Publicidad

Una manera de fomentar la despolitización y el desinterés cívico

¿Por qué se nos impone como una verdad de carácter revelado que la firma de un tratado en solitario con las economías de mayor desarrollo es mejor para los intereses de largo plazo de Chile que una negociación en conjunto con los países del Mercosur? Es razonable que muchos ciudadanos crean que las potencias que hegemonizan este tipo de globalización utilizan estos tratados para perfeccionar las dominación.


El gobierno de Chile ha firmado un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. He leído en la prensa que los legisladores esperan conocer los términos del documento pactado para pronunciarse. Ese simple dato demuestra la debilidad de nuestras prácticas democráticas.



La administración ha adoptado compromisos que tendrán una decisiva influencia sobre la economía chilena, la repartición de ganancias y perdidas y los niveles potenciales de desarrollo. Pero nadie que no haya participado en las secretísimas negociaciones puede decir nada, porque solo esos expertos conocen los términos del tratado.



No solo se negoció en secreto (lo que quizás pueda entenderse, sobre todo si alguien se da el trabajo de explicarnos las razones) sino que parece existir el deseo que el documento sea aprobado en un semisecreto, entre gallos y medianoche, probablemente con la máxima celeridad y la mínima discusión.



Quizá nuestros gobernantes creen que el asunto tiene un carácter técnico, y que por ello solo pueden participar de la discusión los especialistas. No sería esta una materia que la plebe deba conocer, pues no tiene ni los conocimientos ni el nivel que la discusión amerita. Quienes esto piensan o quienes actúan como si en la práctica así pensaran parecen no haberse percatado que en la democracia la plebe o los hombres comunes formamos todos parte de la categoría de ciudadanos. Esta no acepta diferenciaciones por nivel educacional ni grado de competencia técnica, más bien lo contrario.



El principio fundamental de la democracia es la existencia de un idéntico potencial de racionalidad o de capacidad para decidir sobre los asuntos públicos, pues la práctica democrática se encargaría de nivelar, a través de la información abierta sobre las políticas, la discusión publica, el papel educador de los partidos y los medios de comunicación, entre ciudadanos con bases educacionales diferentes.



Si no se valida ese supuesto, el principio de la voluntad de la mayoría constituiría una práctica que podría tener efectos desquiciadores. Ese es exactamente el pensamiento de Hayek, una de los principales pensadores neoliberales.



Pero se supone que la coalición gobernante no se inspira en Hayek. Sus dirigentes afirman que creen en la democracia y que aspiran a que los ciudadanos se involucren en política. Sin embargo, parecen suponer que una definición de la importancia de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos (o con anterioridad con la Unión Europea) debe tener la menos discusión posible. En la etapa de la discusión del tratado se involucró a parlamentarios y en especial a empresarios, e incluso se discutió con algunos grupos de interés.



Pero esa es la dimensión corporativa de la discusión. Ahora se ha llegado a un acuerdo con la contraparte. Debería comenzar la discusión ciudadana, que no se limita ni a las instancias institucionales (como el Parlamento) ni a los partidos.



Un gobierno que piensa con seriedad en el desarrollo democrático debería convertir el tema en una ocasión deliberativa. Pero ésa no parece ser la voluntad de nuestros gobernantes, quienes demuestran a cada momento que están absolutamente contaminados por la concepción tecnocrática de la política.



Detrás de esa postura acecha un iluminismo vanguardista. Parecen sentirse como portadores únicos de la racionalidad, cuyos fundamentos, además, están predeterminados de una manera inmutable.



Gobernar es para nuestras autoridades desarrollar los principios de la economía de libre mercado y tomar decisiones en el marco de una democracia tecnificada. Han hecho suyo el Nuevo Testamento del neoliberalismo. Pero la discusión sobre un asunto de esta envergadura debería ser ocasión de un gran debate nacional, en el que junto con discutir las materias propias del Tratado se ponga en el tapete la pregunta sobre los cambios y transformaciones que el estilo de desarrollo actual necesita para cumplir con objetivos de desarrollo, y para recuperar los ritmos perdidos de crecimiento.



Pero no. Se nos impulsa a celebrar un tratado que ni siquiera conocemos y que no se quiere que se conozca. ¿Para qué, si lo negociaron técnicos de alto nivel? Sin embargo, los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de pronunciarnos sobre la priorización de fines y objetivos que están detrás y que informan las decisiones técnicas.



Los ciudadanos activos tienen la obligación de escrutar las decisiones de los que ejercen el poder político, pues detrás de ellas hay intereses, posiciones ideológicas, postulados a priori que tienen que someterse a discusión, y en especial en un momento como éste, en que la crisis de representación ha adquirido un tal desarrollo.



¿Por qué se nos impone como una verdad de carácter revelado que la firma de un tratado en solitario con las economías de mayor desarrollo es mejor para los intereses de largo plazo de Chile que una negociación en conjunto con los países del Mercosur? Es razonable que muchos ciudadanos crean que las potencias que hegemonizan este tipo de globalización utilizan estos tratados para perfeccionar las dominación, para estabilizar la estructura de desigualdades que caracteriza la actual división internacional del trabajo.



Este es un momento privilegiado para discutir a fondo esas aprensiones, especialmente porque nuestros negociadores quieren dar la impresión que no estaban en discusión intereses contrapuestos y que todo transcurrió en una atmósfera donde primaron los principios de universalidad.



Esta manera de hacer política, en la cual se actúa imponiendo soluciones sin verdadera discusión democrática, revela una absoluta falta de interés por desarrollar la politicidad, la preocupación generalizada por los asuntos públicos, la pasión por los problemas que afectan a nuestra polis. Con esta formas de hacer política, los gobernantes profundizan la crisis de confianza, acentúan la distancia con los gobernados y están fomentando la despolitización. ¿Para qué involucrarse en los asuntos públicos sin un tema tan central como éste (o como la reforma de la salud o los cambios constitucionales) son decididos entre cuatro paredes?



_____________

Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias