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El tránsito del socialismo al capitalismo


Se ha iniciado la transición política en Cuba. Sin Fidel Castro en la jefatura de gobierno, el poder político en la isla no es el mismo. Su dinámica cambia, y por lo tanto cambian también las condiciones de funcionamiento del sistema político. Porque uno de sus soportes esenciales, la autoridad ordenadora del líder, desaparece.



La velocidad, profundidad y modo del cambio dependen de muchos factores, la mayoría de ellos todavía ocultos. Pero el cambio va, para decirlo en cubano.



No tiene mucho sentido referirse a los poderes evidentes: las Fuerzas Armadas, el partido, los altos cargos burocráticos, el poder económico, la policía, y la red territorial de control del orden interno. Más importante es evaluar la calidad del vínculo social de esos poderes. Y su capacidad de articularse como un poder corporativo capaz de negociar con cualquier poder político, conservador o emergente.



El mejor pie, a juzgar por otras experiencias similares, está en las Fuerzas Armadas y en la policía profesional, sin perjuicio de los ajustes internos que se vayan haciendo y que le signifiquen independencia del poder político. El peor está en la red de inteligencia y control social territorial. Ella, por razones obvias, es resumidero del encono social, y según su profundidad, puede minar la estabilidad de la transición. Es el aparato más público y menos justificado del privilegio.

Hoy existen datos más que suficientes para teorizar la reversibilidad de los socialismos reales. Ineluctable, como diría Fernando Claudín, en su libro sobre la oposición política en el socialismo real de fines de los años setenta. Pero aún después de la caída del muro de Berlín y de la Unión Soviética, las izquierdas seguirán buscando culpables externos. Como si las hazañas acometidas exitosamente en un momento histórico no bastaran para justificar una vida. Necesitan el finalismo para vivir y explicar su derrota.

Es posible que la Cuba sin Fidel permita reflexionar desde la izquierda porqué un proceso político que en sus inicios marcó de manera profunda la conciencia moral de América Latina se transformó luego, presa de sus propios errores – y de la ferocidad de sus enemigos- en un mundo sin libertad, de grandezas y miserias, de igualdad y privilegios. Y donde ahora combatirán, a descampado, las ideas sobre el futuro en medio de culpas, esperanzas o intentos de represión.



Vale la pena pensar el proceso cubano en el esquema histórico de Fernand Braudel. Él sostiene que la historia se mueve en tres planos de diferente velocidad. Uno geográfico, que relata las relaciones del hombre con el medio físico que le rodea, y que es una historia inmóvil. Un segundo, que relata la historia de los grupos y las agrupaciones, en un decurso social de ritmo lento. Y sobre estos, un tercero, que es la historia de los acontecimientos, hecha a la medida del individuo. Estamos inmersos en ese tercer plano, con la figura de Fidel.



Pero dentro de poco la atención se centrará fuertemente en la historia lenta, en la economía, la guerra y el bloqueo, y el destino manifiesto de vencer o morir sostenido por Fidel, por un socialismo que ya nadie sabe donde está. Pero que como todas las cosas de la vida tiene aspectos que se rescatarán.



En el mundo actual, la lucidez de los gobernantes se pone a prueba cada día frente a decisiones que tienen efectos a las veinticuatro horas sobre sus poblaciones. Un mundo en el cual el poder político se legitima en el uso de la crítica, la transparencia y las elecciones libres. Democracia, libertad y bienestar son las consignas.



Por eso, la promesa de un paraíso que nunca llega puede subyugar como expresión de la voluntad de un hombre, pero es esencialmente temporal e imposible de transmitir por herencia.



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Santiago Escobar S. Abogado y cientista político.


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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