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¿Qué pasó el 2011?: no hay fallas en el modelo de educación, el modelo de educación es la falla Opinión

¿Qué pasó el 2011?: no hay fallas en el modelo de educación, el modelo de educación es la falla

Noam Titelman
Por : Noam Titelman Ex presidente FEUC, militante de Revolución Democrática y coordinador del Observatorio de Educación en Chile, de la Fundación RED-
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Son importantes los escándalos en torno al proceso de acreditación que estallan en las postrimerías del movimiento del 2011. Lo que era un secreto a voces se termina de confirmar: todas las instituciones que se presentaban eran acreditadas. Es decir, no existía control alguno sobre la oferta de educación superior. Elemento que, al igual que el lucro encubierto, era coherente con el modelo instaurado en primer momento. Es decir, las fuerzas de mercado pudieron más que débiles intentos de racionalización en la calidad de la educación impartida.


La siguiente es la segunda de tres columnas que, en conjunto, conforman el documento de trabajo con el que Observatorio de Educación de la fundación RED, debuta en sociedad.

El modelo de educación implementado en Chile fue instaurado en dictadura, principalmente en las reformas legales de 1981. Dicho modelo fue inspirado fuertemente por las ideas de los “Chicago Boys”, élite académica educada en la Universidad de Chicago, y las visiones de Milton Friedman. Es decir, desde una perspectiva histórica, no es legitimidad democrática lo que sustenta nuestro sistema educacional, sino que este fue instalado sin derecho a opinión ni apelación, directamente desde distantes esferas académicas.

Sin embargo, sería necesario dar cuenta de por qué, ya en democracia, el modelo pudo legitimarse y pervivir. Vale decir, será interesante estudiar las condiciones objetivas y las promesas legitimadoras (las condiciones subjetivas) de este subsistema que explican su permanencia, pero que también derivaron en la profunda crítica a que se vio sometido en las movilizaciones del 2011.

Al igual que en el sistema económico en su conjunto, en el subsistema educacional los criterios de meritocracia, igualdad de oportunidades y valor individual se volvieron centros de gravedad de la validación del modelo. Sin embargo, las condiciones objetivas del sistema fueron contradiciendo esas promesas. Así, el derrumbe de legitimidad de la élite que generó el 2011 sería producto de mostrar que las promesas no se materializaron y, más aún, que esto no constituía “fallas del modelo”, sino que era parte integral de él.

Los pilares del modelo educacional impuesto en las reformas de la dictadura y sus resultantes promesas pueden resumirse del siguiente modo:

  1. Desregular y facilitar la instalación de nuevas instituciones de educación superior para generar muchos oferentes de educación superior privada. Si bien la justificación económica de este aspecto era fomentar la competencia, este nuevo concepto de “libertad de emprendimiento educacional” se asimiló al más antiguo principio de “libertad de enseñanza”, cuyas raíces están en las disputas educacionales entre el Estado laico y la Iglesia católica.
  2. Cada entidad busca lucro y compite por los estudiantes (quienes pagan aranceles). Si bien en este principio subyace la lógica de mercado del sistema educacional, nominalmente se prohibía el lucro en las universidades (no así en los institutos profesionales y centros de formación técnica). Sin embargo, no existió fiscalización alguna para implementar la ley, y de facto emergieron muchas universidades que violaban la ley lucrando, por medio de subterfugios legales. La idea base es que muchos agentes buscando beneficio personal, con incentivos adecuados, podrán entregar las mejores soluciones a los problemas sociales. A esto se lo conoció como el principio de “soluciones privadas para problemas públicos”
  3. El Estado solo interviene actuando como aval para créditos y entrega algunas becas (vouchers), de manera neutral entre tipos de instituciones y solo discrimina por nivel socioeconómico del estudiante, otorgando un apoyo focalizado en los buenos estudiantes de menores recursos. Esta forma de actuar del Estado, pro mercado, se entendió como el principio de “rol subsidiario del Estado”.

Las promesas del sistema fueron que, mediante el cumplimiento de estos tres principios, se alcanzaría una educación superior con mejor calidad, menores costos y mayor igualdad de oportunidades. En definitiva, que el origen económico dejaría de ser un factor para ingresar a la educación superior de calidad y se avanzaría en una sociedad en que el esfuerzo individual, sin distinción de origen, traería beneficios individuales equivalentes. Lo colectivo, por lo tanto, se había marginado completamente de la discusión educacional y la meritocracia individual se había encumbrado como único valor.

[cita] Habrá que decir, entonces, que el sistema educacional chileno creó su propia bomba de tiempo, produjo sus propios peores críticos. Tal como en las crisis financieras, la desigualdad del modelo estaba sobregirada en una promesa que no podía cumplir y, mientras más crecía, más claro se hacía que las injusticias engendradas no podían ser resueltas dentro de la lógica imperante. [/cita]

En primer lugar, es llamativa la radicalidad con la que se adoptaron los tres pilares y el modo en que ello afectó a una gran parte de la población vía la explosión tanto de número de instituciones como de cobertura. La cobertura en educación superior pasó desde 16% a 46% solamente entre 1990 y 2011. Este aumento de la matrícula estuvo focalizado en cierto tipo de instituciones. Las universidades previas a las reformas de Pinochet en ese plazo habían aumentado su matrícula en solo 29%, mientras que en las universidades que surgieron fruto a la desregulación de los 80, la matrícula creció un 197%.

Así, para “el año 2013 existían un total de 147 instituciones de Educación Superior (IES), entre Centros de Formación Técnica (CFT), Institutos Profesionales (IP) y Universidades que registran una matrícula de alrededor de 1.200.000 estudiantes, alcanzando una cobertura bruta para el rango etario de 18 a 24 del orden del 55%” (Rodríguez Garcés y Castillo Riquelme).

El principio de “rol subsidiario” se cumplió a cabalidad. Sin distinción entre universidades estatales o privadas, todas cobraban aranceles y el financiamiento estatal se fue focalizando marcadamente, vía subsidio a la demanda (becas y, sobre todo, créditos). De este modo, se pasó de entregar a través de becas y créditos, en 1990, tan solo un 16% de los recursos públicos destinados a educación superior, a un impresionante 71% en 2012.

Sin embargo, justamente, este crecimiento es una de las razones que explican las fuertes movilizaciones del 2011. Las contradicciones del sistema de educación superior llegaron a tocar la vida de un número nunca antes visto de la población chilena. Millones habían depositado su confianza, sueños y futuros en las manos del sistema, y lo que encontraron distaba radicalmente de lo esperado.

La promesa de menores costos de la educación superior y mayor eficiencia en el gasto se vio lejos de ser cumplida. De hecho, Chile llegó a tener la educación más cara del mundo ajustada por el ingreso per cápita. Además, los aranceles seguían creciendo. Así, por ejemplo, tan solo entre 1997 y 2009 los aranceles tuvieron un crecimiento real cercano al 60% (Meller, 2011).

Sin embargo, el aspecto en que más notoriamente se falló en este esquema de mercado fue en el aseguramiento de la calidad, por medio de la competencia. Como explican Carlos Rodríguez Garcés y Víctor Castillo Riquelme (2014), esta situación configuró un sistema de educación superior que mantiene una élite, ya no sobre la base del acceso, sino del tipo de institución y programa al que se accede, en un contexto en que: “… la masificación de la educación superior y los déficits de calidad en la labor formativa traería aparejado un problema de pertinencia y eventual sobre-stock profesional insertando problemáticas latentes en la valoración de las credenciales por parte del mercado laboral…”.

Al respecto, son importantes los escándalos en torno al proceso de acreditación que estallan en las postrimerías del movimiento del 2011. Lo que era un secreto a voces se termina de confirmar: todas las instituciones que se presentaban eran acreditadas. Es decir, no existía control alguno sobre la oferta de educación superior. Elemento que, al igual que el lucro encubierto, era coherente con el modelo instaurado en primer momento.

Es decir, las fuerzas de mercado pudieron más que débiles intentos de racionalización en la calidad de la educación impartida. Tanto es así que un estudio de Sergio Urzúa (2012) encuentra que 39% de los titulados de la educación superior obtiene retornos negativos una vez incorporados al mundo laboral. Es decir, para dos de cada cinco titulados la alternativa de ponerse a trabajar apenas egresado del colegio podría haber significado sueldos más altos, a lo largo de toda la vida laboral, que el haber invertido tiempo y dinero en la educación.

Habrá que decir, entonces, que el sistema educacional chileno creó su propia bomba de tiempo, produjo sus propios peores críticos. Tal como en las crisis financieras, la desigualdad del modelo estaba sobregirada en una promesa que no podía cumplir y, mientras más crecía, más claro se hacía que las injusticias engendradas no podían ser resueltas dentro de la lógica imperante.

Al derrumbe de la legitimidad de la élite, la acompaña un llamado por cambiar de paradigma. El omnipotente criterio meritocrático, develadas las verdaderas condiciones de privilegios y subordinación, no era suficiente. Mientras vastos sectores de la población eran agobiados por las deudas, veían también con malestar que el bienestar y la riqueza seguía siendo de unos pocos. Desde la calle surgió el renovado paradigma de los derechos, y este había calado hondo.

Este cambio profundo hacia una concepción de derechos y nuevos criterios en lugar de los debilitados fundamentos de legitimidad anteriores, es todavía un proceso en disputa, aún nebuloso. Sobre esto, justamente, tratará el siguiente trabajo de la serie.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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