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La guerra de las teleseries


La televisión -y en particular la de masas, la que aspira a cautivar a públicos significativos- es un fenómeno de tanta importancia en la vida social actual, que siempre me ha extrañado la poca atención que le prestan las ciencias sociales. Hay en ello, sin duda, un reflejo elitista de «no querer contaminarse» con una realidad considerada banal, identificada quizás con su vertiente farandulera más que con su cara formadora de opinión pública.

Sin embargo, ese desprecio no se condice con el hecho que ver televisión es, después del trabajo y el sueño, la actividad a la cual dedicamos más tiempo los chilenos. Es decir, choca con la realidad maciza que indica que la televisión está fuertemente arraigada en la cultura nacional, entendida ésta como conjunto de prácticas, valoraciones y creencias, y no en el sentido elitista y conceptualmente erróneo de «alta cultura».



Ahora bien, desde el punto de vista económico y también desde el punto de vista sociológico, el horario estelar (también llamado prime time) es crucial: en el período que va entre las 20 y las 24 horas, el 80% de los televisores están prendidos y se genera alrededor del 60% de las ventas en términos de publicidad.



El inicio de la franja corresponde al tiempo de la teleserie: es el período en que, en términos mayoritarios, y haciendo abstracción de los empleos que no lo permiten (digitadoras, nocheros, personal hospitalario, policías en turno nocturno, etc.), la familia confluye en el hogar, después de haber estado dispersa según los requerimientos de sus distintos roles (estudio, empleo asalariado, actividad en el hogar, etc.). Así, la teleserie suele coincidir con el tiempo de cobijo bajo un techo común, con el momento del repliegue hacia la intimidad, proporcionando un foco de atención y un tema de conversación también comunes, que al día siguiente trasciende la realidad familiar y activa las conversaciones en los lugares de trabajo y estudio.



Por razones que no están del todo claras, la teleserie es la locomotora de un verdadero tren programático en el que un programa engancha al otro: la teleserie le transfiere audiencia al noticiario y éste a su vez al programa estelar de las 10 de la noche. ¿Simple inercia? ¿Irrupción radical de la realidad con los titulares del noticiario, después de un pequeño shock a causa del término de la teleserie en un momento de estudiada tensión dramática? ¿Negativa a emprender una discusión familiar respecto a qué canal cambiarse?… lo concreto es que el efecto de arrastre se produce, razón que agudiza la competencia por adjudicarse el triunfo en la «guerra de las teleseries».



Durante varios años, Televisión Nacional obtuvo resonantes triunfos en esta competencia, sólo interrumpidos por el éxito de Machos a favor de Canal 13. Y este año, al menos después de un primer período que es crucial, pues compenetra a la audiencia con la historia y, de ese modo, asegura una cierta fidelidad, Televisión Nacional vuelve a ceder el cetro de manera contundente, con una novedad preocupante: su rating promedio de la primera semana estuvo por debajo de los 20 puntos, que es el límite que hace rentable la inversión en una megaproducción de esta naturaleza.



¿Qué hay detrás de este fenómeno inesperado? Sin pretender zanjar el problema, quisiera entregar algunas ideas que, a mi juicio, lo explican en parte.



Mi premisa es una tesis que estoy dispuesto a defender a brazo partido: los resonados éxitos de TVN en la «guerra de las teleseries» durante años se cimentaron en una cualidad que Vicente Sabatini y su elenco le imprimieron a sus producciones: ellas portaban valores que de alguna manera coincidían con los valores que reclamaba la sociedad chilena en vertiginoso proceso de transición cultural, paralelo a la transición política. Entre ellos: tolerancia, respeto a la diversidad y al pluralismo, cuestionamiento de patrones patriarcales, equidad (recuérdense Romané, La Fiera, Pampa Ilusión)*.



Desde luego, el vínculo debe pensarse en términos de influencia recíproca: las telenovelas de Canal 7, al mismo tiempo que vehiculaban valores que la sociedad estaba demandando y que estaban germinando en su seno (lo que explica la receptividad del público), fortalecía esos valores con experiencias que el telespectador podía experimentar de modo vicario (recuérdese, por ejemplo, el inolvidable rol de Tamara Acosta como DJ Kathia y el modelo «progre» de relación que establecía con sus padres, los notables José Soza y Consuelo Holzapfel).



La excepción a la regla no hace más que confirmar la tesis que estoy defendiendo: el retroceso de Canal 7 frente al resonante triunfo de Machos se basó en que, en aquel año, la teleserie de Canal 13 captó y reflejó de mejor manera las tendencias que estaban en desarrollo en la sociedad chilena en transición. De hecho, así como no podría entenderse plenamente el camino hacia la foto de miles de chilenos posando desnudos frente a Spencer Tunick sin las teleseries del Canal 7, así tampoco se podría entender el camino hacia el reconocimiento explícito de su homosexualidad por parte de Italo Passalacqua y Jordi Castell (y la aceptación subsecuente de la sociedad a convivir con esa realidad hasta entonces silenciada) sin la teleserie Machos.



Asentadas las bases del análisis, ¿qué está sucediendo entonces este año con la guerra paradigmática de teleseries?



En primer lugar, y partiendo del hecho indiscutido que ambas áreas dramáticas cuentan con elencos actorales de mérito probado y con niveles técnicos de producción de muy buen nivel, por esta vez, Canal 13 parece ganar el quién vive: el eje de la historia lo soporta una muy notable Carolina Arregui en el rol de una mujer ejecutiva, enérgica, decidida en el logro de sus metas y con capacidad de mando (¿le suena familiar con los parámetros del actual debate de campaña presidencial?).



Complementariamente, las cinco «profesionales del servicio» -rol un tanto ambiguo que daría para un análisis en sí mismo- están representadas por chicas jóvenes de perfil más bien liberal y una vocación hedonista que coincide con los tiempos actuales. Y, además, hay un núcleo de roles secundario pero simbólicamente significativo, el de los «nuevos ricos», muy bien interpretado por Solange Lackington, Alejandro Trejo y Juan Falcón, que le disputa con éxito el «ancla» tradicional de TVN en los estratos C3 y D (núcleo que, en la jornada inaugural, contó ni más ni menos que con el apoyo de la orquesta de Tommy Rey, ícono de la cultura popular).



En contraste, ¿qué ofrece la teleserie de Canal 7? El eje de la historia lo sustenta una familia de inmigrantes italianos de comienzos del siglo XX (lo que, a lo más, puede suscitar una identificación elitaria, nunca de masas) que -cuestión no menor- tiene como contraparte a unos chilenos envidiosos a los que se hace referencia como «flojos», «malos para el trabajo» y a unas autoridades también chilenas a las que se presenta como incumplidoras de promesas y contratos. Creo no equivocarme al decir que este esquema dramático básico va a contracorriente de un nacionalismo que, nos guste o no, ha constituido una nota saliente de los últimos tiempos y que cabalga sobre un sentido común instalado de una supuesta excepcionalidad chilena en el ámbito latinoamericano.



En segundo lugar, si durante la transición uno de los temas emergentes ha sido el así llamado «tema mapuche», en la teleserie nacional se introduce un pequeño núcleo que permitiría explotar la temática, pero se lo hace de manera muy secundaria, sin ir al fondo de la reivindicación mapuche, sólo rescatando una dimensión ecologista y como una mera excusa para poner el tópico, ya demasiado reiterado, de los amores interculturales que se enfrentan a la férrea oposición de los respectivos medios sociales, algo así como Romeo y Julieta made in Taiwán: en serie, sin mucha preocupación por los detalles y con regusto a demasiado visto (tópico que está reiterado, en la misma telenovela, en la pareja de Doménica Capo -la italiana- y Diego Quiroga -el criollo-).



En tercer lugar -factor que ya han detectado los focus group y en vías de rectificación- mientras la teleserie de Canal 13 fluye a un ritmo muy dinámico en lo oral, la saga de los italianos obliga a seguir subtitulados, lo que, a mi juicio, no sólo afecta a la población supuestamente iletrada. El punto es que, por definición, toda teleserie aspira a ser un producto «livianito» que entretiene, que da un respiro después de una agotadora jornada laboral en la que cada vez más gente es absorbida por procesos productivos o de servicios que demandan niveles significativos de concentración y/o implican estar durante horas frente a una pantalla de computador. En ese escenario, la necesidad de leer subtítulos por cierto que constituye un desincentivo, y el zapping una tentación.



Finalmente, en algunos análisis de prensa recientes se ha mencionado como posibles errores de Los Capo el repetirse con una teleserie de época y, comparativamente con Brujas, haber trabajado con un elenco de calidad pero mucho mayor en cuanto a la media de edad. Algo de eso hay pues, a ratos, ver Los Capo es tener ante nuestros ojos la delirante saga de secuestros con que se alargó hasta lo inverosímil (en aquel momento: rating obligaba) a Los Pincheira.



Para terminar, desconozco si los anteriores éxitos de las teleseries de TVN se debieron sólo al excelente olfato de Sabatini (que esta vez parece haber fallado por cansancio, no en vano programaba un año sabático del que no renegó, a pesar de la debacle en sintonía de Los Capo) y a la pluma de buenos guionistas o estuvo detrás un estudio previo, una prospectiva sobre contenidos. Lo que es claro, es que dada la naturaleza del negocio involucrado, Daniel Fernández, el nuevo director ejecutivo de TVN, parece tener razón en la necesidad de asumir de manera más científica el tema de la producción de contenidos y darle un peso específico al área de estudios dentro del canal nacional.



TVN tendrá siempre a su favor que no está presionada por un corset conservador como el que suele tensionar al canal católico. Este último se ve obligado, por razones de mercado, a coquetear con las tendencias culturales dominantes, más liberales (como de hecho sucede actualmente con Brujas) y luego a imponer finales moralizantes para contentar al clero y a los sectores más conservadores, que presionan para que se vuelva a la pureza de la línea editorial. Pero claro, eso es tema para otra columna.



Una cosa es clara: en el largo plazo, la guerra de las teleseries la gana el que, junto con la calidad de las áreas dramáticas y los altos niveles técnicos de producción, despliega temáticas que acompañan la transición cultural en curso, nutriéndose de ella y empujándola, en un proceso de reforzamiento recíproco.



A afinar entonces la puntería, pues como bien lo consigna el adagio, no muy comprendido a veces por los conservadores, Vox populi, vox Dei, lo que en lenguaje televisivo quiere decir exactamente: el que interpreta acertadamente el sentir del pueblo, se asegura el rating.





* Excluyo de este análisis a la última teleserie: Los Pincheira, cuyo éxito atribuyo a razones de orden diverso que exceden el marco de esta columna.





Fernando de Laire. Doctor en sociología. E-mail: fernandodelaire@hotmail.com.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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