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La bancarrota del neoliberalismo económico Opinión

La bancarrota del neoliberalismo económico

José Miguel Ahumada
Por : José Miguel Ahumada PhD (c), Estudios de Desarrollo, Universidad de Cambridge.
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Lo que comenzó Brexit en UK lo consolidó el triunfo de Trump en Estados Unidos. La quiebra de la hegemonía Demócrata-Republicana no pudo ser capitalizada ni por “Occupy Wall Street” (estrategia radical) ni por Sanders (estrategia socialdemócrata radical). Otra vez, es verdad que se ha avanzado (se estuvo a un paso de triunfar en el Partido Demócrata), pero tampoco se fue capaz de resistir el auge nacionalista y populista de la derecha encarnada en Trump.


“Hace diez años, predecir un levantamiento te exponía a la burla de los sentados; hoy los que anuncian el retorno al orden son los que pasan por bufones”. Tiqqun, A Nuestros Amigos.

El triunfo de Trump en EE.UU., el Brexit de Inglaterra, el crecimiento del poderío económico chino y la emergencia rusa, sumados a la crisis financiera y el masivo descontento con las políticas de austeridad en la Unión Europea, no son fenómenos inconexos, sino los más explícitos síntomas de una tendencia secular (cuyo comienzo está en los 80) del capitalismo contemporáneo y su desenlance hoy: la bancarrota del proyecto económico liberal, tanto como régimen internacional y forma de gobierno. El neoliberalismo está siendo derribado por las otrora silenciosas, pero hoy activas, fuerzas del nacionalismo populista. Hoy por hoy, los sepultureros del neoliberalismo son la fuerza de la conservación.

Los 90 fueron los años dorados del liberalismo económico: su proyecto avanzaba con una fuerza digna de una conquista religiosa. No solo su enemigo había sido derrotado, sino que la Historia misma parecía doblegada por el nuevo compromiso liberal. Fukuyama clamaba la llegada de un orden final, de un equilibrio permanente. Y lo mejor: sonaba como algo razonable.

EE.UU. avanzaba con su agenda: la Ronda de Uruguay terminaba en la nueva Organización Mundial del Comercio a mediados de los 90, mientras que América Latina abrazaba el naciente Consenso de Washington (ola de gobiernos neoliberales, NAFTA, proyecto del ALCA, etc.). La Unión Europea emergía para luego, a fines de los 90, adoptar el euro como moneda única bajo la dirección del Banco Central Europeo. Rusia y China se veían ante Occidente como avanzando a rápidos pasos hacia la liberalización comercial y financiera, abriendo un nuevo espacio de acumulación de capital (China como la nueva fábrica del mundo).

Lo que antes era una anomalía en aquella época se mostraba como una unidad natural: democracia y economía capitalista abierta y dinámica parecían dos caras de una misma moneda, mientras que la paz y la competencia por mercados parecían aliados naturales bajo el ‘doux-commerce’.

Por primera vez, desde fines del siglo XIX, que los gobiernos plenamente adoptaban como principio rector la elaboración de instituciones para que las fuerzas de la acumulación capitalista se desplegaran sin restricciones ‘arbitrarias’: plena apertura comercial y financiera, control tecnocrático-liberal de las políticas monetarias (la Fed y el BCE aislados de control democrático, por ejemplo) paralelo a desregulaciones de los mercados laborales (luego de las derrotas del movimiento obrero con Reagan y Thatcher). Se había construido un orden institucional a imagen y semejanza de la utopía liberal. El Banco Mundial condensó esa idea en su famoso título del World Development Report, 2002: “Construyendo instituciones para el mercado.”

El consenso era claro: democracia bajo control tecnocrático que asegurara la libre circulación de capital, para que se desplegara el dinamismo económico, garantizando un bienestar sostenible en el largo plazo y, así, consolidar la democracia política. Una perfecta causación acumulativa.

El ocaso del sueño de Occidente

Karl Polanyi, en su clásica obra La Gran Transformación (1957), sostenía que el proyecto del liberalismo económico durante el siglo XIX, anclado en el libre comercio y el patrón oro, en su propia dinámica de expansión y mercantilización engendraba contradicciones financieras y sociales que, de no mediar un movimiento alternativo que lo restringiera y supeditara sus inestabilidades a un control democrático, daría paso a crisis que no solo desestabilizarían la economía, sino que abrirían paso a soluciones conservadoras (fascismo).

[cita tipo= «destaque»]Mientras el liberalismo económico en Occidente ha resultado en un capitalismo sin freno ni cortapisas, engendrando crecientes contradicciones, las únicas fuerzas que han emergido como “contramovimiento” han sido las del nacionalismo anclado en la idea de organicidad de la comunidad (he ahí el rechazo al inmigrante) y fuertemente proteccionista, poniendo en jaque el liberalismo político (democracia procedimental). El 2016 será el año del fin del liberalismo como discurso hegemónico y práctica, no en manos de fuerzas democráticas, sino del más peligroso nacionalismo populista de derecha.[/cita]

En efecto, de acuerdo al sociólogo alemán Wolfgang Streeck (2016) y la UNCTAD en su reciente Trade and Development Report 2016, desde los 80 el ‘capitalismo desatado’ ha desplegado tres tendencias seculares que, articuladas, han construido un escenario crítico. Ante la incapacidad de la izquierda de presentar un programa pragmático y radical, y la complacencia de la socialdemocracia con el liberalismo, han abierto las puertas al nacionalismo conservador como alternativa.

Dichas tendencias son: incremento de la desigualdad, financiarización y estancamiento económico secular.

Como consecuencia del ciclo de políticas neoliberales que aumentaron el poder del capital en relación con el trabajo desde los 80 (caída del poder de sindicatos, junto al desmantelamiento del Estado de Bienestar, quebrando el consenso en torno al aumento paralelo de la productividad laboral y los salarios reales y el surgimiento en Europa del “precariado” –ver, sobre esto, Kochan (2013)–, la desigualdad de ingresos se profundizó. De hecho, de acuerdo a la OECD, si durante los 80, el 10% más rico ganaba siete veces lo que obtenía el 10% más pobre, esto aumentó a 8 veces en los 90, a 9 en los 2000, llegando a 9.6 actualmente.  A su vez, mientras los ingresos del 10% más rico han aumentado un 50% desde 1985, los del 10% más pobre solo un 14%, profundizando la desigualdad (ver gráfico 1).

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Esta presión al fortalecimiento de la desigualdad inherente a la dinámica capitalista (que fuera descrita por gran parte de la tradición de la economía política, desde Sismondi, Marx, Veblen, Keynes y, últimamente, Piketty), no solo mina la cohesión social –fuente de la estabilidad democrática– sino que frena el crecimiento vía un conjunto de mecanismos, entre los cuales destaca la baja inversión en capital humano por parte de la población, la deslegitimación social del tipo de crecimiento y el estancamiento de la demanda efectiva.

Lo anterior ha puesto presión a la creciente financiarización de la economía capitalista (UNCTAD, cap. 5; Fine, 2012; Palma, 2009).

Primero, vía el creciente endeudamiento de la población, de forma tal de mantener su estándar de vida mínimo, a pesar de su condición laboral precaria y la caída del salario real, lo que el sociólogo Colin Crouch ha denominado el “keynesianismo privatizado”.

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Segundo, ante la caída de la demanda efectiva y la liberalización financiera, comienza una restructuración de las decisiones corporativas, pasando del uso de excedentes para reinversiones productivas a su redistribución a accionistas, autoadquiciones de acciones y especulación financiera (Lazonick, 2014). Aquella situación quiebra el segundo consenso de posguerra (el primero, como comentamos, era la correlación positiva entre productividad y salario real): la ganancia privada se traducía en inversiones productivas que expandían las capacidas de la economía (reforzando la productividad, mejorando salarios, etc.).

El resultado general es una tendencia al estancamiento del crecimiento del PIB per cápita, unido a una caída de la formación bruta de capital (FBCF) en el total del producto (gráfico 2), lo que el ex Secretario del Tesoro de EE.UU., Larry Summers, ha denominado “el estancamiento secular de la economía”. Como sostiene Streeck (2016), las tres tendencias se retroalimentan: la financiarización profundiza las desigualdades (quebrando el vínculo ganancia/inversión, aumentando el espiral de deuda y redistribuyendo los excedentes hacia los rentistas financieros), esta restringe la demanda efectiva, frenando la inversión, haciendo caer el producto y generando nuevos incentivos hacia la financiarización corporativa.

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La crisis financiera del 2008 fue un claro desenlace (que aún no acaba) de dicho círculo vicioso (ver el esclarecedor análisis de Stockhammer, 2012). La espiral de deuda-desigualdad-bajo crecimiento que venía desde los 80 estalló el 2008 en la crisis que se esparció por todo el mundo desarrollado. Y, a partir de allí, el ciclo de políticas típicamente liberales de austeridad conducida por gobiernos en su mayoría socialdemócratas (recortes públicos, flexibilización laboral, caída de salarios, etc.) para reactivar la economía, no solo han tenido escaso efecto, sino que han terminado por consolidar un sujeto ‘en sí y para sí’ que ha sepultado el consenso liberal. Los rednecks, chavs, canis y precarios, comienzan a remecer el escenario político occidental. Han roto su confianza con los canales formales de transmisión política, han quebrado con la elite socialdemócrata y liberal y abierto la puerta a la posibilidad de la emergencia de nuevas formas de política y nuevos proyectos outsiders.

En ese claroscuro, en esa derrota hegemónica del consenso que mantenía a los partidos socialdemócratas y de derecha unidos en un círculo de alternancia en el poder, la izquierda radical también fue incapaz de aprovechar políticamente dicho descontento y malestar producto de las tensiones inherentes y seculares del capital. Es verdad que se ha avanzado, particularmente con la derrota al ‘blairismo’ en el laborismo inglés de la mano de Corbyn y la emergencia de Podemos en España, pero si el PSOE está en bancarrota, Podemos tampoco ha triunfado, consolidando el gobierno continuista del PP, mientras Grecia (la otrora gran esperanza de la izquierda) ha terminado en un esquizofrénico gobierno que critica lo que aplica, apoyando movilizaciones callejeras contra sus propias políticas.

En ese punto muerto entre las fuerzas políticas, el Brexit removió el tablero y abrió los ojos a un nuevo actor político: el nacionalismo populista de derecha como fuerza activa, en pie de guerra, cual Eduard Limonov y su banda de lumpenproletarios fascistas rusos.  Bajo el principio de “retomar el control”, las bases empobrecidas por años de desindustrialización y control de la City (básicamente toda Inglaterra, a excepción del centro que gira en torno a Londres), anclaron su voto de protesta en la idea de ‘nación’ (y su ideal de comunidad orgánica imaginada): tomar el control de las fronteras, quebrar con la camisa de fuerzas de la UE y, por supuesto, utilizar al inmigrante como el chivo expiatorio.

Lo que comenzó Brexit en UK lo consolidó el triunfo de Trump en Estados Unidos. La quiebra de la hegemonía Demócrata-Republicana no pudo ser capitalizada ni por “Occupy Wall Street” (estrategia radical) ni por Sanders (estrategia socialdemócrata radical). Otra vez, es verdad que se ha avanzado (se estuvo a un paso de triunfar en el Partido Demócrata), pero tampoco se fue capaz de resistir el auge nacionalista y populista de la derecha encarnada en Trump.

Quien articuló el descontento de las masas endeudadas norteamericanas fue otra vez la vuelta a la idea conservadora, acaso fascista, de la ‘nación’: “Make America great again!”, bajo un fuerte discurso proteccionista, anti-Libre Comercio, contrario al TPP y profundamente racista, logró presentarse como la fuerza más activa a la hora de dar sentido y coordinar el descontento hacia un objetivo y relato político. La rebelión de la clace obrera blanca, la denominó el Washington Post.

Mientras el liberalismo económico en Occidente ha resultado en un capitalismo sin freno ni cortapisas, engendrando crecientes contradicciones, las únicas fuerzas que han emergido como “contramovimiento” han sido las del nacionalismo anclado en la idea de organicidad de la comunidad (he ahí el rechazo al inmigrante) y fuertemente proteccionista, poniendo en jaque el liberalismo político (democracia procedimental). El 2016 será el año del fin del liberalismo como discurso hegemónico y práctica, no en manos de fuerzas democráticas, sino del más peligroso nacionalismo populista de derecha.

La Geopolítica de la bancarrota liberal

En el contexto de bancarrota económica (austeridad, financiarización, PIB en un estancamiento secular) y política (nacionalismo reaccionario) del Occidente otrora liberal, no es disparatada la duda de si seguirá siendo la articuladora del sistema internacional. ¿Puede hoy Occidente continuar su hegemonía?

Mientras Occidente se estanca, China, y su nacionalismo productivista, no solo ha logrado ser la fábrica del mundo, la fuente principal de la deslocalizacón de las empresas multinacionales occidentales a lo largo de los 90 y 2000, sino que ha escalado a pasos agigantados en las cadenas de valor globales en sectores industriales de alto valor agregado (los ejemplos paradigmáticos en el sector electrónico son Huawei, Midea, Gree, ZTE, TCL y Galanz, y en el sector de automóvil, Geely). Dicho dinamismo interno le ha permitido sortear la crisis financiera del 2008 y mantener un crecimiento alrededor del 8% en el período actual (tabla 1) y, por una fuerte inversión productiva vis a vis, el raquítico crecimiento occidental conducido por las oligarquías rentistas financieras (gráfico 3).

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Paralelo a ello, China se encuentra en una novedosa empresa estratégica: devenir en el nuevo banquero del mundo. Estados Unidos no ha podido impedir que Reino Unido, Alemania y Australia se hayan unido, junto al manifiesto interés de Rusia, al proyecto del Banco Asiático de Inversiones promovido por China, mientras el Nuevo Banco del Desarrollo, con sede en Shanghái, promete superar al Banco Mundial como centro de financiamiento para la periferia del sistema mundial.

A su vez, Rusia ha demostrado su poderío militar (que EE.UU. pensaba obsoleto) y voluntad explícita de no supeditarse al mandato norteamericano a lo largo de las intervenciones en Ucrania o Siria, advirtiendo que, junto a su poder nuclear, puede asumir perfectamente el rol de “guardia del mundo” que ocupa, temporalmente, Estados Unidos.

Lo cierto es que la rebelión militar rusa y el poderío chino ocurren en un momento crítico del régimen liberal de Occidente. En esta ‘coyuntura crítica’, solo los más fuertes podrán reacomodar las piezas y amoldarlas a su antojo, y estos nuevos agentes poderosos, en la arena internacional, son el nacionalismo productivista chino y el nacionalismo nepotista ruso.

El nacionalismo (en todas sus variantes, nepotista, productivista o populista) vuelve, como fuerza económica y militar, desmantelando el ‘cosmpolitismo’ liberal de los 90.

Síntesis: El momento de Polanyi

Como comentábamos en la primera parte, Polanyi advertía que ante la bancarrota del liberalismo (crisis, inestabilidad, desigualdad, etc.), tanto como forma de régimen internacional (patrón oro) y forma de construir sociedad (‘sociedad de mercado’ guiado por la institucionalización de las ‘mercancías ficticias’), la sociedad, espontáneamente, reaccionaría buscando instaurar un conjunto de mecanismos de protección políticos y sociales. Estos mecanismos implicarían ‘rearraigar’ las fuerzas del mercado a criterios anclados en alguna idea de comunidad (o, como decía Weber, sobreponer una racionalidad material a la racionalidad formal del capital).

El socialismo como proyecto histórico (heredero de la tradición del republicanismo democrático), representaba una salida democrática a la crisis liberal, una particular forma de rearraigar al mercado vía novedosos mecanismos deliberativos. Pero, advertía Polanyi, el socialismo no era el único proyecto de ‘comunidad’ disponible para reconducir la economía: el arraigo en la tradición, en el romanticismo conservador anclado en diferentes instituciones (religión y nacionalismo como las principales) era una fuerza real que colonizó el descontento: el fascismo y al nazismo derivaron en las salidas reaccionarias a la crisis liberal (reacciones, por cierto, apoyadas fuertemente por las asociaciones capitalistas ante la amenaza democrática del socialismo).

La situación hoy se acerca a dicho contexto. La retroalimentación entre  profundización de las desigualdades, financiarización de la economía y estancamiento secular del crecimiento, llevados en sus hombros por una oligarquía rentista liberal, quebró los pilares que sostenían el compromiso social con el régimen: el precario, el chav, redneck, cani, la clase trabajadora en tiempos del neoliberalismo, a fin de cuentas, votaron contra la elite. Pero en ese quiebre hegemónico del compromiso socialdemócrata-liberal, la izquierda radical como alternativa no supo anteponerse a la emergencia nacionalista conservadora.

Aquello ocurre en un contexto donde los nacionalismos nepotistas y productivistas, y su poderío militar y económico, quiebran la hegemonía occidental. El liberalismo, ahogado en sus propias contradicciones, no se sostiene ni nacional ni internacionalmente.

La democracia como forma de gobierno es la gran derrotada en todo este escenario: la oligarquía rentista hija del neoliberalismo ha sacrificado su propio régimen político para sostener su, raquítico, orden económico. En ese escenario, la dictadura tecnocrática china muestra su superioridad económica en lo que se refiere a acumulación de capital, imponiéndose como potencial líder hegemónico. Al parecer, y a pesar de la ciencia política liberal, la dictadura parece, hoy por hoy, ser un gran aliado de la acumulación capitalista pujante y estable: más de algún capitalista occidental comienza a mirar con admiración la ‘disciplina’ y ‘visión de largo plazo’ del gigante asiático.

En este contexto, de crisis, bancarrota y peligro de la democracia como forma de gobierno, una salida que haga la batalla tanto al nacionalismo populista de derecha como a la destrucción del liberalismo económico y que proponga una revitalización de la democracia tanto como deliberación política y gobierno económico deviene una necesidad.

No hace falta recordar que esa posición ha sido el principio rector de la tradición socialista que, aún en pañales, comienza a reemerger ante el derrumbe del Occidente neoliberal. Quizás hoy, paradójicamente, sea el socialismo el que pueda salvar los valores perdidos de Occidente.

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