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Axel Kaiser: el intelectual orgánico
La crítica a Kaiser no es personal, sino estructural. Su papel en el ecosistema ideológico de la nueva derecha liberal no consiste en producir conocimiento, sino en elaborar y difundir discursos que buscan reorganizar el sentido común en clave revisionista.
En 2013, Axel Kaiser publicó en un conocido diario nacional la columna “¡La educación no es un derecho!”. El 20 de junio de ese mismo año respondí en El Mostrador, señalando que, si bien la educación no constituye un derecho per se, las sociedades deciden históricamente transformarla en uno por razones que van desde la igualdad de oportunidades hasta la cohesión democrática. También invité al entonces joven Kaiser a reconsiderar su postura y evaluar sus consecuencias políticas.
Hoy, más de doce años después, Kaiser ha radicalizado sus posiciones y se ha transformado en un productor sistemático de ideología. Su trayectoria reciente, especialmente su último libro, lo ubica con claridad en el papel descrito por Antonio Gramsci como el de un intelectual orgánico: aquel que no escribe desde la neutralidad, sino desde la lógica de un proyecto político que busca moldear el sentido común.
Su obra más reciente, Nazi-comunismo: Por qué marxistas leninistas y nazis son gemelos ideológicos (Ariel, 2025), no puede leerse como un ejercicio aislado de interpretación histórica. Representa más bien la culminación de un esfuerzo continuo por construir una narrativa funcional a la nueva derecha liberal. La recepción del libro así lo muestra: especialistas en marxismo, actores políticos y sectores amplios de la ciudadanía han advertido su carácter polémico. Claudio Aguayo-Bórquez, entre otros, ha desmantelado con precisión la operación intelectual de Kaiser, evidenciando que su equivalencia entre marxismo, nazismo y fascismo no proviene de la investigación rigurosa, sino de una voluntad política: borrar diferencias fundamentales para obtener un efecto ideológico inmediato.
Al mismo tiempo, las ideas de Kaiser han sido celebradas con entusiasmo en sectores conservadores. Es el caso de Lucía Santa Cruz, académica de la Universidad Adolfo Ibáñez y colega universitaria de Kaiser, quien en conversatorios y columnas —como la publicada en El Mercurio el 12/12/2025— sostiene que el libro presenta “sólidas evidencias” de un supuesto origen común entre comunismo, nazismo y fascismo. Lo que se presenta como evidencia es, sin embargo, una mezcla de confusiones conceptuales, derivaciones políticas atroces interpretadas como fundamentos doctrinales y un uso selectivo y descontextualizado de citas del pensamiento marxista. Esta validación no constituye un debate académico, sino una estrategia para instalar un relato, elevarlo a la categoría de verdad y convertirlo en sentido común disponible para el combate ideológico.
La tesis de Kaiser se desmorona con rapidez cuando se confronta con los hechos. Filosóficamente, el marxismo parte de un universalismo humanista preocupado por las condiciones materiales de existencia, la igualdad sustancial y la emancipación del trabajo. El nazismo, en cambio, se funda explícitamente en el racismo biológico, la jerarquía naturalizada y la negación de la igualdad humana. Históricamente, el nazismo se concibió a sí mismo como enemigo mortal del marxismo; no solo no comparten un origen, sino que chocan de manera frontal en su estructura ética y política. Confundir regímenes comunistas autoritarios del siglo XX con la filosofía de Marx equivale a confundir el cristianismo con la Inquisición o la Ilustración con el colonialismo: un gesto intelectualmente inaceptable que solo prospera cuando se busca producir efectos políticos inmediatos, no análisis rigurosos.
El marco de Gramsci permite comprender mejor esta operación. Para el pensador italiano, toda fuerza política que aspira al poder necesita intelectuales orgánicos capaces de organizar, difundir y naturalizar su visión del mundo. No se trata de eruditos neutrales, sino de productores de categorías, lenguajes y relatos que den cohesión a un proyecto político. En este sentido, Kaiser no describe el mundo: lo diseña simbólicamente para que la nueva derecha liberal encuentre en él un reflejo validado por una supuesta autoridad académica.
La secuencia es reconocible. Kaiser escribe un libro que aparenta rigor histórico; figuras conservadoras lo celebran como aporte académico; los medios lo difunden sin cuestionamiento metodológico; y la ciudadanía, expuesta a este circuito, incorpora como sentido común la idea de que comunismo, nazismo y fascismo son expresiones equivalentes de un mismo impulso totalitario. Esa idea, a su vez, legitima proyectos políticos contemporáneos que se declaran libertarios o defensores de la libertad, pero que construyen su propuesta sobre la demonización de cualquier política social. Es imposible desligar esta operación discursiva de las agendas que hoy se observan en gobiernos como los de Milei, Trump y Meloni, donde la reducción de derechos se presenta como liberación y la destrucción del Estado social como modernización.
Un elemento especialmente preocupante de la tesis de Kaiser es su caracterización del marxismo —y por extensión del comunismo y de cualquier proyecto progresista que defienda derechos sociales— como una fuerza “mefistofélica”, es decir, demoníaca, invocando al Mefistófeles de Fausto. Este recurso literario no es inocente: es un mecanismo para descalificar moralmente cualquier movimiento político que sostenga la solidaridad por sobre la caridad, la universalidad de derechos por sobre el voucherismo o la dignidad laboral por sobre la flexibilidad extrema. Si lo “demoníaco” es garantizar condiciones materiales para la libertad real, entonces la libertad queda reducida a la esfera del mercado y despojada de su dimensión social y política.
El riesgo democrático de esta amalgama falsa es profundo. Cuando se diluyen las diferencias entre doctrinas, prácticas históricas y regímenes políticos, se desarma la capacidad ciudadana para interpretar la realidad con matices. Se criminalizan ideas legítimas, se naturaliza la desinformación como herramienta política y se debilita el espacio público como lugar de discusión razonada. Si todo lo que no coincide con la derecha liberal es potencialmente “totalitario”, entonces la derecha liberal aparece como la única forma legítima de libertad, cerrando el horizonte democrático.
Por estas razones, la crítica a Kaiser no es personal, sino estructural. Su papel en el ecosistema ideológico de la nueva derecha liberal no consiste en producir conocimiento, sino en elaborar y difundir discursos que buscan reorganizar el sentido común en clave revisionista. Como ha señalado Aguayo-Bórquez, el libro de Kaiser no es un texto académico sino un ejercicio de “propaganda revisionista y deshonestidad intelectual”.
En un contexto de disputa por el significado mismo de la democracia, dejar pasar estas operaciones sin cuestionarlas implicaría renunciar a la responsabilidad cívica y al rigor intelectual. Nombrar con precisión el fenómeno es indispensable: Axel Kaiser se ha convertido en el intelectual orgánico de un proyecto político que se esfuerza por instalar equivalencias falsas y simplificaciones peligrosas. Y frente a ello, el silencio no es una opción.
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