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Picasso: Entre lo trágico y lo travieso Divulgación artística

Picasso: Entre lo trágico y lo travieso

De la exposición “Picasso: Mano erudita, ojo salvaje”, que permanecerá abierta hasta el 5 de marzo de 2017 en el Centro Cultural La Moneda, la historiadora del arte Claudia Campaña comenta las obras clave –aquéllas que no se debe pasar por alto, y a las cuales hay que prestar mayor atención.


“Cada niño es un artista”, decía Pablo Picasso (1981-1973). “El problema es cómo seguir siendo un artista una vez que hemos crecido”, agregaba. Él mismo se mantuvo “artista” (o niño) durante casi toda su existencia -que, conste, duró 91 años-: curioso y ansioso por aprender, experimentó incesantemente sin jamás parar de interrogarse. Quizás por eso es que su trabajo creativo sufría constantes modificaciones, cuyo resultado eran obras que transitan entre la genialidad y el mamarracho; que oscilan entre lo trágico y lo travieso. “Siempre estoy haciendo lo que no sé hacer, de manera que tengo que aprender a hacerlo”, explicaba.

“Si te haces soldado, serás un general. Si te haces monje, terminarás siendo Papa”, contaba que su madre le dijo de niño, y añadía: “En lugar de eso me hice pintor y me he convertido en Picasso”.

En efecto, el artista es uno de los creadores esenciales de la primera mitad del siglo XX. Hijo de un profesor de dibujo, fue increíblemente precoz. A los doce años ya era capaz de copiar a la perfección un modelo. Pero a pesar de su extraordinaria capacidad para representar lo que se le antojase con un lápiz o un pincel, optó por explorar e inventar, enriqueciendo el vocabulario visual con su búsqueda interminable. Sumamente audaz, se atrevió, por ejemplo, a dejar de lado los materiales tradicionales para trabajar con cartones, papeles, cuerdas, alambres y todo tipo de desechos. Prolífico y polifacético, investigó lo pictórico, lo bidimensional, la gráfica, las artes escénicas y la ilustración. Se interesó por otros cánones estéticos (como los del arte africano), contribuyó al desarrollo y validación del collage y, mucho antes de la posmodernidad, se ocupó de hacer cita pictórica. Pero a pesar de la variedad, todo su hacer está marcado por su inconfundible sello.

Picasso, Dos mujeres corriendo por la playa 1922

Picasso. «Dos mujeres corriendo en la playa», verano 1922 Gouche sobre contrachapado. Musée Picasso, París.

Mano erudita, ojo salvaje

Acostumbrados en Chile a ver sobre todo grabados de Picasso, la exposición del Centro Cultural La Moneda (“Picasso. Mano erudita, ojo salvaje”) constituye una excelente oportunidad para contemplar la osadía y la diversidad de sus procedimientos técnicos y creativos a través de un significativo y heterogéneo grupo de pinturas, esculturas, dibujos y bocetos de distinta data.

Da gusto ver en Santiago el “Busto de mujer o marinero” de 1907, boceto genuino de “Las señoritas de Aviñón” del mismo año -obra esta última considerada como uno de los íconos de la Modernidad-. A solo unos pasos está el cuadro “Hombre con guitarra” de 1911, que permite comprender el cubismo analítico mediante la contemplación de una figura fragmentada y, por ende, distorsionada. Hay también trabajos del período clásico, durante el cual Picasso estaba profundamente motivado por las artes escénicas, la danza y la Antigüedad Clásica. Notable es la pequeña tabla “Dos mujeres corriendo en la playa” de 1922, que pintó a modo de boceto para el ballet “El tren azul” (que se proponía hacer una loa al deporte y al nudismo). En ella se observa a dos figuras femeninas corriendo y/o danzando sobre la arena. Están vestidas con túnicas blancas llenas de pliegues que dejan ver un seno de cada una -un guiño a las esculturas griegas-. “Para mí no hay pasado ni presente en el arte”, explicaba él mismo. “El arte de los griegos, de los egipcios, de los grandes artistas que vivieron en otras épocas no es arte del pasado, y acaso está más vivo que nunca”. La obra es interesante, además, pues ilustra una pesadilla que por esos días atormentaba al artista, y en la cual sus extremidades superiores se alargaban y crecían desproporcionadamente.

Otra buenísima pieza de la muestra es la obra gráfica “Mujer que llora” de 1937. El trabajo evidencia la tormentosa relación que el autor tenía en esos momentos con la pintora y fotógrafo Dora Maar (una mujer tan intensa como bella). Y, sin un ápice de intención realista, esta figura de lamento se emparenta también con “El Guernica”, es decir, con aquella producción expresionista a través de la cual Picasso manifestó un desgarrado comentario visual acerca del temor, el dolor y los horrores de la guerra.

Al artista se lo ha descrito como el más flamenco de todos los pintores de su época -en el diario El País, el “cantaor” Diego El Cigala señalaba en 2005 que “le gustaba mucho el cante por malagueñas a la guitarra”-. En la exposición del Cultural La Moneda hay excelentes esculturas y, cómo no, una de ellas es “Guitarra” de 1924, ejecutada con una chapa de metal, una caja de fierro y unos alambres pintados. Son materiales que Picasso no tuvo la más mínima intención de disimular, y que, muy por el contrario, utilizó para provocar y, a la vez, evidenciar su “brutalismo matérico”.

Pese a que en vida enseñó sus obras tridimensionales nada más que a su círculo íntimo, el artista hizo significativos aportes en lo que a la exploración de técnicas y materiales escultóricos se refiere. Decía que aquella disciplina “es el mejor comentario que un pintor puede hacer de su pintura”, y en la década del 50 realizó unos yesos inspirados por la infancia -por sus hijos Claude y Paloma-. De dicha etapa podemos ver un vaciado en bronce titulado “Mujer con coche de niño” (1950), una audaz exploración de lo figurativo y del tema de la maternidad -del mismo período son, por ejemplo, las famosísimas “Niña saltando la cuerda”, “La mona con su cría” y “Cabra”-. Al grupo de obras tridimensionales de la muestra se suma “Lechuza en cólera” de 1953, parte de un magistral conjunto de cerámicas producidas en la ciudad de alfareros de Vallauris.

La serie es tan atractiva que amerita un párrafo aparte: Picasso tenía un temperamento lúdico y apasionado, por lo cual amó mucho: al arte por cierto, a diversas mujeres, a los toros e incluso a las aves. Inolvidable es su dibujo de una paloma que sirvió de imagen para el afiche del Congreso de la Paz de 1949, el mismo año en que nació la hija que engendró con Françoise Gillot y a quien llamó, precisamente, “Paloma”. Acaso le gustaban tanto los pájaros porque acompañan al héroe en varios relatos mitológicos, y porque, entre otros significados, simbolizan la imaginación y -en el Antiguo Egipto- el principio creativo. Imposibilitado de acudir a corridas de toros durante la Segunda Guerra Mundial, el artista se distraía de noche viendo pelear a gatos y lechuzas. En 1946 adoptó a una de ellas, pequeña y herida. La cuidó en su taller y la convirtió en su mascota. Denise Colomb fotografió al artista en 1953, sentado en la escalera de su taller parisino de la calle de Grands-Augustins, ensimismado y con la mano derecha empuñada sobre una de sus lechuzas. Siempre me ha gustado aquella imagen, pues me recuerda al grabado Nº43 de la serie de “Los Caprichos” de Goya -titulada “El sueño de la razón produce monstruos”-, en cuyo relato visual las lechuzas son también protagónicas, enigmáticas y fundamentales.

Finalmente, solo queda advertir que, al ser la obra de Picasso tan compleja y vasta como la literatura que se ha escrito sobre ella, una muestra dedicada al autor es siempre una oportunidad para prestar atención a alguna obra en la que no se había reparado antes. Se descubre así lo que no se conocía del artista, o, simplemente, se vuelven a valorar sus aportes al mundo de la visualidad, constatando cómo resumen buena parte del arte de principios del siglo XX.

Por último, vale la pena explicar que, según él mismo decía, Picasso pintaba tal como otros escriben su autobiografía. “Mis telas, acabadas o no, son las páginas de mi diario”. Y que para él, cada acto de creación era un acto de destrucción ante todo. Fue tan pasional como creativo, además de mal genio y obsesivo. Pero era capaz de pronunciar frases cargadas de poesía, convencido de que “el arte limpia nuestra alma del polvo de cada día”.

 

Claudia Campaña es Doctora en Teoría e Historia del Arte Contemporáneo, Universidad Complutense de Madrid, España. Master en Historia del Arte, Courtauld Institute of Art, University of London, Inglaterra. Profesora titular de la Facultad de Artes de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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