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Por qué no al parlamentarismo: una cuestión de régimen y no de forma Opinión

Por qué no al parlamentarismo: una cuestión de régimen y no de forma

Nicolás Freire
Por : Nicolás Freire Candidato Constituyente IND – Lista del Apruebo – Distrito 13
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El problema es que si deseamos examinar nuestra forma de gobierno –cosa más que necesaria– debemos hacernos cargo de sus problemas endémicos, sin asignarle otros que, más por impericia que por la coyuntura del estallido y la pandemia, hicieron asomar las eventuales crisis a las que puede ser sometido. En ello, debemos cuidar que las soluciones que planteamos no incrementen un problema aún mayor, que deriva de la baja participación electoral, la desafección política y las demás encrucijadas, que ciertamente plantea una crisis que no es de la forma de gobierno, sino del sistema democrático representativo. 


Uno de los temas que más atención ha despertado últimamente en torno al trabajo que deberá realizar la Convención Constitucional, dice relación con la forma de gobierno que debería adoptar nuestro país. En este sentido, ha sido posible observar una discusión que no necesariamente se rige por la posición político-ideológica de los candidatos y que, por tanto, refleja más bien la consistencia técnica de las propuestas de los mismos. 

Uno de los últimos que se ha referido a la cuestión –publicado en este mismo medio– es Cristóbal Bellolio, quien argumentó a favor de un sistema parlamentario. 

En estas líneas quisiera exponer los motivos por los que descarto la posibilidad de un sistema parlamentario para el futuro de Chile, prefiriendo en cambio transitar hacia un sistema presidencial efectivo, moderado y del siglo XXI (de esto último no me ocuparé en esta columna, pero puede encontrarse información en www.nicofreire.cl).    

El perno central de mi razonamiento tiene que ver con tres elementos específicos. 

En primer lugar, considero que en el origen de las posturas a favor de transitar hacia el sistema parlamentario –fuertemente condicionadas en sus argumentos a partir del estallido social y la coyuntura que derivó de este– se erra con respecto al diagnóstico. Aquí, a la sazón, se erra en dos sentidos.

Por una parte, se buscan soluciones en términos de forma de gobierno, cuando en realidad de lo que se trató el estallido (y lo que vino) fue más bien un problema de régimen, de cómo consignar, en nuestra democracia representativa, elementos de democracia participativa y deliberativa. Es decir, en particular, cómo consignar mayores espacios para la participación de la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones, cuestión que me parece evidente de las demandas de octubre de 2019. Por otra parte, se erra al considerar dicho evento como una crisis política, toda vez que se trató más bien de una crisis institucional. Para comprender en mayor detalle la diferencia, baste con la revisión de connotados autores como Bobbio, Matteucci y Pasquino (2012: 393).

En segundo lugar, y como resultado directo de los errores de diagnóstico, se pretenden articular soluciones políticas, para un problema que en realidad tiene que ver con el tipo de democracia. En este sentido, vale referir una frase tan icónica como manoseada: “Los problemas de la democracia se resuelven con más democracia”, y esto justamente para comprender que no se encontrará solución a los problemas de la democracia chilena con un mayor anquilosamiento de las “soluciones” en el espectro político-institucional (“entre cuatro paredes”, diríamos con leguaje ciudadano). 

Para comprender a qué me refiero debemos partir por lo primero: ¿qué distingue a un sistema presidencial de uno parlamentario? La respuesta es muy simple: la forma de elección del jefe del Ejecutivo. En el caso del primero (incluso en la evolución material del sistema presidencial estadounidense), se trata de una elección directa en que participa la ciudadanía; mientras que, en el caso del segundo, se trata de una elección indirecta en la que son los parlamentarios quienes eligen y mantienen al gobierno de turno (y a quien gobierna). Por otra parte, el jefe de Estado (institución que muchas veces es omitida por quienes evalúan la posibilidad del sistema parlamentario) es elegido por órganos colegiados ad hoc, que funcionan exclusivamente al momento (y para) la elección del mismo (véanse a la sazón –excluyendo por obvios motivos a las monarquías parlamentarias– los casos de las repúblicas alemana e italiana, en donde estos son elegidos por órganos compuestos incluso por delegados, de otras instituciones, que en algunas ocasiones no tienen siquiera naturaleza representativa). En estricto rigor, no tiene sentido alguno excluirlos del análisis, toda vez que su participación efectiva justamente se limita a los momentos de crisis del sistema. 

Frente a ello, lo evidente: los sistemas parlamentarios, más que acercar a la ciudadanía al principal proceso de toma de decisiones (sobre quién debe gobernar), termina alejándola. Es decir, todo lo contrario a aquella que pareciera ser una de las principales motivaciones de la movilización de octubre de 2019.

En tercer lugar, se considera que las crisis políticas son mejor gestionadas –en términos de flexibilidad– por los sistemas parlamentarios. Y aunque podríamos volver aquí sobre problema de diagnóstico (que el estallido no reflejó una crisis política, sino una crisis institucional), vale la pena explayar algunas argumentaciones al respecto.

Si bien es cierto –en términos teóricos– que los sistemas parlamentarios pueden gestionar mejor las crisis (políticas, de gobierno), no ha quedado muy bien explicado a qué costos y en cuáles condiciones. Los 652 días sin poder formar gobierno en Bélgica y los 10 meses en donde tampoco se pudo formar gobierno en España, aportan algunas luces.

En efecto, cuando en un sistema parlamentario se producen crisis políticas, entendidas como falta de apoyo político-legislativo al gobierno, vale recordar que estos tienen la opción de formar nuevos gobiernos a partir de acuerdos políticos; acuerdos –entre políticos– que a su vez muchas veces desatienden las preferencias ciudadanas. Adjunta a lo anterior, baste la lectura de Sartori (2016: 150), ahí donde señala que “en los sistemas parlamentarios frecuentemente surgen gobiernos minoritarios”. Y para mayor abundamiento, un ejemplo de aquello lo representa el caso danés, en donde en 2015 la Socialdemocracia quedó fuera del gobierno, aun cuando fuese el partido más votado.

Frente a esto, no es muy difícil imaginar la percepción ciudadana para con aquellos momentos en los que dichos reajustes sucedan: “Se arreglaron los bigotes nuevamente entre ellos”, será probablemente la frase más icónica que habría de esperar. Y con ello el incremento de la desafección política (e institucional).

Sobre esta misma línea, también parece obviarse la existencia de modelos parlamentarios muy distintos entre sí. La más difusa doctrina (véase Pasquino, 2004) ha podido clasificar los sistemas parlamentarios clásicos en tres tipos, tomando como ejemplo el funcionamiento de los modelos inglés, alemán e italiano, para los cuales los elementos estructurales (como el sistema electoral), de actores (como el sistema de partidos) y culturales (como la disciplina partidista), hacen una profunda diferencia.

Descartando el inglés, por obvios motivos vinculados a su bipartidismo efectivo (completamente ajeno a nuestra realidad), no queda más que concentrarse en los modelos alemán e italiano. 

Para el alemán, no ha de desconocerse el hecho de que su estabilidad radica tanto en la exclusión de las minorías (a partir de barreras de exclusión electoral que impiden el acceso a partidos pequeños), como así también en la fortaleza de los partidos de centro, verdaderos pivotes históricos en la formación de coaliciones. Ambos elementos me parecen ausentes de la realidad chilena: el primero en términos de intenciones, toda vez que la historia política reciente nos ha señalado la necesidad de incluir en los procesos de toma de decisiones (ergo también legislativas) a minorías políticas que durante tanto tiempo han sido ignoradas; el segundo, en cambio, en términos de preferencias efectivas, en donde se ha venido a diluir electoralmente un “centro” como el que en Alemania representa la CDU y que en Chile fue representado un tiempo por la DC.

Para el italiano, en cambio, poco se menciona que la alta fragmentación partidista consagró (entre los años 1948 y 2001) gobiernos cuya duración promedio fue de 11 meses (¡sí, once meses!); también poco se menciona que el único gobierno que logró gobernar por todo el periodo de la legislatura fue justamente el que más discusiones despertó sobre el carácter democrático de su gestión (me refiero al gobierno Berlusconi de 2001-2006); y poco se menciona sobre que justamente la posibilidad de efectuar reajustes, por parte de la política institucionalizada en el Parlamento, llevó a la conformación del gobierno Di Maio, fruto de la alianza entre partidos que se encontraban en las antípodas del sistema político (ambos con claros tintes populistas). 

Aquí se abriría toda una serie de elementos anexos, relacionados con –por ejemplo– la necesidad de disciplina partidista para que los mismos sistemas parlamentarios funcionen (y funcionen bien). Misma disciplina que no solo me parece ajena al contexto nacional (baste la consideración de las recientes votaciones para los retiros del 10%), sino que cada vez menos esperable a partir de la participación de otros actores –no partidistas– en el juego político. 

Y es que, en efecto y volviendo al punto central, los sistemas parlamentarios están moldeados sobre una lógica partidista del siglo pasado, en donde no solo la participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones era un elemento a evitar (más allá del rito electoral), sino que también en donde el único mecanismo mediador entre la ciudadanía y la representación política eran los partidos.

Hoy –y sobre todo a la luz del estallido social y del proceso constituyente que le sigue– me parece que ha quedado demostrada la necesidad de reajustar ambas cuestiones: primero, que la ciudadanía debe participar en los procesos de toma de decisiones (y no ser alejada a partir de elecciones y reajustes indirectos); y, segundo, que los partidos (muy importantes para el futuro de la democracia, como lo eran antes, por cierto), ya no son el único canal mediador de dicha representación política.

Así las cosas, el problema es que, si deseamos examinar nuestra forma de gobierno (cosa más que necesaria), debemos hacernos cargo de sus problemas endémicos, sin asignarle otros que, más por impericia que por la coyuntura del estallido y la pandemia, hicieron asomar las eventuales crisis a las que puede ser sometido. En ello, debemos cuidar que las soluciones que planteamos no incrementen un problema aún mayor, que deriva de la baja participación electoral, la desafección política y las demás encrucijadas, que ciertamente plantea una crisis que no es de la forma de gobierno, sino del sistema democrático representativo. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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