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Altiplano y mar: una cuestión de óptica


El prolongado y activo conflicto boliviano-chileno plantea en lo inmediato por lo menos dos interrogantes, considerando que esta vez, como no ocurrió antes, el eufemismo denominado «diferendo» de hecho ocupa una porción del escenario internacional. Estos interrogantes no se plantean en contra de la tesis esgrimida por la cancillería chilena ni por negar lo que de legítimo haya en los reclamos de Bolivia.



El primer interrogante se refiere a la posición de que está todo dicho porque alguna vez se firmaron acuerdos y tratados. El segundo se pregunta si es coherente esgrimir la mediterraneidad como causa de todos los males que afectan a Bolivia.



Tratados y pretextos



Los tratados expresan en general -y en el mejor de los casos- la conveniencia convergente de las partes, cristalizada con la firma del instrumento. No faltan quienes, con mayor lucidez o cinismo, afirman que con más frecuencia las negociaciones reflejan la situación de las relaciones de poder entre ellas. De cualquier modo los tratados no son eternos. La exótica -desde América Latina- y feroz historia europea de los siglos precedentes lo enseña así.



Los tratados y acuerdos internacionales no son eternos. Las cruentas invasiones a Afganistán e Irak, que son recientes y aun resistidas, lo prueban; no tan lejos en el tiempo las de Granada, Panamá y el previo intento de Bahía Cochinos, Cuba, deja en claro el valor real que las potencias asignan -no olvidamos Hungría y la ex Checoslovaquia- tanto a los sistemas jurídicos multilaterales como al bilateralismo.



No parece del todo realista, entonces, que Chile se aferre a los tratados suscritos con Bolivia como si de su intangibilidad dependiera la raída institucionalidad internacional. Tampoco parece que la renovada urgencia boliviana por acceder a una franja marítima descanse sobre bases firmes. A Bolivia no le faltan vías para acceder a los puertos fluviales y oceánicos del Atlántico y del Pacífico para exportar e importar por ellos.



Ciertamente es una suerte de fuga hacia adelante la invitación -o el pedido- del presidente boliviano para charlar con sus pares chileno y peruano duante la Cumbre de Monterrey, la próxima semana, un acceso al océano que contemple «continuidad territorial»; el complicado panorama político e institucional que enfrenta Mesa, y que se endurecerá en los próximos días y semanas, permite creer que su llamado al diálogo se ha concebido como una maniobra destinada al consumo interno para descomprimir su afligida situación.



Y tampoco ayuda el comentario -cuando menos torpe- del diputado chileno Tarud, en cuanto a que con quién conversará Chile, si acaso con un cultivador de coca. Sin duda Tarud se refirió con tan grotesca elipsis al dirigente social Evo Morales.



Lo que está en juego en la forma y en el fondo es cuestión de orgullos y soberanías regionales.



Un modo antiguo de pensar



En el primer pensamiento jurídico, político y filosófico latinoamericano difusa podría ser la cuestión de las soberanías nacionales y territoriales a fines del XVIII, principios del XIX, pero firme y fundada la de soberanía en cuanto a la independencia de poderes ultramarinos. El concepto de Patria Grande surge entonces y sus vaivenes permean la historia del subcontinente suramericano hasta nuestros días. Las dos grandes guerras, la del Pacífico, en el XIX y la del Chaco, en el XX, fueron instigadas por potencias extrañas.



El rigor legalista de la canciller chilena suena antiguo comparado con el discurso independientista, en especial el de Bolívar. El presidente de Venezuela Hugo Chávez no hizo más en Santa Cruz que obedecerlo: muy políticamente incorrecto, pero históricamente acertado, si comprendemos que nuestros actos no son más que la historia del futuro de nuestros descendientes.



El problema no es mar «para» Bolivia; el asunto es caracterizar el altiplano, la cordillera, las fronteras. Los Andes pueden considerarse barrera o encrucijada, separación o punto de reunión. Los pueblos originarios -y los contrabandistas- piensan que representan unión; las políticas nacionales que separan. Para unos la cordillera es puerta, puente; para la enseñanza escolar es separación, abismo al revés, en todo caso infranqueable.



No es Bolivia la que debe tener salida al mar, es el mar el que debe llegar al altiplano, al Chaco, al Amazonas. Lo que se juega no es una bandera sobre una playa. Lo que está en juego es la redefinición de América para la construcción del futuro. Lo otro nombres: uno de ellos es protectorado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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