sobre los efectos de la digitalización y las TIC’s en sus usuarios revelan que estas fuerzas tienden a individuar, aplanar y organizar las relaciones sociales de producción de bienes y servicios en redes, más que en orgánicas piramidales, propias de la fase industrial. Estas fuerzas inundan cada día más nuestra habitualidad.

Hoy, más de 3 mil millones de personas tienen acceso a Internet y a su información, más de 4 mil millones a smartphone, la inicial digitalización y robotización de industrias y campos se extiende al Internet de las cosas, la domótica y al dinero electrónico, mientras estallan iniciativas online privadas y públicas en educación, capacitación, salud y trámites burocráticos.

Pareciera que, más temprano que tarde, estos cambios que han caracterizado a la presente fase histórica como la Sociedad del Conocimiento, impactarán –si es que ya no lo están haciendo, como lo muestran los resultados del proceso constituyente– no solo la actitud política de los ciudadanos digitales, sino también el viejo modo industrial de educar, recibir atención de salud o relacionarse con el Estado.

La mayor eficiencia, menor costo y millonarios ahorros producto de estas nuevas fuerzas, las hacen imparables. Y en materia de organización, el modo en red al que la gestión digital virtual obliga, induce hacia una mayor horizontalidad, augurando el previsto cambio de las relaciones sociales y el papel de la economía como determinante de última instancia.

Estos cambios estructurales y en las personas –flexibilidad laboral, búsqueda de más tiempo libre, menos jerarquías– produce desconcierto y perplejidad en elites tradicionales que, acostumbradas al statu quo, miran atrás buscando soluciones, de modo comparable al de los luditas del siglo XIX, que destruían las máquinas tejedoras a vapor, para evitar la desocupación que el ingreso de la novedosa tecnología significó para los artesanos.

La historia muestra que la democracia moderna se ajustó perfectamente con la economía industrial y postindustrial, con sus correlaciones entre libertad de mercado y libertad política. Pero pareciera que la democracia representativa es, al desarrollo industrial, lo que una nueva democracia ciudadana, más extendida y horizontal, será al desarrollo digital.

De allí que, a estas alturas, ya no parece posible retrotraer el orden social hacia aquel que se avenía con el modo de producción industrial, vertical y jerárquico, como no lo sería volver al agrario, teocrático y paternalista, tanto porque las TIC’s están cambiando a las personas, como porque para las antiguas elites, instaladas en función de reproducir orgánicas adecuadas a la era industrial, estas nuevas formas de vínculo productivo les son incomprensibles.

El ciudadano de la Sociedad del Conocimiento, más informado y empoderado, exige un liderazgo distinto, con más autoridad que potestad derivada del poder de represión o recompensa de las elites tradicionales; con más sabiduría que conocimiento tecnocrático; más gestores de redes que de estructuras piramidales; con más poder “soft” que duro.

Intentar reconstruir las instituciones políticas y sociales de tipo industrial colectivista (sea de carácter tayloriano o stajanovista), sin considerar el proceso de “individuación solidaria” que vive el ciudadano digital, es como seguir atado al paradigma “mecánico-newtoniano”, en momentos en que las fuerzas productivas avanzan hacia ordenadores cuánticos y la realidad se aprecia desde la relatividad einsteiniana.

Son razones más sustantivas las que explican el surgimiento inorgánico de movimientos sociales y líderes autonomistas para quienes, intuitivamente, la democracia representativa –elitista, corrupta, amancebada con el dinero, desde tal perspectiva– ya no responde a sus necesidades, aunque, sin saberlo, muchos se inspiren para el futuro en ideas añejas y pongan así en peligro la democracia, la república y el Estado de derecho, dada su incomprensión ontológica de los valores implícitos en aquellos constructos civilizatorios.

Como se trata de un proceso de corrientes profundas de largo plazo, inevitablemente en los próximos años asistiremos a las resistencias finales del antiguo régimen y a la emergencia política de “salvadores” populistas, nacionalistas xenófobos o autoritarios. Pero creo que finalmente triunfarán los líderes democrático-horizontales, descentralizadores, innovadores, creativos, que trabajan en equipo, que, más que mandar, coordinan y orientan; dirigentes colaborativos que operan en redes, más parecidas a la estructura neuronal que a la de una máquina; de respuestas rápidas y eficaces, sin la soberbia del planificador del siglo XIX o XX, porque creen que el futuro de cada quien corresponde definirlo a cada cual, en un entorno en que la libertad –más que la igualdad forzada– es el factor clave para la permanencia, éxito y desarrollo del conjunto con el que se interconecta.

Estas nuevas relaciones sociales, derivadas de las fuerzas productivas en crecimiento, impondrán –más allá de la voluntad reaccionaria y ludita de muchos dirigentes de todos los colores políticos tradicionales– una mayor libertad personal y cada vez menos Estado central en todos los ámbitos, aunque, en paralelo, surgirán mayores exigencias en resultados y calidad de lo que cada quien tiene para transar con sus congéneres libres e iguales en derechos.

Entonces, líderes, empresas y partidos, más allá de la eventual voluntad de transgresión, deberán ser más transparentes, dando permanente cuenta de sus acciones. Las nuevas fuerzas de la producción presionarán a personas y entidades colectivas a una mayor coherencia entre lo que piensan, dicen y hacen y, en fin, hombres y mujeres serán más libres –no libertinos– y más iguales en oportunidades.

De allí que, por más esfuerzos de constricción a los que hemos asistido, para el ciudadano de a pie, la actual polémica de las elites políticas y económicas sigue pareciéndose más a una lucha por sostener cuotas de un poder que se desgrana, que con propósitos de mayor bienestar común. Sus relatos y argumentos asemejan, pues, al canto del cisne de un orden que se despide, pero que persiste en quedarse hasta la hora nona como invitado non grato.

Una mejor política y una economía más próspera, activa y humana, importan básicamente reconocer el nuevo momento histórico y sus inevitables cambios de “ultima instancia”, porque es muy difícil oponerse a una nueva fuerza productiva cuando ella ya se ha instalado.

Entonces, será mejor aceptar que las cosas ya no se pueden hacer del modo en que hacían, so pena de ser arrasados en la competencia por aquellos que ya entendieron que la nueva política y nueva economía responden a un mundo cada vez más en red, libre, flexible y descentralizado, donde la riqueza se mide menos en acero y cemento y mucho más en creatividad y capacidad innovadora, tal como, por lo demás, lo demuestran los precios de las principales empresas digitales del orbe.

Insistir, pues, en que el “remedio” al “desorden” y desconfianza actual sea más concentración de los poderes, más jerarquía, exclusión, verticalidad, leyes y represión para, de ese modo, intentar mantener el antiguo sistema de relaciones sociales es, como en el caso del sacristán, la mejor forma de terminar matando aun más rápido al señor cura. Como dijera el astrofísico Arthur Stanley Eddington, tras conocer la Teoría Especial de la Relatividad de Einstein, “el mundo, a contar de ahora, no debería verse más como una gran máquina, sino como un gran pensamiento”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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