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La caída


La caída es una película sobre la muerte. No sólo sobre la muerte de Hitler, sino sobre el acto de morir. Las escenas de la muerte del Führer y de Eva Braun, de su perro, de Goebbels, su mujer y sus hijos, de algunos generales, de civiles en las calles, los ajusticiamientos por horca o fusil, son estremecedoras porque nos hacen presente el minuto de nuestro propia muerte y la de nuestros seres queridos. Y sobre todo nos recuerdan que ante ella, el amor, el poder, el prestigio o cualquier otro capital que hayamos amasado durante nuestra vida, y perdón por el lugar común, el más común de todos, pierde por completo el sentido.



Desvarían quienes piensan que la película humaniza a Hitler. Me pareció un hombre desquiciado por una ansiedad de poder sólo semejante a un Dios sin misericordia. Él mismo lo dice: «Nunca me permití sentir compasión por los débiles». Un hombre orgulloso y cruel hasta el extremo de sacrificar a la población civil de Berlín antes que capitular. Consideraba que el pueblo alemán se había vuelto débil, corrupto, inferior, por el sólo hecho de ser derrotado. «Merecen morir». En las imágenes Hitler es sin duda el mismo monstruo que ideó la matanza de seis millones de judíos, sólo que aúlla su desazón: el delirio ha llegado a su fin y no hay nada ni nadie que lo pueda confortar.



Llama la atención el entrelazamiento de la vida cotidiana del búnker con los latigazos que provienen del desastre en las calles de Berlín. Mientras los hijos de Goebels le cantan una canción tradicional al tío Hitler, entran y salen generales que gritan su desesperación al Führer. Se acumulan los heridos en los pasillos al tiempo que un par de oficiales de punta en blanco se dedican a limpiar la cuchillería que se usará para la comida de esa noche. Hitler agradece un plato de ravioles con salsa de tomates. Eva Braun decide organizar una fiesta a pesar de que el bombardeo arrecia. Ella misma invita a sus amigas a fumar un cigarro al aire libre en una tregua de la artillería rusa.



Aparte de la gran interpretación de Bruno Ganz, que en ninguna escena rompe la ilusión de que él «es» Hitler, los personajes femeninos son los mejor logrados. Me sorprendió Eva Braun y su, podría llamarlo, «optimismo» ante la muerte. En ningún momento vacila en su decisión de suicidarse junto a su amado Adolph. Mientras tanto, conforta a los demás, los trata de animar y comparte las borracheras de los oficiales. Su matrimonio a último minuto me hizo pensar que estaba enamorada de la muerte. Sin embargo, fue la mujer de Goebbels la que me dejó helado (sic). Con una sangre fría inspirada por su amor al nacionalsocialismo, asesina a cada uno de sus hijos y después presenta el pecho a la pistola de su marido. Ella es el mejor ejemplo del mal que Hitler infligió a su pueblo. Encendió sus espíritus hasta la pérdida completa del sentido de la realidad. Los hizo creer que el único cielo posible era el imperio del nacionalsocialismo, aunque ese ideal les costara la vida.



A través de imágenes de un realismo casi imposible de soportar, La caída hace palpable la cultura de la muerte que infiltró el mando nazi. Verlos morir uno a uno con un cierto grado de dominio de sí mismos, sin desesperación, es la resaca de la ola de aniquilación con que asolaron Europa. Cincuenta millones de muertos. El vector del exterminio dejó de apuntar hacia los confines de los territorios conquistados y se volvió en contra de quienes lo habían arrojado.



Pablo Simonetti es escritor.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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