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Fervor borgeano CULTURA|OPINIÓN

Fervor borgeano

Eddie Morales Piña/Letras de Chile
Por : Eddie Morales Piña/Letras de Chile Profesor de Estado en Castellano por la Universidad de Chile. Ex director del Departamento de Literatura de la Facultad de Humanidades de la UPLA. Es autor de varios libros, entre ellos “De Literatura y Religiosidad” (1999), “Mito y antimito en García Márquez” (2002, segunda edición en 2011 por la Editorial Académica Española).
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Se han escrito múltiples ensayos acerca del cosmopolitismo de Borges – el más europeo de los argentinos, según se lee- pero no hay un escritor más argentino que Borges. Borges nunca salió de Buenos Aires, siempre estuvo en aquel lugar: “Esta ciudad que yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”.


Italo Calvino, el escritor e intelectual italiano que también está de aniversario literario en este 2023, en uno de sus ensayos explica por qué leer a los clásicos y da las argumentaciones correspondientes. Cuando uno piensa en los clásicos se nos vienen a la memoria aquellos de la antigüedad grecorromana, sin embargo, no es así.

Aquellos son los clásicos por excelencia, pero en el transcurso de la historia de la literatura se han ido configurando otros autores/as que merecen el mismo calificativo, es decir, ser puestos en una nomenclatura que les da la categoría de ser inmortales en las letras.

Leer a los clásicos es reencantarse con textos que hemos leído más de una vez. Esta relectura resulta ser como la primera lectura. Los clásicos se mantienen en el tiempo con la frescura estética de su emergencia en la historia. Un clásico literario nos convoca y atrae como un imán desde siempre.

Jorge Luis Borges, el escritor argentino, nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, tiene este magnetismo escriturario y, en consecuencia, es un clásico contemporáneo. Releer sus obras narrativas, líricas o ensayísticas no nos defraudan y como lectores volvemos a experimentar el placer del texto como en una lectura primeriza.

Lo más probable es que haya conocido la escritura borgeana en las lecturas universitarias. Posiblemente, allí, Borges se nos hizo un imprescindible. Eran los tiempos del Boom de la literatura hispanoamericana, pero Borges se nos presentaba como un referente indispensable e inamovible: un clásico. La lectura de sus cuentos nos deslumbró.

Más adelante sabríamos todas las implicancias estéticas y de otra índole que tenía su escritura, como la famosa intertextualidad o la reescritura de textos que tiene un nombre más teórico, el palimpsesto. Sus escritos en la categoría de los ensayos nos llevaban a un autor que tenía  una capacidad intelectual insuperable. Era, en realidad, una especie de enciclopedia viviente.

El juego intertextual que llevaba a cabo podía dejar al lector en una situación incómoda por su erudición, pero más de una vez lo lúdico se hacía presente, por ejemplo, a través de las referencias o citas apócrifas. Borges parecía ser un hombre serio en absoluto, sin embargo, se escondía detrás de esa fisonomía una personalidad fascinante donde la ironía fina y el poner en jaque al lector eran sobresalientes.

Cuando en la universidad los estudiantes creamos una revista que se llamó Fénix -que como sabe el desocupado lector es un guiño al ave fénix, aquella ave mitológica que renace de las cenizas en todo su esplendor, y Borges lo sabía bien- le dediqué a Borges un análisis de su cuento El Aleph que le da nombre al volumen de relatos.

Aquella aproximación a la lectura era incipiente como un alumno-ayudante de Literatura General, pero demostraba nuestro fervor borgeano. Estábamos promediando la década de los años setenta, y por esos tiempos, Borges visitaría nuestro país y pudimos ver su persona y escuchar su palabra. Si mi memoria no me engaña estaba acompañado por su gran amiga María Luisa Bombal.

El fervor borgeano consiste en la pertinaz lectura de sus textos. En este último tiempo me he dedicado a releer su poesía. A veces, se la ha soslayado, pues se ha focalizado su interés en sus cuentos -Borges, nunca escribió una novela porque sabía que el cuento -por su brevedad y condensación- le servía mejor para recrear los asuntos que le incentivaban a la escritura como “el tiempo, la identidad, el sueño, el juego, la naturaleza de lo real, el doble, la eternidad”, como escribe por allí Vargas Llosa.

La palabra fervor es interesante porque indica un amor entrañable a algo o a alguien. En realidad, el sustantivo tiene una raíz etimológica que lo relaciona con lo religioso. El fervor involucra una fe. Sintomáticamente, Borges tenía una peculiar relación con aquel campo semántico. Tal vez fuera un agnóstico, pero lo relevante es que en muchos de sus escritos en sus diversos formatos aparece esta conexión con lo religioso en sus múltiples variantes.

Nuestro fervor borgeano nos ha encaminado a través del jardín de los senderos que se bifurcan a la relectura de su primeriza obra poética, “Fervor de Buenos Aires”, publicada en 1923, por tanto, el poemario está cumpliendo su centenario. Muchas veces, Borges comentaba que en este libro estaban sus inquietudes escriturarias que posteriormente desarrollaría.

El fervor siempre tiene una connotación de ser algo ardoroso, sólo que aquí posee un sentido nostálgico respecto a una ciudad. La nostalgia implica el dolor. En consecuencia, en el poemario borgeano se da un entrecruce entre ambos sentires. De acuerdo con Mijail Bajtín, el cronotopo de la obra responde a Buenos Aires en un tiempo determinado. Es el momento en que Borges retorna de Europa a su ciudad natal y percibe que esta empieza a modernizarse: ya no es aquella que dejó, es otra.

De allí, el sentimiento nostálgico con que se despliegan los poemas. El libro se va desplegando como un verdadero deambular por una ciudad que empieza a transformarse en urbe. En este sentido, el hablante lírico borgeano es un auténtico flâneur -Walter Benjamin, dixit- que va poniendo su mirada en los espacios que lo convocan.

Son los espacios citadinos que se entrelazan con aquellos evocados que están por desaparecer, pero que se hacen presentes a través de la creación del sujeto lírico, como en Arrabal: “El arrabal es el reflejo de nuestro tedio. / Mis pasos claudicaron/ cuando iban a pisar el horizonte/ y quedé entre las casas, / cuadriculadas en manzanas/ diferentes e iguales/ como si fueran todas ellas/ monótonos recuerdos repetidos/ de una sola manzana. En este transitar por las calles, patios, lugares diversos y algunos personajes como Rosas, el flâneur borgeano entra en la ciudad de los muertos donde la placidez del espacio se conjuga con la muerte: Estas cosas pensé en la Recoleta, / en el lugar de mi ceniza”.

Se han escrito múltiples ensayos acerca del cosmopolitismo de Borges – el más europeo de los argentinos, según se lee- pero no hay un escritor más argentino que Borges. Borges nunca salió de Buenos Aires, siempre estuvo en aquel lugar: “Esta ciudad que yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”.

La edición que he releído de “Fulgor de Buenos Aires” (2011) está junto a “Inquisiciones” (1925) y “Luna de enfrente” (1925). Esta última es como una continuación de la primera. En la portada está el rostro de Borges con aquellos ojos que poco a poco iban perdiéndose, convirtiéndole a él en un verdadero Tiresias contemporáneo, el sabio invidente, que sabía vislumbrar lo que está más allá de lo contingente. Borges falleció en 1986, pero se convirtió en El inmortal.

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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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