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Felicidad y solidaridad

la solidaridad consiste en la conciencia actuante de que estamos indisolublemente unidos a los otros. Que tenemos una deuda con el otro. Que su miseria es nuestra, y que igualmente su alegría hace arder nuestro corazón y brillar nuestro rostro.


A los antiguos les parecía evidente que todos los hombres y las mujeres queremos ser felices. Sin embargo, el profeta del nihilismo, Nietzsche, cuestionó tal aseveración. Muchos más por desesperanza que por convicción ya no creen en la felicidad. Eso es cierto, pero es mucho más verdadero que a la pregunta hecha al ciudadano común en orden a si quiere ser feliz responderá con un estruendoso «sí, quiero».



Pues bien, como recordamos el sábado pasado, los chilenos buscan la felicidad entre los padres, hermanos, pareja e hijos. Un abrumador 69 por ciento así lo declara. Empero, razonan que ven a sus familias divididas y llenas de tensiones. La pregunta surge entonces con angustia: «¿podremos los chilenos ser felices?»



Pues bien, creo que en la medida que el desierto del individualismo siga avanzando, la respuesta es no. Ello pues la felicidad justamente consiste en una suerte de solidaridad, de salirse de uno mismo y entregarse a lo otro: pareja, hijos, amigos, vecinos, naturaleza, Dios. Una persona feliz es una persona entusiasmada y el entusiasmo, al decir de Platón, consiste en ser poseído por un dios que nos arrebata, que nos impulsa a salir fuera de nosotros mismos ofrendando nuestras vidas en el servicio de lo absolutamente otro.



Sé que lo afirmado en el párrafo anterior se opone a toda una hegemonía cultural individualista que nos aprisiona. Mal que mal, vivimos en un mundo moderno que consagra los derechos individuales, la dignidad personal y la autonomía moral. Estas son verdades que amamos, pero que hemos hecho caricatura transformando individuación en individualismo, ego en egoísmo, persona en individuo, comunidad moral en sociedad mercantil.



El Chile de hoy vive obsesionado por el crecimiento individual que se busca en el consumo compulsivo de ayer -siete y medio millones de tarjetas de crédito, Dicom incluido, se pasean por el mercado-. Si mal no entendí, 170 millones de visitas reciben anualmente nuestros malls. Pero si a alguno de esos chilenos le preguntamos si encontrará allí la felicidad, entre la tienda de Benetton y Davis, dirá que no, apretando la mano de su niño que lo acompaña en ese extraño paseo -que a mí también me entretiene de cuando en vez-.



Más allá del discurso oficial y de la publicidad apabullante, en lo profundo del corazón el chileno sabe, con Pablo de Tarso, que «hay más bendiciones en dar que en recibir». Que es cierto lo que el judaísmo expresa: «bendito es quien considera a los pobres: Dios le tenderá la mano en su momento de angustia». Y que el profeta del Islam habla con la verdad cuando grita desde el desierto: «alimentad al pobre, al huérfano, al cautivo, sólo por amor a Dios, sin esperar recompensa ni tan siquiera una palabra de agradecimiento».



«Dar hasta que duela» es el grito de guerra de Alberto Hurtado. Nada de limosnas indoloras. Junto con el Hogar de Cristo, que todos recordamos, él fundó la Acción Sindical y Económica Chilena, ASICH, en junio de 1947. En 1951, uno de cada cuatro dirigentes sindicales del movimiento obrero chileno habían sido formados por este hijo del padre Vives y compañero de Clotario Blest. Y eran dirigentes sindicales de pliegos colectivos, negociaciones y huelgas.



Y su amor por el hombre le hacía confiar en el don de la razón y la fuerza de la palabra escrita. Por eso fundó Mensaje, para ayudar a la formación religiosa, social y filosófica de los católicos y orientarlos en un mundo nuevo, complejo y desafiante. Eso lo hizo en 1951.



Si lo recordamos es, por cierto, para no permitir que convirtamos al padre Alberto Hurtado en un continuador del conservador catolicismo de la limosna de ayer y de hoy. El fue un profeta de la justicia social y un promotor de la solidaridad. Pero también lo hacemos para terminar uniendo felicidad con solidaridad, para lo cual el puente dorado es justamente Alberto Hurtado.



Finalmente, la solidaridad consiste en la conciencia actuante de que estamos indisolublemente unidos a los otros. Que tenemos una deuda con el otro. Que su miseria es nuestra, y que igualmente su alegría hace arder nuestro corazón y brillar nuestro rostro.



Los chilenos seremos felices si y solo si vivimos en una sociedad buena y justa, pues la felicidad consiste en amar y amar de verdad es dar hasta que duela. Y si lo recordamos es más con vergüenza personal que con conciencia tranquila.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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