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Critica Teatral: “Cómo Caperucita roja fue finalmente violada” La obra se presenta en la sala Sergio Aguirre

Critica Teatral: “Cómo Caperucita roja fue finalmente violada”

El montaje dirigido por Daniel Rámírez se centra en desarrollar una propuesta que juega a una imaginería basada en ideas y cuadros arquetípicos, exponiendo imágenes que construyen nuestra cultura metafóricamente, de ese modo, a cada uno de los espacios y personajes que ambientan la obra, se le proponen siempre segundas lecturas: el bosque, la bruja o el leñador, no son tan solo funciones al interior de una acción, sino que también sostienen una mirada sobre los fundamentos más tradicionales de nuestra cultura, del orden que en ella se ha asentado y como consecuencia, reflexionan sobre ideas centrales de nuestro sistema, ideas como la familia, el matrimonio y los roles sociales de género.


Nos enfrentamos a una propuesta que destaca lo que los hermanos Grimm no vieron, o no quisieron integrar en sus textos y, mucho menos Parrault que en su afán pedagógico sobreexplica sus versiones de los cuentos.

¿Por qué tienes la boca tan grande abuelita? No parece una pregunta tan ingenua desde la óptica de Carlos Droguett, autor del texto. En la obra subyace un lenguaje ominoso que transita entre la fábula de tradiciones y las pulsiones y deseos de los personajes.

El mitológico Lobo pasa a ser un símbolo metafórico que representa para estas mujeres la animalidad y liberación a través del cuerpo, donde se puede hacer una doble lectura, desde el punto de vista del cuerpo cultural, puesto que nos destacamos por ser una sociedad que ha sufrido represiones del punto de vista político y social; no obstante, en la obra queda a lectura abierta este tipo de resignificaciones, porque está latente tranversalmente en el discurso de la misma.

El ejercicio de reescribir un cuento de carácter infantil siempre resulta interesante, en tanto esa idea implica dar necesariamente nuevas lecturas a una suerte de arquetipo situado en nuestra cultura, nuestra historia social y, por consecuencia, nuestra historia personal. Seguramente, este es el caso de la obra Cómo Caperucita fue finalmente violada obra inédita (e inacabada) de Carlos Droguett. Es importante señalar la condición del texto, que Droguett no terminó, de hecho, es un manuscrito que posee anotaciones del autor sobre lo que va escribiendo, algunas de las cuales dan luces sobre lo que intenta desarrollar en la obra, entre otras cosas, que el Lobo para él es un personaje que se ajusta a un precursor de rebeldes políticos mucho más que a, por ejemplo, un mero delincuente.

Por otro lado, es una obra que podría denominarse de tesis, intentando mostrar justamente la marginalidad, el descentramiento del deseo y, en clave un tanto freudiana, exponiendo las pulsiones de las personas como un camino para llegar al encuentro de la identidad más propia de lo humano; de ahí también que a momentos resulte un tanto verborréica.

Con esas condiciones, el montaje dirigido por Daniel Rámirez se centra en desarrollar una propuesta que juega a una imaginería basada en ideas y cuadros arquetípicos, exponiendo imágenes que construyen nuestra cultura metáforicamente, de ese modo, a cada uno de los espacios y personajes que ambientan la obra, se le proponen siempre segundas lecturas: el bosque, la bruja o el leñador, no son tan solo funciones al interior de una acción, sino que también sostienen una mirada sobre los fundamentos más tradicionales de nuestra cultura, del orden que en ella se ha asentado y como consecuencia, reflexionan sobre ideas centrales de nuestro sistema, ideas como la familia, el matrimonio y los roles sociales de género.

En este sentido, el trabajo es interesante, dando espacio a la coyuntura de esas posibles lecturas, aunque las mismas tienden a quedarse en la superficie de la reflexión y, siendo un trabajo interesante como es, podrían perseguir más en profundidad la propia propuesta de dirección, tanto a través de las actuaciones como de las acciones que en ellas se manifiestan.

Por su parte, las actuaciones mantienen coordinación en torno a la propuesta. Son, en general, competentes y algunas de ellas destacan, especialmente Pasquinel Martínez, quien cumple con los personajes de narrador/bruja y que le da profundidad y sentido a su trabajo, incorporando su cuerpo y gestos a la construcción de personaje, dotándolo de mayor presencia escénica y compenetrado con las acciones, atento a la interacción con los demás en escena y al mismo tiempo, con una apropiación de los textos que caracteriza a sus personajes de modo remarcable.

Otra de las actuaciones que resaltan es la de Daniela Otaegui, a cargo de la Abuela, con una mantención progresiva de un discurso mediado por el cuerpo y la voz de manera particular, que sitúa a su personaje en medio del relato, dotándolo de realidad (no de realismo, pues no es la apuesta de la obra), da cuenta de una comprensión de los propósitos expresivos de su trabajo actoral en torno a la idea que sustenta la obra. Este personaje destaca, puesto que transita entre el humor y lo sádico, en efecto, es lo que le da fuerza al discurso identitario de la obra. Por otro lado, el hecho de que la abuela se caracterice enérgica y se vea más joven que su hija, es seductor para el público, ya que, su eros está (al parecer) liberado y no presentaba tantas ataduras sociales, lo que demuestra un aspecto inteligente del discurso artístico; la liberación y aceptación conlleva salud contraria a la represión.

Sieguiendo el último concepto de “represión” el personaje que actúa como “el reprimido” es la madre de Caperucita, a cargo de la actriz Bárbara Santander, quien logra interpretar a una mujer con una profunda amargura interna y que, a pesar de ser muy contenida, termina por demostrar el origen de los mismos, en una modelización muy representativa de la sociedad burguesa.

El Guarda bosques será así, claramente, el ente represor, a quien el actor José Tomás González le da una carga gestual, corporal específica, además de una gran fuerza (que proviene en gran parte del texto) lo que permitía visualizar a este personaje que pretende controlar y aplastar todo lo que se salga de orden.

No es menor señalar que solo él puede salirse de este orden, en un juego bien delineado al ilustrar a los represores, quienes siempre están más allá de sus propias reglas. Lo que nos hace recordar claramente un proceso histórico de Chile.

Caperucita Roja, interpretada por Valentina Acuña, tiene una organicidad corporal que realza la relación entre lo niña y adulta de su personaje, en este juego de roles que evolucionan, va perdiendo progresivamente la ingenuidad, proceso que es claramente meritorio de la actriz, sin embargo, se podría haber profundizado más en esa figura, en ese camino pedregoso del descubrimiento de la adultez y en la fuerza con que el texto expone aquello, aunque hacia el final del montaje, se vislumbre este tránsito.

Está muy claro en la obra que los personajes son metáforas, arquetipos que centran su deambular escénico como expresión de realidades psicológicas y sociales, de modo tal que es responsabilidad del espectador atribuir a estas figuras significaciones personales y dotarles de sentido humano y social.

La amenaza de ser devorada/violada y la iniciación de la vida adulta a través de la sexualidad, es parte de una dramaturgia que hace particular hincapié en que este proceso, que eventualmente sucederá a toda persona, puede producir diversas personalidades y ellas constituirán múltiples modos de ser en la sociedad y en la construcción de la misma; tal vez en este sentido, el montaje pierde algo de fuerza al no dotar de predominancia este tema.

Es interesante, por su parte, que el lobo/seductor, en la obra, no hace (tal como el de Perrault) sino lo que parece pertinente a su naturaleza: alimentarse. El punto central es que la sociedad masculina y occidental hace también lo que le resulta natural ante el lobo: suprimirlo.

El diseño de la obra, a cargo de Victor López es interesante. Busca generar ambientación a través las texturas y materiales con que trabaja, así, la madera, la lana, la tela, desarrollan un espacio que significa, sin embargo, los elementos se ven fragmentados en las transiciones, puesto que no tienen una fluidez al moverse en el espacio para transformar los ambientes y, en consecuencia, generar la sensación que un todo se moviliza en función de la estética de la obra.

En la misma línea, la iluminación genera espacios y produce ambientaciones para el proceso que se desarrolla escénicamente, de manera que se conforma una relación entre las acciones y la planta de iluminación, pero no siempre en coordinación a una idea de totalidad.

Esta obra posee un texto interesante y algunas actuaciones muy bien sustentadas, lo que hace de este trabajo una exploración atrayente y que da cuenta de un camino en progreso respecto de una voz propia en torno a la compañía y el director que la presentan.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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