Los alcaldes no habían podido hacer nada para arreglar la ciudad fea, sucia, contaminada, letal, venenosa, llena de ruido y de un surtido enorme de agresiones. Los candidatos a alcaldes hacían promesas generales y vagas: fulanito junto a ti; por un Santiago más limpio y seguro vota por zutano; perengano a tu servicio las veinticuatro horas del día; con fulanita de alcaldesa, la comuna progresa.
Ellas y ellos aparecían sonrientes, confiados, maquillados como para disimular la evidencia de que Santiago no tenía arreglo. Los votantes tampoco guardaban grandes esperanzas. Irían desganadamente a las urnas para evitarse las multas, y seguirían tratando de sobrevivir en aquella ciudad irrespirable.
Pero entonces todo cambió. Empezaron a desplegarse las gigantografías. Cubrieron de arriba abajo los rascacielos teñidos color ratón por el smog. Aparecieron cruzando de un lado a otro el río de aguas chocolatadas. Impusieron paisajes luminosos y puros: hielos, nieves y mares cristalinos que tocaban sin contaminarse el río fecal, el intestino de la ciudad.
Sobrepusieron praderas verdes, cordilleras magníficas en el aire enrarecido que había borrado las montañas. Poblaron las calles plomizas de bandadas de gansos que volaban dejando caer una que otra de sus suavísimas plumas en el cielo azul profundo.
Alentados por el éxito, los publicistas que habían creado esas imágenes gigantes, les agregaron ruidos, aromas y sensaciones táctiles. Así, de los parajes marinos fluían brisas salobres; de los bosques el canto de los pájaros; de los trigales, el rumor de las espigas, y todo eso hacía más irresistible la seducción de aquellos ámbitos encantados.
Entretanto, los retratos de los aspirantes a alcaldes y alcaldesas iban perdiendo sus sonrisas y el maquillaje empezaba a escurrírseles por las mejillas. No podían disimular su molestia porque les estaban abriendo enormes forados de paradisíaca naturaleza en la ciudad envenenada que ellos prometían arreglar.
Y muy pronto esos agujeros de campos, de bosques y de mares, abiertos en el concreto, se fueron tragando a la ciudad. Al principio fueron unos pocos valientes los que se atrevieron a meterse a las verdes praderas y correr por las lomas hasta las casas de campo que se veían a lo lejos.
Luego un grupo empujó un bote inflable hacia el mar infinito, y así, cada cual eligió el paisaje que siempre había soñado y se introdujo en la gigantografía respectiva. Hubo aglomeraciones porque al final todos tenían urgencia por irse, ya que se rumoreaba que el gobierno había ordenado retirar los lienzos. Pero la gente se quedó tranquila cuando comprobó que los ministros y hasta el mismo Presidente esperaban su turno para escapar de la ciudad maldita, e irse a alguno de esos parajes llenos de luz.
Fue así como un día la ciudad amaneció despoblada. Sólo quedaban en ella los carteles de los candidatos a alcaldes, mirando con odio a las gigantografías que les habían arrebatado a los votantes.