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La pesca milagrosa de don Juan


Estoy en el Cerro La Gloria, mirando hacia el puerto de San Vicente. Es de noche y hace frío. Participo en un bingo en la sede social del Club Deportivo La Gloria y del Taller de mujeres Estela del mar. Don Sixto ha sido operado al corazón y su hijo, nuera y esposa intentan reunir dinero. Apelan exitosamente a la solidaridad de sus vecinos. Esa noche reunirán cuatrocientos mil pesos. Me presentan a «Don Chungüito». Es un hombre de setenta y cinco años o más. Muy bien llevados, por cierto. Pequeño y delgado, se me figura un anciano de cuento. Iniciamos tímidamente una primera aproximación. Es evidente que desconfía de mí, ese extraño personaje que tiene al frente y que reparte libros. Sin embargo, el milagro de una buena conversación se produce. Doy un paso y otro más en dirección a un mundo pasado que me deslumbra.



«Don Chungüito» resulta llamarse don Juan. Y es un testigo magnífico de una época que ya pasada pero que revive en el recuerdo. Me relata que vivió en la caleta La Gloria, antes que se instalara allí el puerto de San Vicente. Me cuenta que con su padre salían a pescar las noches de luna llena. Era cosa de lanzar la lienza y recogerla cargada. Los peces llegaban a varar en la playa. Tan grande era la cantidad que llegaba a esa poza profunda y protegida que Dios les había regalado. Los lobos de mar se dormían de tanto comer.



Me cuenta que la pobreza era extrema, de hecho su padre murió cuando Don Juan tenía apenas ocho años. Sin embargo me reclama que en aquel entonces la gente era más solidaria, las familias más unidas y no se veía ni delincuencia ni drogadicción. Por cierto, cuando llegaron las industrias comenzó la contaminación de la caleta. Los jóvenes norteamericanos de los «cuerpos de paz» alcanzaron a fotografiar lo que quedaba de ese bello lugar. Se instalaría el puerto de San Vicente. Por ello se trasladaron al cerro a vivir en bellas casas con electricidad, agua potable y baños, pero ya sin pescas milagrosas ni comunidades de vecinos queridos. Don Eduardo Frei Montalva estuvo en su casa, agrega orgulloso Don Juan. Se despide de mí después de hablarme de sus hijos y nietos. Los tiene incluso viviendo en Italia. En «Bolonica» precisa.



Por cierto la historia de don Juan me hace pensar en el sentido del progreso. ¿No es posible modernizarnos e industrializarnos manteniendo la solidaridad de las pequeñas comunidades y respetando el medio ambiente? Con esta pregunta a cuestas, me reúno con pescadores artesanales que aún tienen sus embarcaciones en la poza de Talcahuano. Tienen permiso para pescar, pero no han accedido a ninguna respetable cuota de pesca. Después de la crisis del jurel, se estableció el régimen de extracción artesanal que fija enojosos límites. Francisco es nieto de un marino ballenero e hijo de un buzo. Le molesta que les pongan restricciones excesivas a ellos pues son descendientes de pescadores. Sí lo puedan hacer otros, los poderosos industriales y semi-industriales. Mauricio me hace una pregunta quemante. ¿Qué pasará con sus hijos? ¿Podrán ejercer el arte de sus antepasados? ¿Tendrán acceso al mar? ¿Quedarán peces? Mal que mal vivió la pesca de cuatro millones de toneladas anuales de jurel. Colapsó el recurso pesquero y explotó la cesantía. ¿Volverá alguna vez la época de la bonanza del jurel? Parece que no. A la pesca industrial se agrega la amenaza amarilla. China empieza a pescar el jurel en alta mar. Con más de mil millones de personas que alimentar, no aceptarán de buen grado una regulación internacional. Ä„Menos de una América Latina que no logra sacar adelante el acuerdo Galápagos entre chilenos, peruanos, ecuatorianos y colombianos! Los nubarrones se extienden sobre el mundo de Francisco, Obando y Mauricio.



Detrás de las historias de don Juan, Francisco y Mauricio se esconde una honda interrogante acerca del futuro de nuestro país. En efecto, Manuel Castells señala que las exportaciones agroindustriales, acuícolas e industrial-pesquera que eran de 2.23 millones de dólares en 1990, saltaron a 4.83 millones el 2000. Se trata de una impresionante apertura de nuestra economía al mundo. Sin embargo, y como nos lo enseñan los más humildes de los habitantes de Talcahuano, hay tres enormes desafíos.



El primero es la sustentabilidad ecológica de este modelo. Seguir produciendo a destajo harina de pescado, sin selección previa de la pesca capturada; la tala indiscriminada de bosques o la sobreexplotación del jurel y la merluza son señales de alerta que los gobernantes, universidades, sociedad civil, empresarios, trabajadores y pescadores deben saber escuchar y procesar. El segundo es la sustentabilidad económica de este modelo, pues no podemos basar nuestra economía en la explotación de recursos naturales basándose en menores costos laborales o ambientales. Debemos agregar valor a nuestra economía con ciencia y tecnología que deberán aportar tanto el Estado como los empresarios. El tercero es la sustentabilidad social pues el sector exportador debe ser socialmente responsable. Pagar sueldos justos y entregar condiciones laborales dignas es lo menos que se le puede pedir a empresarios que han ganado millones y millones de dólares. Pero cuando uno ve a las «temporeras» de Curicó o las «trateras» de Talcahuano, no deja de dudar e indignarse.



Hermosa labor ésta de conversar acerca de nuestra patria, su pasado y su futuro. Una copa de vino navegado, una sopaipilla y el amor por el pasado nos unieron con Don Juan. En el mercado de Talcahuano un mariscal fue el pretexto para hablar con contrariados pero alegres pescadores. Cosas bellas de la política y de nosotros, los malvados políticos.





Sergio Micco Aguayo, abogado y cientista político.








  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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