Publicidad

Editorial: El espíritu y la memoria


El deceso de Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, ha hecho resurgir la memoria de los hechos y vicisitudes ocurridos en nuestro país con motivo de su visita, en plena época de dictadura militar. Las imágenes que nos devuelve la televisión y los testimonios de algunos actores directos de los hechos, muestran un momento de catarsis de libertad para un pueblo gravemente herido en su salud espiritual por la represión y la violación sistemática de los derechos humanos. Ello es notorio en los testimonios de los pobladores.



Parte de su legado a la iglesia Católica, más allá de lecturas de especialistas, que van desde el Papa que "refunda", al Papa que "excluye", es haber sintonizado adecuadamente un momento de cambio en las comunicaciones, y reemplazado el ejercicio estático de su jefatura por una conducción dinámica y de contacto directo con su base social, para intentar relegitimar a su institución como un poder ordenador supranacional en materia de valores y política. En la coincidencia de ese objetivo con las necesidades culturales y políticas de la sociedad chilena de los años ochenta se funda parte importante del reconocimiento que hoy se le hace en nuestro país.



Los derechos humanos y la memoria



Resulta paradójico que justo cuando se da este acontecimiento, tan lleno de expresiones públicas de pesar por parte de los más diversos sectores, se extingue, en medio del olvido colectivo y la falta de recursos, la Comisión Chilena de Derechos Humanos que fundara Jaime Castillo Velasco. Uno de los organismos pioneros que cobijaron los esfuerzos sociales por la paz y la vida en el país en la época en que el Papa visitó Chile.



Dado los tiempos que corren, resulta natural que las cosas no existan para siempre. Mas aún si a la evolución natural, se agrega una visión política instrumental y utilitaria sobre las instituciones y organismos sociales, que considera que cumplido el objetivo, deben desaparecer.

Sin embargo, no es por nada que el tema de los derechos humanos se ha quedado por más de treinta años en la agenda pública, y el camino para la decencia del país en esta materia fue sostenido muchas veces sólo por el esfuerzo colectivo y privado de organizaciones sociales como las que la Comisión cobijó en sus inicios, o incluso ella misma.



En su historia se refleja parte importante de los esfuerzos sociales y políticos de la época, y lo menos que se esperaría es que su patrimonio simbólico e histórico termine dentro de unos años solo como material de apoyo a la tesis de algún estudiante europeo acerca de las violaciones de los derechos humanos ocurridas en Chile, o que sus papeles vayan a dar a cualquier sótano para ser comida de roedores.



Si no existe voluntad para comprender que el patrimonio que encarna la Comisión Chilena de Derechos Humanos es expresión de una cultura de la paz y el fundamento de un carácter renovado de la ética social, al menos debiera entenderse que merece una muerte digna. De lo contrario, los que hoy se duelen en público por la muerte del Papa Wojtyla, entre ellos algunos antiguos amigos de la Comisión, deberán reconocer que estamos nuevamente asistiendo al entierro del espíritu y la memoria en nuestro país.


Publicidad

Tendencias