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Política exterior chilena: la diplomacia que la Corte se llevó Opinión

Política exterior chilena: la diplomacia que la Corte se llevó

José Rodríguez Elizondo
Por : José Rodríguez Elizondo Periodista, diplomático y escritor
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Durante los últimos siete años la parte estratégica de nuestra política exterior ha estado inmersa en la judicialización. Duro para Chile, pues significa que su diplomacia ha mutado en jus-diplomacia y que su soberanía depende, en parte importante, del comportamiento de litigantes y jueces extranjeros En vísperas de nuevos alegatos ante la Corte Internacional de Justicia, por la demanda de Bolivia, nuestra ensimismada clase política debiera asumir el fenómeno, no para buscar culpables, sino para tomar medidas de fondo y de Estado. Estos apuntes y sus citas de autoridad quizás la ayuden a entender por qué pasó lo que está sucediendo, sea cual fuere el fallo definitivo de los jueces.


Durante los últimos siete años la parte estratégica de nuestra política exterior ha estado inmersa en la judicialización. Duro para Chile, pues significa que su diplomacia ha mutado en jus-diplomacia y que su soberanía depende, en parte importante, del comportamiento de litigantes y jueces extranjeros  En vísperas de nuevos alegatos ante la Corte Internacional de Justicia, por la demanda de Bolivia, nuestra ensimismada clase política debiera asumir el fenómeno, no para buscar culpables, sino para tomar medidas de fondo y de Estado. Estos apuntes y sus citas de autoridad quizás la ayuden a entender por qué pasó lo que está sucediendo, sea cual fuere el fallo definitivo de los jueces.

La judicialización de nuestra política vecinal nos distancia del paradigma diplomático vigente. Ese que comenzó a perfilarse en plena Guerra Fría, desde las cancillerías de las grandes potencias y que muestra, entre otras, las siguientes tendencias:

– Profesionalización integral

– Profesionales formados en la multidisciplinariedad

– Reconocimiento de que estrategia y diplomacia son integrables

– Métodos de trabajo conjunto con las instituciones de la Defensa

– Equilibrio virtuoso entre el derecho y la creatividad

–  Imaginación prospectiva como destreza laboral

– Técnicas de negociación sofisticadas

– Transparencia en mayor medida de lo posible

En principio, este paradigma colisionó con la vieja manera de hacer las cosas. Henry Kissinger, uno de los innovadores más audaces (al margen del juicio ético que merezca su trayectoria política), cuenta en su libro La Diplomacia que los cambios que impulsó como Secretario de Estado solían chocar con “las tradiciones legalistas” del establishment norteamericano.

En zona gris

En los conflictos macro, las nuevas tendencias potencian la negociación diplomática, dejando el derecho en las asesorías y subordinando las movidas propias de la disuasión. El metafórico y cuadriculado tablero de ajedrez ha cedido el paso, como plataforma, a esa zona gris que el politólogo de Harvard, Joseph S. Nye, denomina “poder suave”.

[cita] Es lo que sostuve y sigo sosteniendo. Una negociación inteligente con el Perú nos habría dado mejores resultados, porque supone concesiones recíprocas y no un juego de suma cero. No es inteligente negociar cuando una parte no puede ganar nada, que fue lo que nos sucedió ante la Corte. Además y de rebote, esa negociación inteligente habría abortado la demanda de Bolivia, que nació como efecto-demostración de la demanda peruana… y tampoco nos da margen de ganancia.[/cita]

Pero ojo: esa suavidad no equivale al fin de la fuerza. Más bien refleja el punto de equilibrio entre la letalidad de las armas modernas, el costo económico que significa su empleo y la proyección externa del prestigio de las naciones. Como escribiera el historiador militar británico Basil H. Liddell Hart: “Al llevar la destructividad al extremo del suicidio, el poder atómico está estimulando y acelerando la vuelta a los métodos indirectos, que son la esencia de la estrategia”. En las grandes cancillerías se asumió que, por lo mismo, son de la esencia de la diplomacia.

Como ilustración, valga un testimonio. En 1993, invitado por la Agencia de Información de los Estados Unidos (USIA), pude percibir indicios de lo nuevo en el Departamento de Estado. Era visible, en sus distintas dependencias, la presencia de oficiales militares en plan no de simple coordinación, sino de trabajo conjunto con el personal diplomático. Un jefe de USIA me explicó que eso era posible porque “el Ejército es uno de los sistemas educacionales más adelantados de los Estados Unidos”. Agregó, con sutileza, un rasgo diferencial: los militares estaban bien preparados para ser muy francos con sus superiores civiles, cuando su opinión les era solicitada. Académicos del  Foreign Service Institute me ilustraron sobre los métodos de  educación compartidos, con énfasis en los problemas globales. A su juicio, coexistiendo como estudiantes, homogeneizaban los criterios de política exterior en sus respectivas instituciones.

La negociación motriz

La evolución de la diplomacia se puede apreciar considerando el rol de los abogados.

Maquiavelo, en cuanto realista brutal, les tenía poca fe. Además, llevado por su desconfianza en los consejeros de la inactividad (dejar hacer al adversario) y de la reactividad (ceder la iniciativa), planteaba que “los peligros deben conjurarse antes de que aumenten, pues las guerras no se evitan aplazándolas”.

Mucho más matizado fue el escritor y diplomático francés François de Callières (1645-1717) cuando advirtió que era imperativo negociar con los príncipes y que el punto débil estaba no en la aplicación del derecho, sino en el talante juridicista del personal diplomático: “La formación de un abogado inculca hábitos y disposiciones intelectuales que no son favorables en la práctica de la diplomacia”. Añadió que “la diplomacia es una profesión que merece la misma preparación y atención que los hombres dan a otras profesiones conocidas”.

El diplomático y jurista francés Jules Cambon (1845-1935) fue al detalle, poniendo en guardia contra “la ilusión de creer que no existen más derechos para las naciones que aquellos que los tratados les confieren”. Lo explicó diciendo que “toda acción diplomática acaba en una negociación” y que “la aplicación de las leyes y su interpretación llevan consigo un cierto rigor, que se acomoda mal con el empirismo de la política”.

¿Hemos asumido este debate en Chile?

Puedo mencionar a cuatro abogados que lo hicieron. El primero, el ex canciller Carlos Martínez Sotomayor (Q.E.P.D.), de quien rescato la siguiente cita sabia: “Una negociación diplomática no sólo es acertada cuando obtiene pleno éxito, sino también cuando, considerando las circunstancias adversas que la rodean, logra evitar lo peor para el interés nacional”.

También es recordable Luciano Tomassini (Q.E.P.D.). En un libro suyo de 1989 sostuvo que “la diplomacia oscila entre el derecho y el uso de la fuerza, con una instancia intermedia que es la negociación”. Agregaba que la negociación diplomática es “el método más satisfactorio y menos peligroso para conducir las relaciones entre los Estados”..

Eduardo Ortiz, académico, ex embajador y Director de la Academia Diplomática, aludiendo a las limitaciones del Derecho Internacional, escribió que la relación entre naciones e individuos “sigue y se desarrolla a pesar de las normas o en ausencia de ellas”.

Finalmente, rescato un texto del actual embajador Jorge Heine: “Reducir la acción internacional de un país al respeto de las normas jurídicas internacionales es equivalente a decir que el objetivo político clave de  un gobierno debe ser respetar la Constitución y las leyes”.

Fetichismo jurídico

Los tratados postconflicto bélico no son igualmente apreciados por las partes. Si crean un nuevo statu quo territorial, los vencedores los valoran más que los vencidos. De esa realidad nació el consenso jurídico global sobre su inmodificabilidad relativa. En latín se llama pacta sunt servanda y significa que sólo pueden modificarse o anularse con la voluntad conjunta de quienes los firmaron.

Los estadistas saben que esa garantía jurídica es imprescindible, pero insuficiente. Para que los tratados no reflejen sólo el espíritu de una victoria pretérita, deben ser sometidos a operaciones de “mantenimiento” (léase, iniciativas de cooperación). Sólo así permiten pasar de una paz a regañadientes a una paz con amistad.

Y aquí está el meollo de nuestro déficit. El historiador Mario Góngora lo detectó cuando dijo que, tras alcanzar límites que siente naturales, “Chile se hizo indiferente a problemas de política exterior, delegando su solución en funcionarios o en las Fuerzas Armadas”. Por eso hoy hablamos de la “intangibilidad de los tratados” y hasta de su “santidad”, reflejando un beatismo burocrático que poco tiene que ver con la responsabilidad de un vencedor. Es como si nos dijéramos “para qué preocuparnos si tenemos una posición jurídica tan sólida”. O como si los tratados se bastaran a sí mismos, a la manera de un dogma religioso y su seguimiento diplomático fuera superfluo. Según estudiosos como Hans J. Morgenthau, todo eso equivale, pura y simplemente, a una “ideología legalista”.

Eso no es todo. Dicho fetichismo jurídico –que eso es– indujo una doctrina informal, de aroma patriótico, según la cual no cabe negociación alguna en temas que afecten la soberanía nacional. Un desplante asombroso pues, ante cualquier conflicto grave, nos deja ante la fuerza impredecible o ante la decisión, también impredecible, de la Corte de La Haya.

El periodista Fernando Paulsen puso el dedo en este ventilador, el 2010, a propósito de la demanda del Perú: “Si los tratados de límites no son negociables, que ha sido la posición intransable de Chile, ¿por qué 15 magistrados extranjeros, asentados en la capital de Holanda, a cargo del máximo tribunal de Naciones Unidas, revisarán las razones de peruanos y chilenos para su disputa limítrofe, tomando una decisión que efectivamente podría alterar lo que para Chile jamás era negociable?».

Es que tamaña tesis nos estaciona en el peor de los mundos posibles. Al cerrar los espacios para la negociación de las controversias graves y entregarlas al dictamen de jueces internacionales, no sólo deja sin piso a la diplomacia. También nos aisla y debilita la credibilidad de la disuasión defensiva. Sin previa negociación, ésta luce como una pura e impresentable amenaza.

La lección de los casos

En 2002 sostuvimos a) que no había controversia jurídica con el Perú y b) que teníamos tratados específicos e intangibles de frontera marítima. En lo primero retrocedimos y comparecimos a proceso ante la Corte de La Haya. En lo segundo empatamos en los descuentos: la Corte nos reconoció un “tratado tácito” pero, cuantitativamente hablando, nos hizo perder 22 mil kilómetros cuadrados de mar.

Respecto a Bolivia, la falta de mérito jurídico de su aspiración marítima nos llevó a subestimar su impacto político, actuar reactivamente en lo diplomático y hasta a invocar la experiencia adquirida en el pleito con el Perú (como si hubiéramos triunfado en toda la línea). Resultado: en 2013 fuimos demandados y arrastrados a un proceso judicial artificioso, ante la misma Corte de La Haya.

En ambos casos seguimos lo que el diplomático y tratadista británico sir Harold Nicolson llama “la bella tradición de cautela”, según la cual “un paso en falso es siempre una cosa más terrible que no dar paso alguno”. Dicho sin su fina ironía, usamos la estrategia futbolística del murciélago –todos colgados del travesaño–, en una muestra clara de aversión al riesgo.

¿Pudimos actuar de otra manera?

Es lo que sostuve y sigo sosteniendo. Una negociación inteligente con el Perú nos habría dado mejores resultados, porque supone concesiones recíprocas y no un juego de suma cero. No es inteligente negociar cuando una parte no puede ganar nada, que fue lo que nos sucedió ante la Corte. Además y de rebote, esa negociación inteligente habría abortado la demanda de Bolivia, que nació como efecto-demostración de la demanda peruana… y tampoco nos da margen de ganancia. Repase el lector, por favor, la precedente cita de Martínez Sotomayor y recuerde el consejo que nos dio Alan García: “No le den bola a la demanda de Bolivia”.

En definitiva, habría que entender dos cosas entrelazadas: una, que la política exterior es demasiado importante para dejarla en manos de jueces y abogados litigantes; otra, que debemos pasar desde la simplicidad del derecho vigente a la complejidad de la diplomacia moderna.

Todo lo cual no equivale a llorar sobre la leche derramada, sino a impedir que ésta siga derramándose, cada vez que alguien enciende un hornillo en la vecindad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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