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Una nueva hierocracia para Afganistán y el dilema de la no intervención versus la exigencia de derechos humanos Opinión Crédito: Reuters

Una nueva hierocracia para Afganistán y el dilema de la no intervención versus la exigencia de derechos humanos

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Hoy, cuando muchos Estados se debaten entre el principio de la no intervención, emergido desde el estadocentrismo de Westfalia en 1648 y que impide a un gobierno intervenir en los asuntos internos de otro, y la moderna pretensión de la universalidad de los derechos humanos, que exige el respeto de las libertades individuales desde la época revolucionaria francesa, el puente aéreo de Kabul es la última burbuja de esperanza para cientos de miles que esperan ser evacuados. 


Ahora, cuando las invasiones recientes sobre Afganistán parecen adentrarse en el pretérito, con un ciclo largo que comienza y termina en el aeropuerto de Kabul –lugar en el que el 27 de diciembre de 1979 el 105 regimiento de guardias aerotransportados de las FF.AA. soviéticas inició su ocupación, y donde hoy se apostan las últimas tropas de Estados Unidos tratando de evacuar a sus ciudadanos, aliados y afganos vulnerables, con el próximo 31 de agosto como fecha límite–, la pregunta que ronda es si acaso asistiremos a un nuevo gobierno radical del Talibán, tal como aquel que tuvo lugar entre septiembre de 1996 y octubre de 2001.

De hecho, hace casi 25 años el presidente Rabbani se retiraba de la ciudad –al igual que su sucesor Rashaf Ghani hace una semana–, quedando la resistencia al mando del general Masud, que se refugió en las montañas de noreste. Desde sus bases en Kandahar, el Consejo o Shura de los Talibanes emitió un decreto estableciendo un Gobierno Provisional de 6 mullahs (“maestro” religioso de carácter originalmente local). Entre las primeras medidas estuvieron la lapidación de adúlteros y la amputación de extremidades a quienes robaran.

Enseguida se estableció la prohibición de escuelas femeninas y de trabajo fuera de la casa a las mujeres, limitación inspirada en la purdah (exclusión de la mujer de la esfera pública, confinándola a la vida privada, sin ningún tipo de vínculo con varones no parientes directos), práctica del norte del subcontinente indio que poco tiene que ver con el Islam. Se puso punto final a la educación y al trabajo remunerado femenino, el sufragio de la mujer y a la abolición del velo tradicional, todos parte de una legislación de una monarquía modernizadora de la década del veinte del siglo pasado. El nuevo orden se simbolizó en la obligatoriedad del uso de la burka para ellas, cubriéndolas de los pies a la cabeza, solo con una rejilla a la altura de los ojos que le permitiera ver. Sin embargo, no hay que engañarse en este sentido, la situación de las mujeres se había deteriorado desde el golpe de Estado de abril de 1973, que abrió la etapa de guerra civil. Y como sabemos desde enfoques de género en relaciones internacionales, con la obra pionera de Ann Tickner (1992), los contextos bélicos afectan de forma diferente a las mujeres y a los hombres en función de relaciones de poder y roles sociales.

Simultáneamente a la conquista del poder Talibán, con excepción de los focos rebeldes de la Alianza del Noreste, en torno al valle de Panjshir (mismo en que el vicepresidente afgano resiste hoy), se alcanzó un equilibro, aunque en buena medida producto del miedo, para colocar fin a 23 años de beligerancias. Al frente se impuso la figura casi legendaria del Mullah Omar, rodeado por el aura de un relato mítico de sus orígenes. La leyenda del grupo contaba que se había formado a partir de la visión de este hombre, que había perdido un ojo en las guerras contra los invasores foráneos, en la que el Profeta Mahoma le ordenaba detener el desangramiento de su país. El legendario veterano era el Mullah Omar, un hombre tan misterioso que se supo de su muerte en 2015, alrededor de 2 años después de su deceso efectivo. Los “estudiantes” de las madrasas de Peshawar y otras ciudades pakistaníes con presencia de la etnia pastún, se unieron a un carismático líder, reclutando combatientes desde campos de refugiados afganos.

[cita tipo=»destaque»] El retroceso del imperialismo, sea del signo que sea, parece una buena noticia, pero ¿qué se puede decir cuando trae aparejada la imposición de estilos de vida que causan angustia y sufrimiento a amplios segmentos de una población? Se trata del corolario de una agresiva política de identidades tradicionales excluyentes, que no se contenta con la restitución de la riqueza de la diversidad social, sino que despliega respuestas sectarias e intolerantes a cualquier otra forma de vida que no sea la propia.  Frente a ello no cabe el doble rasero.[/cita]

A fines de la de la década del noventa del siglo pasado, las comunicaciones terrestres fueron restablecidas. Sin embargo, los principales vínculos exteriores del régimen de los mullahs fueron apenas Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Pakistán. Opio y cultivo de amapola pasaron a ser fuente de recursos para el gobierno Talibán, cuyo último acto de resonancia internacional fue dinamitar, en marzo de 2001, las gigantescas estatuas de los Budas de Bamiyán del siglo V. En octubre de ese año, el régimen de Kabul quedó en la mirilla de Washington, que, determinado a capturar a Osama Bin Laden y a desarticular los refugios de Al Qaeda, comenzó por el ataque contra los talibanes insumisos a decisiones que obedecían a objetivos mediáticos y de liderazgo interno de Estados Unidos y que no colocaban en riesgo a la economía internacional.

Una vez desalojados, los talibanes apelaron al histórico identitarismo islámico, que trascendía a su propia organización y que había permitido sobrevivir a la diversidad étnica y tribal de un país enfrentado en los últimos 200 años a iranios, británicos, rusos, soviéticos y ahora a los Estados Unidos. En la lucha marcada por la asimetría de los contendientes, los talibanes prevalecieron mediante la apelación a la singularidad basada en la estricta observancia de la interpretación de su fe, que les exigía morir si era necesario por su identidad. Como dijo el diplomático de Estados Unidos Richard Holbrooke, arquitecto de los acuerdos de Dayton para Bosnia y experto en el enfrentamiento en Vietnam, “a una Guerrilla para ganar le basta no perder”. Es lo que hicieron los talibanes pacientemente desde su primer contraataque en 2003, esperando un cambio de marea que recién vino 10 años después, y que obligó a Obama a pensar en la salida, la que sin embargo recién se acordó “por separado”, conforme a la política de Trump, en Doha hacia febrero de 2020.

Entre la guerrilla doméstica y del refugio en Qatar de la dirigencia, emergió una nueva generación de talibanes, entre otros el mawlawi Haibatulá Ajundzada, autoproclamado Emir, junto al clérigo Abdulghani Baradar, el primer diputado Sirajuddin Haqqani, y el hijo del Mullah Omar, Mohammad Yaqoob. Se notan conocedores de las nuevas tecnologías y técnicas de las comunicaciones, además de forjarse como hábiles negociadores diplomáticos, como lo evidencia el respaldo de Beijing y Moscú, además de potencias regionales como Qatar. Entonces la pregunta inmediata es; ¿se reeditaran las antiguas ejecuciones, la violencia sistemática contra mujeres, niñas, minorías étnicas –los hazaras– y la oposición política? Y aunque la paradoja de Teseo exige aguardar un tiempo para saber si su promesa de “respetar a las mujeres y las libertades” es espuria o sincera, el miedo se ha instalado en las calles de Kabul. La Constitución de 2004 es letra muerta y solo se ha ofrecido amnistía. A pesar de lo anterior, valientes mujeres han liderado las primeras protestas, sin olvidar que algunas personas han muerto en enfrentamientos, reavivando los rumores de persecución.

Las nuevas autoridades tienen confianza en que, a pesar de no controlar todo el compartimentado Estado y restándole el Valle de Panjshir, la obediencia social está cimentada en que se depongan de la armas por parte de un Ejército que se desmovilizó inmediatamente después de la salida de Estados Unidos. Kabul cayó casi sin luchar, debatiéndose entre el terror por una parte y el anhelo de estabilidad por otra. En las afueras de la capital se encuentra el mundo rural, que corresponde al 85% del país, y que en algunas regiones habría acogido a los talibanes. Precisamente de ahí proviene la fortaleza talibán: de la tradición de una identidad militante que rechaza la innovación occidental, incluida buena parte del catálogo de derechos derivados de la positivación de los derechos humanos.

Y de ahí proviene el nuevo dilema para la sociedad internacional. El retroceso del imperialismo, sea del signo que sea, parece una buena noticia, pero ¿qué se puede decir cuando trae aparejada la imposición de estilos de vida que causan angustia y sufrimiento a amplios segmentos de una población? Se trata del corolario de una agresiva política de identidades tradicionales excluyentes, que no se contenta con la restitución de la riqueza de la diversidad social, sino que despliega respuestas sectarias e intolerantes a cualquier otra forma de vida que no sea la propia. Frente a ello no cabe el doble rasero, como el que alerta el periodista argentino Alejo Schapire en su libro La traición progresista (2021).

Hoy, cuando muchos Estados se debaten entre el principio de la no intervención, emergido desde el estadocentrismo de Westfalia en 1648 y que impide a un gobierno intervenir en los asuntos internos de otro, y la moderna pretensión de la universalidad de los derechos humanos, que exige el respeto de las libertades individuales desde la época revolucionaria francesa, el puente aéreo de Kabul es la última burbuja de esperanza para cientos de miles que esperan ser evacuados. Muchos y muchas quedarán atrás. Se trata del prólogo de una nueva oleada de refugiados que se unirán al total de 82,4 millones que ya pululan en el mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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