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La ética no basta: Por una filosofía política de la tecnología (como primera filosofía) CULTURA|OPINIÓN

La ética no basta: Por una filosofía política de la tecnología (como primera filosofía)

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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La incorporación de lo político en la ecuación de la filosofía de la tecnología, —que, para ser justos, es trabajada hace bastante por los norteamericanos de la nación mexicana—, es un hito en la historia de la filosofía con un alcance mucho más amplio que el previsto por sus autores.


¿Qué es la tecnología y por qué es realmente el tema más importante de nuestro tiempo?

Por extraño que suene, la tecnología no es un ente separado del orden natural. Esta concepción anacrónica, defendida y viralizada por los antiguos griegos —y que pudo, por qué no, haber sido importada o robada de alguna de las civilizaciones del Este —, emana de la sorpresa que produce en nosotros una suerte de excreción o emanación que modifica el mundo, como el mago que descubre recién las fuerzas que residen en sus manos y que convierte piedras en líneas de producción de conejos de chocolate o mariscos.

Más bien, la tecnología puede entenderse como el conjunto de formas en que las entidades, vivientes o inanimadas, transforman el mundo y se ven, a su vez, transformadas por él. Los gusanos, por ejemplo, viven en la técnica de excavar; una técnica que hace posible la agricultura humana al fertilizar el suelo. La inteligencia artificial, por su parte, promete extender la vida —gracias a nuevas formas de diagnóstico y tratamiento de enfermedades— o incluso (re)crearla, como ya ha ocurrido en China con la incipiente (re)generación —cual homo deus— de un nuevo tipo de ganado.

Así, lo que a menudo denominamos “artefacto” o “dispositivo” no es simplemente un objeto tangible, limitado y definido, como una licuadora o un smartphone. Más bien, abarca todo aquello que contribuye a la transformación de la naturaleza —el auténtico mecanismo o aparato—, como un operario (pronto innecesario) manejando una grúa torre para erigir un edificio, o los residuos de una planta nuclear o de xenobots que eliminan el cáncer del organismo, que sirven de abono o combustible para otros procesos de la realidad. Estos elementos configuran paulatinamente una nueva cara de la naturaleza, una idea que el gran filósofo español José Ortega y Gasset ya insinuó, aunque contaminada por la jerga de la tradición filosófica.

Pero, ¿cuándo se vuelve la tecnología un problema? La tecnología deja de ser una técnica pura e inocente, al servicio de los seres humanos, cuando se transforma en un “logos” autónomo o en una razón para sí misma (tecno-logos o tecnología propiamente dicha), una capacidad que diverge de su objetivo y alcance originales, y que contraviene el orden natural al alterar la forma de ser de las entidades, sin que ellas puedan resistirse: humanos atrapados en los engranajes de sus propios sistemas, aves que ya no anidan en los árboles sino en los tejados de las ciudades, gases invernaderos calentando la faz de la Tierra, etc.

En consecuencia, no se trata de eliminar la tecnología, sino de encontrar oportunidades en ella, una moralidad y un posicionamiento a la altura de nuestra humanidad, que no se limite simplemente a dejarnos arrastrar por la inercia de nuestros inventos. Hacemos parte de su ecuación, del proceso tecnológico y las transformaciones del orden natural que pone en curso. Como diría el francés Thierry Hoquet —latinoeuropeo, como Ortega—, la tecnología “es la continuación de la vida por otros medios”. Pero —y lo que es más importante para nosotros— la tecnología es asimismo poder.

La tecnología es poder, en efecto, y se manifiesta de múltiples formas: en los estados-nación, no solo como instituciones, sino como entidades mecanizadas (atrapadas mecánicamente, quiero decir) en una dialéctica que busca su propia libertad limitando la de sus súbditos y la del resto de los estados con los que compite; en las corporaciones, las cuales, gracias al efecto de sus metodologías y demás artefactos, operan desde hace ya mucho como instituciones paralelas y transnacionales, y que a través de la genial técnica del marketing —de la que los verdaderos filósofos podrían aprender algo para comunicar mejor y tornar más atractivas sus intuiciones— conquistan mercados y almas; o en la academia, que, gracias a sus operadores y jerarquías sacrosantas, propaga, al modo del Evangelio, estándares científicos y filosóficos a nivel global. La idea de que “para ser un filósofo serio hay que ser un especialista” o de que “la ética es el camino por excelencia para que las ideas filosóficas impacten en el mundo” refleja este poder que provee la tecnología cuando se manifiesta en la forma de organización (empresa colectiva) y discurso.

El tecnopoder, omnipresente y cautivante, útil no solo al humano, sino al Sistema (como totalidad de sistemas creado por él), está transformando irrevocablemente a nuestra especie y a las no humanas, así como al planeta que habitamos (y pronto transformará los que pretendemos habitar, como Marte). En este contexto, la ética se revela insuficiente para abordar su descontrolado influjo.

Y es que los productos de la ética son, en muchos sentidos, un bálsamo que permite a las élites revestirse de bondad ante la audiencia, y cuya producción permiten en la conciencia de su inocuidad (futilidad). Es, además, un refugio para quienes no se atreven a confrontar el poder —y sobre todo para quienes no se atreven a ver, como Maquiavelo o Hobbes, cómo podemos llegar a ser como seres cuando se trata de imponer nuestras cosmovisiones e impulsiones—; para los llorones y criticones, que solo ven culpables y a cada instante el fin de la historia o el mundo; para los técnicos, que quieren ser hijos bien portados del sistema y filosofar de acuerdo a los cánones de la Academia; y, por supuesto, es también el ámbito de los negociantes, que ven en la filosofía un espacio de estatus social o renombre, que se travisten de intelectualidad y pretendida nobleza, pero con fines personalistas bien escondidos en su corazón.

Por tanto, lo que opera a la larga como un simple adorno institucionalizado no puede ser efectivo para cuestionar el poder tecnológico. La ética merece así ser repensada en el puesto que ocupa hoy en la filosofía y la sociedad, dando paso a otros enfoques —aunque fuere provisionalmente— que permitan revitalizarla y tener un impacto real en el imperio tecnológico que problematiza y amenaza nuestras existencias.

En este sentido, Carl Mitcham, quizás el filósofo de la tecnología vivo con la trayectoria más larga e influyente del mundo, propone a la filosofía política —apenas indexada en filosofía de la tecnología (en un par de handbooks de Oxford y Routledge)— como primera filosofía. El americano del norte coincide con el holandés Marteen Franssen en que la ética ya ha cumplido su papel instalándose en la discusión del fenómeno tecnológico, al tiempo que parece agotada en su énfasis en la agencia individual y su olvido de las restricciones históricas impuestas por la realidad social y sus códigos, que nos someten, si no desnudan nuestra miseria (para ser filosóficamente honesto y prescindir de los eufemismos). Este enfoque corre el riesgo de oscurecerse o volverse estéril, de no ser más que un obstáculo ocasional e insignificante ante una tendencia tecnológica irreversible, si no suavizándola o haciéndonosla más digerible.

Su petitorio ha sido planteado en el Congreso Mundial de Filosofía. Ya lo había hecho en China, en su última clase magistral en la Universidad de la Ciencia y Tecnología de ese país. Entonces él recurrió al argumento —archirepetido, aburrido y enquistado en la psique de los académicos— del viejo Aristóteles en su Ética a Nicómaco para justificar la primacía del saber político sobre el resto de saberes. Pero el filósofo estadounidense pasó por alto que la sociedad china, su anfitriona tantas veces, constituye por sí misma un argumento empírico mucho más llamativo y actualizado para su propósito. Y es que en la historia milenaria de China, el interés por la verdad, a diferencia de los pueblos del Oeste, nunca tuvo tanta importancia como el de ordenar y gobernar a su inconmensurable población (tómese como ejemplo la preeminencia y exportación multimillonaria de la filosofía de Confucio, orientada en esa dirección, a través de los institutos homónimos).

Solo en su reciente “fase o estadio material” —por ponerlo en los términos de este estado socialista sofisticado y futurista, como no ha habido otro en su especie—, con los ingentes recursos económicos que maneja, se ha permitido reencauzar un tanto el rumbo, en el desarrollo del espectro completo de la filosofía, imitando en principio el modo occidental de hacer filosofía, pero buscando persistentemente aportar ese giro o revolución original, ya sea a través de los propios académicos chinos, o bien, de sus socios extranjeros colaborando en el territorio.

Como fuere, la incorporación de lo político en la ecuación de la filosofía de la tecnología, —que, para ser justos, es trabajada hace bastante por los norteamericanos de la nación mexicana—, es un hito en la historia de la filosofía con un alcance mucho más amplio que el previsto por sus autores, ya que es al mismo tiempo la incorporación de lo tecnológico en la filosofía política, lo que abre las puertas a la trascendencia de la filosofía política moderna iniciada por Maquiavelo y Hobbes. El conocimiento es, sí, poder, como sostuvo Bacon. Pero el poder es también conocimiento. ¿Quién puede refutar que una idea en boga pueda llegar a ser popular, sin importar su mérito intrínseco o propensión a la verdad, si es necesaria o estúpida, original o rebuscada, cuando se tienen buenas conexiones, plataforma comunicativa o alguna otra forma de poder? ¿Qué va a ser del conocimiento cuando, gracias a la tecnología, los académicos más ambiciosos vivan más, o bien, su vida pueda reproducirse de forma más o menos exhaustiva y transferirse a nuevos cuerpos? Sin duda que el nuevo gran problema filosófico y antagonista ya no será, por el lado humano, la tecnología, sino un egocéntrico Narciso que terminará por aflorar, vengativo, para librar la nueva batalla del cosmos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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