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40 horas o elogio del ocio (o por qué es importante) Opinión

40 horas o elogio del ocio (o por qué es importante)

Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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¿Por qué hemos llegado a trabajar tanto y por qué nos cuesta tanto dejar de hacerlo? Esto se entiende mejor aun si se atiende también a la dinámica de nuestros inventos. El hecho, por ejemplo, de que existan nuestros teléfonos móviles involucra la construcción de una compleja cadena de valor que involucra a varias industrias (muchas de ellas nuevas), cada una compuesta por empresas que compiten entre sí bajo la bandera de la hiperproductividad y el ensanchamiento de su cuota de mercado. Todo esto amplía la necesidad de mano de obra (horas-humanas o expertise) o el uso intensivo de la misma para maximizar su rendimiento. De ahí que no sea posible que cada trabajador trabaje en lo que desee o esté en el lugar que quiere estar y, más bien, se vea condicionado por el empoderamiento y vaivén de las bolsas de trabajo.


A propósito del proyecto de ley que reduce la jornada laboral a 40 horas, es importante comprender que lo que está en juego entraña un gran valor para todos, como sugieren los acercamientos de posiciones y la buena disposición que existe por estos días entre oficialismo y oposición.

Así, podemos concebir la sociedad como una gran tecnoestructura o trama tecnológica en cuyos engranajes estamos insertos nosotros y que, en su origen, habríamos diseñado y construido con la expectativa de que sus mecanismos estuvieran a nuestro servicio, más bien que nosotros al servicio de ellos. La metáfora tiene sentido si consideramos que, en general, el trabajador promedio dedica más de la mitad de su tiempo consciente –y de esta porción, aquella parte donde tiene la mente más fresca y descansada– a laborar en pos de mantener la producción de los bienes y servicios que hacen posible nuestras vidas cotidianas (alimentos, automóviles, internet, investigaciones científicas y de otra especie, etc.). Según la OCDE, Chile es, de hecho, uno de sus países miembros con mayor carga de trabajo (45 horas), antecedido por Colombia y México (48 horas cada uno).

El gran filósofo analítico, matemático y Premio Nobel de Literatura británico Bertrand Russell (1872-1970), atribuiría esto al primado cultural de una moral productivista, según la cual, parafraseándolo en su Elogio de la ociosidad: “A un humano no se le remunera en proporción a lo que ha producido [o a lo que es suficiente para mantener operativa la sociedad], sino en proporción a la laboriosidad demostrada [es decir, a su disposición a servir a todo aquello en lo que su jefatura, empresa u organización le puede utilizar para ir más allá de la suficiencia, sin que necesariamente el empleado esté de acuerdo en lo más hondo de sí a trascender esos límites]”.

Sin embargo, para no caer en interpretaciones ideologizadas (como la que suele hacerse caricaturizando la relación entre trabajadores y empleadores, poniendo a unos como víctimas incapaces de todo mal y a otros como impíos explotadores), otra perspectiva más conciliadora es posible a la luz de la noción de la psicología de la Gestalt denominada “fijación funcional”. Se trata de un sesgo cognitivo (una especie de prejuicio) descrito por Karl Duncker (1903-1940) y rescatado por Andy Zynga en su artículo “El sesgo que nos impide innovar”, publicado en la Harvard Business Review (2013). Opera aquí en dos sentidos: por una parte, nos impide descubrir una manera distinta de manejar el acervo de máquinas y dispositivos de la civilización (“Hay que producir y producir, porque solo así funciona la gran máquina de la sociedad”); y, por otra, nos induce un sentimiento de temor, devenido de la constatación de que el sistema ejerce un gran poder y que todos o la gran mayoría se deja arrastrar por los movimientos mecánicos de sus apéndices (“Así es la vida de los adultos y no hay nada que podamos hacer sin incurrir en idealismos, y sin dejar caer encima de nosotros a los acreedores y perder nuestra más o menos cómoda sobrevida”).

Para entender por qué hemos llegado a trabajar tanto, un nombre más apropiado para este sesgo sería el de “sesgo hobbesiano” o “sesgo del Leviatán”. Conviene llamarlo así para enfatizar el peso de un sistema (laboral) que psicológicamente se nos aparece hoy como todopoderoso o incontrovertible, y que es análogo en su efecto autoritario y amedrentador a aquel sistema de gobierno que nos describe el filósofo político Thomas Hobbes (1588-1679) en su obra inmortal Leviatán (“Puesto que el hombre es el lobo del hombre, conviene evitar que se destruyan unos a otros fabricando para ello un coloso, gigante o deidad mecánica cuyo poder los sobrepase y, con su mirada roja e incendiaria, conmine a cada uno a obedecerlo y alimentarlo con su energía vital”).

Y es que lo decisivo aquí es la necesidad de un mayor tiempo disponible para la vida personal, que permita aflojar el estrés, romper esquemas monótonos o rutinarios, así como aumentar la posibilidad de una mayor reflexión de nuestros modos de vida y, junto con ello, la audacia, creatividad, participación colectiva y, en suma, el mejoramiento continuo y democrático de nuestra sociedad. Porque, sí, aun cuando alguien no se sienta exclusivamente movilizado por los valores de la solidaridad y la tolerancia, que subyacen a todo aquel que tiene la intención de hacer de su sociedad un lugar más acogedor −y no solo ocuparse del bienestar de su familia−, de todas maneras, el ocio le permitiría mirar sus proyectos y ambiciones personales con nuevos aires, y materializarlos con una pasión que redundaría en un mayor y más armónico impacto sobre la sociedad.

Con ello adquiere también una renovada interpretación el egoísmo racional que preconiza a lo largo de La riqueza de las naciones el padre de la economía moderna, el filósofo y economista clásico Adam Smith (1723-1790) o, bien, se comprende mejor la postura de otros intelectuales más radicales como Ayn Rand (1905-1982) o su intérprete, Robert Nozick (1938-2002). Pues en la medida que cada cual dispone de más tiempo para emprender aquello que más placer le produce (un emprendimiento de carácter público o privado), el camino se allana para lograr contribuciones más virtuosas (fundaciones, ONGs y movimientos sociales más plurales y convocantes, de una parte; y empresas más innovadoras e involucradas con su entorno, colaboradores y demás stakeholders, por otra). Y aunque, en principio, sería ingenuo pensar en una convergencia absoluta de los intereses de cada esfera u organización, lo cierto es que el acercamiento de las posiciones se incrementaría y dotaría de una mayor potencia a nuestras democracias.

Para quienes se sienten satisfechos con el estado actual del mundo y no les importa dejar las cosas tal cual están, es fácil endosar falta de voluntad a quienes no quieren aceptar la pesantez de la realidad. Entonces estos son llamados por aquellos a mudar de perspectiva, a enfocar las cosas “más positivamente” o, bien, “tomárselas a la ligera”. Se les recomienda, con una laxitud que raya en la apatía, que vayan al cine, salgan a hacer trekking o andar en bicicleta, viajen, coman bien, escuchen música o concierten un encuentro con su pareja, amante(s) de turno, padres, hijos o amigos. Y no es que estos panoramas carezcan de valor, sino que ellos son reducidos a meros paliativos o “pasatiempos” que compensan las tensiones de nuestro devenir en los sistemas, lo cual degrada su intrínseco valor. Porque lo que importa al cabo es la estabilidad de la persona en cuanto operador o mecanismo, no su estatuto humano.

Pero de lo que se trata es de volver los ojos sobre lo que realmente nos interesa y llena, para finalmente alcanzar grados más elevados de civilización. El gran maestro literario del realismo social chileno, el lotino Baldomero Lillo (1867-1923), capta muy bien en su cuento El alma de la máquina cuán necesario es el tiempo en “el lento proceso de reintegración al estado normal que se opera en el cerebro embotado del maquinista, quien tiene sus facultades anuladas, atrofiadas por horas y horas de obsesión, de idea fija”, y sin el cual “el autómata no volvería a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, oye, piensa y sufre”.

Para dejar de lado las abstracciones y el lirismo, conviene aterrizar esta meditación de la importancia medular del ocio con un ejemplo. Supongamos a un ingeniero novel recién estrenado en el departamento de producción de una embotelladora. Este pronto se dará cuenta de que, por norma, los inspectores visuales (operarios que chequean el contenido de los envases para asegurar que no contengan ninguna suciedad o elemento impropio que haya pasado desapercibido al lente de los robots) no pueden estar más de 10-15 minutos continuos con la vista fija en la línea de producción, porque de lo contrario pierden efectividad en su cometido. La misma figura de rendimientos decrecientes se puede extrapolar, por consiguiente, al régimen laboral en general, sin importar la jerarquía que tenga el operador en su respectivo sistema (ya sea un auxiliar, administrativo, analista, jefe, subgerente, gerente o director de una industria, poder del Estado, gremio, academia, etc.).

Es decir, al principio este pone los pies en su organización muy inspirado, dispuesto a cambiar el mundo, ofreciendo perspectivas y soluciones bastante novedosas, pero conforme pasa el tiempo, rara vez vuelve a hacerlo con el ímpetu de sus comienzos, por muy buen empleado que pueda llegar a ser. En otras palabras, el operador se seculariza, y contribuye a la secularización de su organización cuando aumenta su poder y emerge la ambición por multiplicarlo y conservarlo (suponiendo que el poder no es en todos los casos el móvil inicial para un desempeño profesional ejemplar).

¿Por qué hemos llegado a trabajar tanto y por qué nos cuesta tanto dejar de hacerlo? Esto se entiende mejor aún si se atiende también a la dinámica de nuestros inventos. El hecho, por ejemplo, de que existan nuestros teléfonos móviles involucra la construcción de una compleja cadena de valor que involucra a varias industrias (muchas de ellas nuevas), cada una compuesta por empresas que compiten entre sí bajo la bandera de la hiperproductividad y el ensanchamiento de su cuota de mercado. Todo esto amplía la necesidad de mano de obra (horas-humanas o expertise) o el uso intensivo de la misma para maximizar su rendimiento.

De ahí que no sea posible que cada trabajador trabaje en lo que desee o esté en el lugar que quiere estar y, más bien, se vea condicionado por el empoderamiento y vaivén de las bolsas de trabajo. Dicho de otra forma, creamos cucharas para comer y ropa para vestirnos, pero esas necesidades y comodidades son neutralizadas por las demandas productivas que son inherentes a esas tecnologías. Y no repararemos jamás en esto −es decir, no llegaremos a hacer filosofía de nuestras técnicas, pensando en el valor vital que en realidad nos agregan nuestros empleos– si seguimos siendo succionados por la máquina y no disponemos de más tiempo y espacio para distender la mente, eliminar los cursos de acción rebuscados y vislumbrar nuevos modos de existencia.

De paso, hago un llamado a mis colegas en las escuelas de ingeniería a empezar a dejar espacio a estas cavilaciones en los currículos de estudios de los estudiantes de nuestra disciplina, que es una de las que más impacto tiene hoy en el mundo por su potencial transformador, y a dejar de hacer teoría de los distintos sistemas desde una mirada romántica o idealista, concentrada solo en sus efectos deseables y haciendo caso omiso de los que están en las antípodas (el ingeniero a menudo se ve a sí mismo calzando milimétrica y heroicamente las piezas de un prototipo). En el pasado los habría llamado a incorporar a sus unidades académicas a los técnicos o especialistas de la filosofía, de no ser porque ellos también son esclavos muchas veces de sus propios sistemas conceptuales. De modo que sería bueno que, provisionalmente al menos, ellos filosofasen por cuenta propia.

Cabe señalar, por último, a propósito del liderazgo del proyecto de ley por parte de la ministra del Trabajo y Previsión Social, Jeannete Jara, que recientemente el reporte Women in The Workplace, elaborado por la comunidad global Lean In y la consultora trasnacional McKinsey & Company, reveló que las mujeres líderes tienen una tasa de renuncia mucho más elevada que los hombres, entre otras razones porque ellas tienen una sensibilidad distinta; una visión más modernizadora que prioriza, entre otros, el trabajo flexible, las iniciativas de DE&I (diversidad, equidad e inclusión, para los que no sepan) y el combate al síndrome de burnout (aquel que hace crónico o normaliza el estrés laboral) y a las «microagresiones» (o violencia sofisticada de las corporaciones contemporáneas).

En fin, la toma de conciencia del imperio que ejercen las lógicas de nuestros sistemas y tecnologías (máxime los laborales) es una deuda que tienen todavía las sociedades liberales consigo mismas si lo que buscan es, efectivamente, la emancipación por antonomasia de cada uno de nosotros. El proyecto de las 40 horas es, por lo tanto, un paso indispensable para comenzar a encaminarse a la conquista de ese propósito.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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