La batalla por la hegemonía cultural −dice el intelectual español Carlos Fernández Liria en un texto donde interpreta el pensamiento del filósofo Antonio Gramsci −es una “laboriosa guerra de trincheras, pero que se desarrolla en un plano discursivo”. En este sentido, explica, de lo que se trata es que las partes enfrentadas encuentren significantes, formas o términos vacíos o ambiguos (como “patria”, “libertad” o “progreso”) que se puedan llenar o calzar con significados, ideas o sentimientos que impregnan de incomodidad o ilusión el ambiente (por ejemplo, la idea del Rechazo acerca de una “refundación del país”, de “destruir Chile fraccionándolo en múltiples naciones” o de “irrespeto o traición a los emblemas que representan la nación”). El escogimiento más o menos inteligente de aquellos significantes o signos permitiría, en consecuencia, construir una identidad popular sobre la que se puede pretender, con mayor o menor acierto al cabo, una legitimidad universal.
Fernández deja en claro, por último, que la cruzada por la hegemonía cultural no es ficticia: consiste en la construcción de relatos, mitos, historias y, en fin, ficciones, entre las cuales puede que sea la más importante la “ficción de un interés general”.
De esto se pueden colegir varias lecciones, si no enseñanzas olvidadas por la centroizquierda y, en general, por los movimientos y agentes sociales que adhirieron a la opción de aprobar la propuesta de nueva constitución de la Convención. Ellos, posiblemente confiados, algunos desgastados políticamente por los asuntos contingentes que afectan al gobierno que apoyan (un gobierno joven y novel, por cierto), o bien, demasiado idealistas o románticos, pensaron que podían persuadir sin más al electorado sobre la base de aquellas convicciones profundas que los mueven, olvidándose de cómo podían comunicar estas en pequeñas secuencias impactantes que las reunieran en una sola trama simple y expresiva junto con:
En esto la opción del Rechazo obró, tal vez, con un sentido estratégico feroz a la vez que acertado. En primer lugar, se guardó mucho de no incurrir en un triunfalismo, lo que le granjeó una apariencia de modesto. Segundo, se guardó también de egocentrismos, al punto de que los actores políticos de la derecha se invisibilizaron a sí mismos en momentos claves de la campaña, el acto de cierre e incluso cuando hubo que dar las primeras impresiones acerca del triunfo. Tercero, espoleó la emocionalidad del 60% del electorado recurriendo a unos códigos culturales intransables de la sociedad chilena y, además, a ficciones o sugerencias sobre cómo el chileno promedio debía interpretar su realidad cotidiana. Todo esto se promocionó con el más ingenioso marketing emocional −y de la mano acaso de los mejores consultores o agencias de publicidad −, cuyo despliegue podríamos resumir de esta manera:
Muchas de estas acertadas estrategias de hegemonización no se dieron en la otra vereda (la del Apruebo), por lo que se debería tomar humildemente nota de ellas, no para disfrazar un interés o acaparar tramposamente votos, sino para prevenir justamente estas trampas y potenciar el discurso propio. Y hacerlo no únicamente en la campaña de un potencial próximo plebiscito ratificatorio de una nueva propuesta constitucional, sino también en la persuasión ex ante del universo de actores que intervendrán en el desarrollo de la misma.
Para finalizar, hay algo de cierto en la estética de Jaime Guzmán, el ideólogo de la Constitución del 80, retratada en la popular serie 12 días que estremecieron a Chile (Chilevisión). Ahí este abogado y político de la UDI, después de ser acusado por su alumno de elaborar una carta magna a base de sangre, reivindica algo que, si bien no es en modo alguno una verdad absoluta, merece consideración, en el entendido de que, como seres humanos, nuestra racionalidad no responde únicamente a argumentos o presupuestos filosóficos zurcidos milimétricamente, sino también a impresiones y emocionalidades que los complementan y que, en dado caso, pueden llegar incluso a usurparlos. Guzmán dice ahí, alzando el índice y frunciendo el ceño con oscuridad, después de despreciar el hecho de que el estudiante se concentre discursivamente solo en el proyecto de sociedad que defiende sin atender a cuestiones terrenas:
«Un país no es un trozo de tierra. No es las personas que lo gobiernan, ni siquiera su gente. Un país son sus leyes, son sus ‘creencias’. La gente muere, pero los sistemas viven. Los países viven. Así que ¿sabe qué? Siga luchando todo lo que usted quiera. ¡Póngase la capucha! ¡Siga gritando sus consignas por la Alameda! ¡Siga peleando una guerra que nadie [le] entiende! ¿Pero sabe lo que va a pasar? La señora Norma [o Juanita] igual va a elegir al candidato que finalmente le regale un pollo el día domingo.»
El alumno le replica al final, con voz apesadumbrada y negando con la cabeza aquella simplificación de lo humano: “Eso es limosna. Eso es miseria”. De esta suerte, los partidarios del Apruebo, que parecían encarnar por antonomasia el proyecto de una nueva constitución, deberán encargarse de aquí en más que esos signos de apremio (que responden también al “principio de orquestación” [de ideas o ficciones repetidas hasta el cansancio]), que amenazan la sobrevivencia cotidiana del ciudadano chileno, no se impongan en el discurso la próxima vez, postergando por más años las necesidades que históricamente se han sobrellevado con injusticia y que se aspira a superar por fin por la vía de una nueva carta magna. Todo esto considerando, además, el efecto de transposición que se ha producido (y que responde al principio de comunicación política del mismo nombre): pues en la medida que el Apruebo promocionó una propuesta constitucional fallida, sus prosélitos (y no los del Rechazo) pasan a tener la apariencia de ser los únicos culpables de que la crisis social no tenga solución todavía (aun cuando en el Rechazo haya muchos que han rechazado a priori sin nada en mano, viendo en esto, desde el comienzo, un mero juego político por la conservación de la constitución de Pinochet).