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Educación y movilidad social en Chile: una ficción de la cual nadie habla


Se supone que en una sociedad moderna y democrática, todas aquellas personas que tienen talento, pueden potenciar sus habilidades y llegar así a detentar los más altos cargos de poder. Esto implica que las más importantes personalidades -empresarios, jueces y políticos, entre otros- deberían tener diversos orígenes sociales, puesto que el ascenso social no está delimitado por linaje sino que por mérito.



Ahora bien, las capacidades personales y su medición a través de calificaciones formales es un objeto que está íntimamente relacionado con el entorno social. Todo indica que quienes crecen en un hábitat socioeconómico y sociocultural privilegiado cuentan con mayores posibilidades para desarrollar sus habilidades. Diversas investigaciones indican que en un hogar donde los padres tienen estudios superiores, leen con frecuencia y estimulan a sus hijos, la probabilidad de desarrollar las capacidades personales es mucho mayor que en una familia de escasos recursos.



Por ello es que de buenas a primeras la privatización de la educación no sea una solución para paliar la débil movilidad social de nuestra sociedad. Gracias a la educación privada se van segmentando los alumnos de alto rendimiento en colegios más caros y los alumnos de bajo rendimiento en colegios más baratos.



Las pruebas formales que comparan unos colegios con otros (como por ejemplo el SIMCE) no hacen más que constatar que el rendimiento educacional está íntimamente relacionado con el origen social. El modelo de educación chileno tiende a agrupar a quienes viven en un entorno social propicio y a quienes viven en un entorno desfavorable para el desarrollo de las capacidades. Como bien lo demuestran las investigaciones de la Universidad de Standford dirigidas por Martin Carnoy, en Chile el mejor rendimiento no se explica necesariamente porque la educación privada sea de superior calidad.



El actual modelo de educación en Chile está lejos de ser un experimento exitoso de ascenso y movilidad social. Se da más bien una fuerte estratificación: por un lado, hay un reducido número de colegios de elite de elevado costo, mientras que por otro lado, se observa una expansión notable de la educación de la clase media y en parte de los sectores más desposeídos.



Esto se explica porque el conjunto de la sociedad chilena valora cada vez más la educación formal, puesto que se asume que la obtención de algún título posibilita el ascenso social. Así se comprende de paso el éxito comercial que tiene la educación en Chile, lo cual se ve en el crecimiento de colegios y universidades privadas. Por otra parte, así se mantiene a un importante número de personas fuera de la población económicamente activa, lo cual tiene un efecto positivo sobre la tasa de desempleo.



En nuestros días, la obtención de un título educacional es un bien simbólico que otorga status. No en vano, en el carnet de identidad chileno figura la profesión de la persona, lo que cual permite hacer una clara distinción entre quienes tienen y quienes no tienen un título profesional. Por lo mismo que en épocas como esta, donde un sinnúmero de estudiantes terminan el colegio, la publicidad de la educación superior se instala en calles, diarios y televisión. Educar y obtener un título se ha vuelto un negocio más dentro del mercado.



Pero detrás del mercado educacional no sólo se persigue la obtención de status, sino que también existe una promesa social: la obtención de un título profesional es una vía de acceso a mejores puestos de trabajos. La sociedad sugiere que todo aquel que se esmera y tiene talento puede ascender socialmente. Por ello que aquel pequeño número de sujetos de origen socioeconómico bajo que efectivamente logra ascender socialmente, sea después vanagloriado en la opinión pública. Ellos son el reflejo de que la educación permite la movilidad, lo cual mantiene viva la promesa social, y legitima la forma en que se distribuye el poder en la sociedad.



Quizás en el Chile de antes, cuando el Estado manejaba algunos colegios y universidades de elite, personas de ingreso socioeconómico relativamente modesto tenían la opción de ascender socialmente. Se trata en todo caso de una tesis discutible: es muy probable que el acceso a los recintos educacionales de elite manejados por el Estado estaba dirigido sólo para ciertos sectores de la sociedad. Más allá de esto, es evidente que en el día de hoy la educación de calidad se ha transformado en una mercancía de alto costo.



En los años ochenta, «Los Prisioneros» cantaban que cuando se es pequeño, la sociedad nos dice que hay que estudiar. Pero después de doce años de colegio, sólo unos pocos prosperan, de modo que a los excluidos no les queda más que cantar «el baile de los que sobran».



En los años noventa y a comienzos de este nuevo siglo, muchos más tienen la posibilidad de seguir estudiando después del colegio. Las familias ahorran y depositan todas sus esperanzas -hipotecando por ejemplo sus bienes- en que sus hijos, a través de la obtención de un título profesional, podrán ser más el día de mañana.



Está por verse si este sueño se hace realidad. De no ser cierto, habrá que esperar que «Los Prisioneros» hagan la segunda parte de su famosa canción. Claro que en esta nueva versión, «el baile de los que sobran» empezará no después de doce años de educación, sino que después de diecisiete años de educación. Y en vez «de patear piedras» habrá que «juntar monedas» para pagar las deudas acumuladas en torno a una ficción de la cual nadie quiere hablar.





Cristóbal Rovira Kaltwasser, Sociólogo de la Universidad de Chile. Estudiante de Doctorado de la Humboldt-Universität Berlin.
(cristobal.rovira.kaltwasser@student.hu-berlin.de)



  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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