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Cuando ser viejo duele

Seamos sinceros en que una sociedad que valora sólo el éxito monetario, la productividad económica y el consumo suntuario no soporta bien a personas que pasada cierta edad gastan más de los ingresos que contribuyeron a generar.


Norberto Bobbio, el filósofo italiano muerto recientemente, escribió bien pasado los ochenta un libro llamado De senectute. Es una obra en la que contesta a martillazos la obra homónima de Cicerón, escrita más de dos mil años antes. Bobbio reclama que cuando Cicerón escribió De senectute tenía sesenta años. Él tiene ochenta años (de hecho pasaba los noventa al morir). Y es cosa muy distinta, dice, ser un octogenario decrépito que un viejo en sentido burocrático, que pasado los sesenta años califica para jubilarse y aún tiene fuerzas de sobra para vivir.



Bobbio, reclama que hoy no es cierto lo de Cicerón, quien habla de la experiencia y sabiduría que pueden aún los viejos enseñar a los jóvenes. Pues en los tiempos que a él le tocó vivir, el cambio cultural, científico y técnico es tan rápido, que son los viejos los que deben aprender de los jóvenes. Son tiempos además de secularismo cuando no de ateísmo. Cicerón invita a no temer la muerte pues cree que el alma es inmortal. Luego, al morir quien ha llevado una bella y buena vida al servicio de la república, se juntará con los sabios y amigos de ayer. ¿Qué decir de nuestra sociedad que ya actúa como si no creyese en nada trascendente? Si todo es consumo, derroche y trabajo, ¿quién puede alegrarse de atender a un viejo? Los llamados a gastar los ahorros en mil actividades del ocioso tiempo libre, no convence a una refinada alma como al de Bobbio.



Peor es la suerte del viejo que muere solitario. A Norberto lo salvan su mujer, hijos y nietos. Esos que lo ayudan a cruzar la calle o lo soportan cuando como un cascarrabias reclama que cada vez se recuerda menos de lo que dicen esos libros que se amontonan silenciosamente en las cuatro paredes de su escritorio. Ä„Qué decir de ese maldito computador que él no sabe manejar! Pero Bobbio tiene a su familia. Aunque a quienes la sociedad individualista los han llevado a no tener hijos, los han perdido o estos los han olvidado llega la horrorosa soledad final. Es la vida muchas veces del asilo de ancianos que Bobbio conoce y nos transmite. Una vieja de ochenta y cinco declara que después de muerto su marido ha dejado de vivir: «No debo echarme a llorar, es esto tan terrible (…). No puede imaginarse cómo es esta espera de nada. No se puede. Yo no lo sé explicar. Me entran ganas de llorar. Nuestra vida es como si nunca hubiera existido y yo, poco a poco, me estoy olvidando de todo, y cuando me vaya olvidado de todo, moriré y nadie sabrá de mí».



Bobbio, creo, tiene razón. Ese descenso, lento, continuo e irreversible, hacia ninguna parte es triste, doloroso, indecible. Tanto así que quiso que su mujer muriese primero, para acompañarla hasta el final. Pero ello no debiera ser cierto cuando se tienen creencias religiosas cristianas. El filósofo no arremete contra la creencia religiosa, pues no sabe qué realmente hay después de muerto. La razón debe callar ante el misterio. Pero Bobbio apuesta a que entrará en el mundo del no ser, en el mismo mundo donde estaba antes de nacer. Contra eso se rebelaron Sócrates y Cicerón. Ellos creyeron en la inmortalidad del alma. La fe judeocristiana habla de otro mundo donde la muerte, el mal, el dolor y la enfermedad ya no habitarán más. Pablo de Tarso lo proclama: «Cristo una vez resucitado, ya no muere más y la muerte no ejerce señorío sobre Él? Bella creencia, que debiera hacer dulce el morir. Mas, ¿por qué tanto llanto entonces en los funerales cristianos de hoy?



La soledad se hace insoportable casi siempre y o para casi todos. Es cosa de semidioses o bestias el vivir solitariamente. Por eso nuestra cultura se funda en eso de «No es bueno que el hombre esté solo». Por eso sentimos que estamos incompletos hasta que no encontramos ese otro ser con el cual nos fundimos y generamos familia. Por eso tomamos parte y nos sentimos partes de las comunidades del barrio, la ciudad y la nación. No se equivocan aquellos que decían que «la vida sin amigos no merecería ser vivida». Por que somos seres que nacemos por otros; nos desarrollamos con otros y vivimos para otros.



Cuando las sociedades posmodernas de Europa dejan de creer en lo anterior, cuando la búsqueda de la felicidad individual lo es todo, empieza a reinar la soledad. En Paris, la mitad de sus habitantes viven solos por que optaron por la soltería, fracasaron en sus intentos de vida en pareja o enviudaron. Algunos llegan a hablar del fin de la fraternidad humana, pues fraterno viene de frater que en latín significa hermano. Y muchos ya no tienen hijos o sólo tienen uno. ¿Quién cuidará a esos ancianos que no quisieron ser padres?



Finalmente, Bobbio acierta también cuando la vida se reduce a estudiar para trabajar, trabajar para producir el máximo de bienes y servicios al menor costo posible para luego consumir en tu tiempo libre la mayor cantidad de bienes. Si lo anterior es cierto, ¿qué puede aportar a una sociedad un viejo pobre y jubilado que ya no puede trabajar ni consumir? Seamos sinceros en que una sociedad que valora sólo el éxito monetario, la productividad económica y el consumo suntuario no soporta bien a personas que pasada cierta edad gastan más de los ingresos que contribuyeron a generar.



En consecuencia, si queremos que nuestros viejos tengan una mejor vida junto con nuestros niños, no edifiquemos una sociedad individualista y materialista.



Sergio Micco Aguayo, Director Ejecutivo del CED.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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