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El aula como selva Opinión

El aula como selva

Raúl Ojeda Navarro
Por : Raúl Ojeda Navarro Profesor hospitalario.
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La competencia es un componente esencial de nuestro sistema educativo y ha ejercido un rol perverso no solo a nivel macro, es decir, pruebas estandarizadas, ranking de colegios, evaluación docente, concursabilidad por los recursos materiales, etc., sino también a nivel micro, en las prácticas habituales dentro de la sala, siendo los profesores quienes la mayoría de las veces hacemos, a través de nuestra práctica pedagógica, que esta manera de concebir el mundo bajo el prisma de competencia permanente se valide y perpetúe.


“La historia evolutiva de los seres vivos no involucra competencia”; “la competencia como fenómeno humano se constituye en la negación del otro”, dos ideas acerca de la competencia expresadas por el profesor Humberto Maturana que debieran estar en el centro del quehacer pedagógico de todas las escuelas del mundo.

Si concordamos con Maturana en que la competencia no ha sido la fuerza que ha movido la evolución de las especies, es necesario preguntarse, entonces, ¿qué otra fuerza ha hecho que la vida siga existiendo en nuestro planeta? Y desde aquí una interrogante esencial que debiéramos hacernos todos aquellos preocupados por la educación: ¿qué rol juega esa otra fuerza en la educación de nuestros niños, niñas y adolescentes? La respuesta de varios pensadores, incluido entre ellos el profesor Maturana, nos llevará hacia la colaboración como aquello que, inherente a todos los seres vivos, ha hecho posible la permanencia de la vida en nuestro planeta.

Pero si tomamos en cuenta todo lo anterior, cabe preguntarnos: ¿cuál es el rol que la competencia debe cumplir en la educación?, ¿es la competencia una herramienta eficaz para lograr aprendizaje?, ¿qué tipo de aprendizaje se logra a través de la competencia?

La competencia es un componente esencial de nuestro sistema educativo y ha ejercido un rol perverso no solo a nivel macro, es decir, pruebas estandarizadas, ranking de colegios, evaluación docente, concursabilidad por los recursos materiales, etc., sino también a nivel micro, en las prácticas habituales dentro de la sala, siendo los profesores quienes la mayoría de las veces hacemos, a través de nuestra práctica pedagógica, que esta manera de concebir el mundo bajo el prisma de competencia permanente se valide y perpetúe.

Estamos viviendo una época crucial para la permanencia de la vida en nuestro planeta y todos tenemos distintas responsabilidades para lograr que esta no sea destruida. Nuestro sistema escolar ha sido porfiadamente guiado, por quienes han tenido la responsabilidad de administrarlo desde los inicios de la dictadura y todos los gobiernos posteriores, hacia una competencia feroz, nos han querido convencer de que la única forma de lograr que mejoren los aprendizajes y los resultados es incentivar la competencia no solo al interior del aula sino también entre colegios, premiando a aquellos que logran mejorar y castigando a aquellos que no. Han convencido a los apoderados de que en la selva de la educación solo sobrevive el más fuerte, desconociendo que en las selvas verdaderas todos sobreviven, desde el insecto más pequeño hasta el animal más grande, porque la competencia en la selva no existe y cada ser tiene su propia dinámica de subsistencia.

Los profesores no hemos sido inmunes a esta ola gigantesca movida por los defensores de la competencia como panacea para los problemas de la humanidad y hemos caído en la aceptación de que la competencia juega un rol central en la educación y hemos permitido odiosas diferencias dentro de nuestras aulas y de nuestros colegios. Es cierto que muchos profesores hemos hecho esfuerzos para sacudirnos esta mochila de la competencia permanente con la que nos han querido cargar durante los últimos cuarenta años; somos al mismo tiempo víctimas y producto de este proceso enajenado por el que ha pasado el sistema educacional de nuestro país. Liberarnos de las cadenas que nos han puesto implica un ejercicio consciente por reconocernos víctimas y producto de este sistema, liberarnos conlleva una tarea introspectiva profunda y el deseo íntimo de no reproducir las prácticas que nos han llevado a este estado de cosas.

Muchos de nosotros hemos educado a nuestros estudiantes para que, en la competencia, actúen de manera justa, creyendo ingenuamente que la competencia justa existe. Hemos descubierto, sin embargo, de manera cruel, que la justicia y la competencia son dos términos que están en las antípodas; los defensores del modelo han puesto en nuestras cabezas conceptos como sana competencia, sabiendo que no puede haber una relación saludable cuando, en palabras de Maturana, mi éxito conlleva tu fracaso.

Con la intención de mejorar los aprendizajes en nuestras escuelas y colegios o al interior de nuestras aulas, nos han convencido de que la importancia está dada por la capacidad de potenciar liderazgos positivos capaces de competir y ganar; hemos potenciado a grupos de estudiantes con ventajas competitivas y los hemos orientado a transformarse en emprendedores capaces de competir con quien se les ponga por delante; entrenamos a los estudiantes para descubrir en el otro su debilidad, para poder planear mejores tácticas o presentar mejores argumentos y así atacarlo y “ganar”; incentivamos la competencia como táctica de aprendizaje, puesto que creemos que la ejercitación a través de la competencia generará aprendizajes significativos e, incluso, llevados por nuevas técnicas colaborativas, ponemos el foco en hacer el mejor proyecto o lograr que nuestros estudiantes sean mejores que los otros, enseñando que se mejora solo en función del otro que no es tan bueno como yo y no con la intención de que cada uno sea mejor cada día en función de sí mismo y del colectivo.

Todas estas prácticas están basadas en supuestos falsos que permiten que se perpetúe una forma de ver la vida que, paradójicamente, niega aquello que ha permitido que la vida continúe: la colaboración. Es contradictorio que los modelos educativos pretendan hacernos creer que es posible un modelo educativo donde la colaboración conviva con la competencia.

¿Pero cómo se logra transitar desde el paradigma de una educación basada casi exclusivamente en la competencia hacia una en que el centro del quehacer pedagógico sea la colaboración? ¿Por dónde debemos partir para sacudirnos esta idea de la competencia como motor del quehacer pedagógico?

Creo que la primera tarea para lograr responder a las preguntas anteriores es promoviendo una nueva forma de relación dentro del aula, relación que tenga como base una nueva visión de nuestro rol como educadores, que nos desafíe a plantearnos temas tan importantes como la relación de poder existente en el aula del siglo XXI o que nos obligue a reconocer que nuestro rol principal en el siglo XXI dejó de ser enseñar contenidos (que pueden ser fácilmente adquiridos a través de tutoriales y programas de computadoras) y pasó a ser el de facilitadores de las relaciones humanas.

Esta nueva forma de relación dentro del aula nos obliga a pararnos en un lugar distinto al que hemos estado acostumbrados, esto es, el lugar de aquel que sabe y ponerse también en el lugar de aquel que no sabe, realidad que se hace más patente en estos momentos pandémicos, y, por último, que nos oriente a mirar nuestra propia experiencia y reconocer  que los aprendizajes significativos solo se logran en un ambiente de aula de colaboración y que esto no significa que el que sabe más le enseña al que sabe menos sino que todos y todas colaboramos en el aprendizaje de todos y todas y que profesoras y profesores somos una rueda más en aquel engranaje y que, como en la selva, la competencia no existe sino que somos todos complementarios e interdependientes. Niños, niñas, niñes y adolescentes en esta ecuación dejan de ser objetos de obediencia y pasan a ser sujetos de derechos protagonistas de su propio aprendizaje.

¿Es esto posible? ¿Cómo llevamos todas estas inquietudes a la sala de clase? ¿Cómo las operacionalizamos? La idea de la disciplina relacional en el aula como respuesta a la relación vertical y autoritaria del siglo XX puede darnos una respuesta. Esta manera de ver las relaciones en el aula implica para los profesores las tareas de:

  • Lograr, como base para todo aprendizaje, un tipo de relación armónica, colaborativa, inclusiva, interdependiente y complementaria entre todos aquellos que participan del quehacer pedagógico al interior de la sala de clase.
  • Facilitar un marco de funcionamiento consensuado, aceptado y legitimado por todos y todas y por el que se da cuenta frente al colectivo.
  • Y proveer contextos en que intereses de niños, niñas y adolescentes sean resguardados, y un ambiente relacional que posibilite que puedan ser generosos, benevolentes, no competitivos y empáticos.

Tarea esencial para ello es realizar un encuadre de aula que oriente las relaciones al interior de nuestras salas de clases. Debemos, por lo tanto, lograr que los niños, niñas y adolescentes sean partícipes de las decisiones acerca de la forma en que nos queremos relacionar, ese será nuestro aporte para iniciar el lento camino de regreso, que nos aleje definitivamente de la lógica de competencia y nos traslade hacia la colaboración, esencia de lo humano que habita en nosotros, posibilitando el regreso hacia una dinámica cíclica de conservación, donde todos los seres vivos que habitamos el planeta cumplimos el rol de mantenernos en un equilibrio constante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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