Publicidad

Libertad sexual, Constitución, derechos individuales

La Constitución es bastante más que ese texto frío y lejano que algunos nos quieren hacer creer; una norma cerrada, fija y anclada en el pasado.


La idea de que la Constitución no es puramente un texto formal que define un conjunto limitado y literal de derechos fundamentales es clave para entender por qué algunos temas relacionados con la libertad sexual encuentran sustento en ella.

Algunos piensan que la Constitución debe ser leída como un acto de voluntad por medio del cual autoritativamente quedamos sujetos a las valoraciones e ideas de quienes la dictaron o elaboraron. La Constitución se nos impondría generacionalmente como un texto integro, esculpido de una vez y para siempre, al cual debemos lealtad y obediencia al mismo modo que santificamos las tradiciones, como dice Burke.

De ser dominante esta concepción de Constitución, algunos temas relacionados con la libertad sexual (pornografía, homosexualidad y lesbianismo, acceso a técnicas de reproducción, anticoncepción y otros) no tienen solución ni respuesta constitucional, ya que el texto formal de la carta es bastante escueto -y también pobre- en la consagración de derechos fundamentales. Si la Constitución fuese ese cuero tieso que pretenden algunos, buena parte de la práctica constitucional y los debates sobre sexualidad son sencillamente inexplicables.

La Constitución es bastante más que ese texto frío y lejano que algunos nos quieren hacer creer; una norma cerrada, fija y anclada en el pasado. Por el contrario, con un contenido ius fundamental general, la Constitución normalmente se presenta relativamente abierta, susceptible de debate y ello, inevitablemente, nos permite advertir que las opciones que individual o institucionalmente se tomen ante esa textura material abierta de la Carta son inescindibles de las distintas concepciones de lo justo y de lo bueno que se posean. Por ello, todo debate sobre derechos fundamentales y sexualidad exige honestidad para presentar los argumentos y las razones que se sustentan (algo que muchos rehuyen ocultándose tras el dogma).

Así, para abordar el tema de la libertad sexual en la Constitución me parece importante dilucidar la idea de «derechos fundamentales» y lo que ella presupone medularmente. Esta idea pertenece a una larga tradición política y moral, cuyo afán se centra en asegurar una esfera de autonomía de los individuos frente al poder, una esfera sobre la cual «los demás» nada tienen que decir. Son «momentos de incondicionalidad», como piensa Habermas, que se le reconocen al individuo frente al poder.

Descansa esta tradición en la idea de que la Constitución, o la idea de derechos, reconoce y asegura una esfera individual de identidad, un espacio de intimidad, de sensibilidad y afecto que el sujeto construye y dirige, soportando, si fuere el caso, las consecuencias de sus actos. Pienso que no es posible entender el surgimiento de la Constitución ni el afianzamiento de la idea de «derechos» en nuestra cultura -ni tampoco la libertad sexual- sin advertir que ambas concepciones resultan elementales para posibilitar una convivencia en la que existen muy diversas sensibilidades y diversos planes y propósitos de vida.

Así entendida, la idea de autonomía cristaliza en la Constitución como enunciado general y como derecho fundamental con el reconocimiento y la seguridad -por razones profundas relativas a la «estabilidad y legitimidad del pacto social»- de que los individuos han de poder conducir y ser titulares de sus vidas, como una cuestión que va más allá -incluyéndola- de la mera conservación biológica de la existencia, de su integridad física.

Por lo mismo, los individuos han de poder influir o decidir los factores centrales que configuran esa titularidad, entre los cuales se encuentra la sexualidad. Ello supone -de otro modo sería imposible tal titularidad- la inmunidad suficiente, el espacio necesario, insoslayable, propio, donde se tejen y adoptan las decisiones más íntimas y propias del sujeto y que pone a la vida como algo digno de ser vivida. Es cierto que muchas experiencias de la existencia nos vienen impuestas, pero otras no se nos imponen, sino que podemos incidir o resolver sobre ellas pues depende de cada cual -incluso la de renunciar a la conducción o a la vida misma.

En una sociedad justa cada uno debe estar en posición de poder decidir o elegir la forma de vida que más le convenga o convenza. El reconocimiento constitucional de un espacio vital, de una esfera donde configuramos íntimamente nuestras decisiones, donde no se inmiscuya indebidamente el poder político -entre éstas, en los temas más cercanos a la sexualidad-, es básico para una mínima convivencia tolerable.

Una concepción de la autonomía y de los derechos como la que hemos someramente enunciado, debe ser defendida -aspirar a convertirse en pública- en virtud del valor intrínseco que esta esfera de autonomía tiene en sí misma para todos los individuos, e independiente de los arreglos específicos, de funciones agregativas, de las decisiones puntuales que cada sujeto adopte con arreglo a esa esfera o de si, disminuyendo los niveles de libertad a algunos individuos, maximizamos socialmente determinados bienes públicos (como la decencia, la seguridad, la familia u otros).

Ello no impide, como es obvio, sostener determinadas limitaciones amparadas en la lesión de otros derechos igualmente valiosos. La decisión de garantizar una esfera de autonomía es valiosa por sí misma -ya hemos dicho que es básica para la legitimidad del sistema político y social-, independiente de si, al restringirla, obtenemos índices más altos o más grandes de satisfacción para mayorías determinadas, o incrementamos los niveles correctos de autopercepción social, o aumentamos la virtuosidad de los ciudadanos o su complacencia.

Para cualquier individuo que actué con un mínimo de imparcialidad, el organizar su propia vida y los factores centrales de su personalidad, su familia, su sexualidad, configurar sus propios objetivos y medios para alcanzarlos, en suma, buscar la felicidad, resulta un valor en sí mismo que difícil y sensatamente se puede desconocer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias