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Chile de vacaciones


Para cualquier observador desapasionado, resulta claro que, próximos al bicentenario, nuestra política nacional no vive, precisamente, un momento esplendoroso, preñado de ideales e iniciativas. La actual política chilena puede ser descrita a grandes rasgos como un régimen democrático de baja intensidad, salpicado de corruptelas, lugares comunes y protagonizado por personajes muy escasos de talentos y virtudes.



No obstante, antes de plantear un discurso plañidero y rasgar vestiduras moralistas, el analista político debe preguntarse acerca de las condiciones históricas y sociales que hacen de esta escena la única alternativa viable en este momento. Digámoslo brutalmente: el ordenamiento político de un país exterioriza el particular equilibrio de fuerzas e intereses en pugna. Del mismo modo, las «prácticas políticas» no hacen sino poner en evidencia los límites culturales y éticos en que se define la sociedad chilena, dicho en términos elementales: en la política nadie es inocente.



Estamos muy lejos de vivir una democracia, no digamos ideal, sino apenas digna. Las razones que se pueden alegar son muchas y variadas, por de pronto, un raquítico andamiaje institucional carente de espesor histórico, elites carentes de sentido histórico, un orden tecno-económico basado en la desigualdad social, una atmósfera cultural individualista y consumista adversa al desarrollo humano, en fin, el lastre inmenso de ser todavía un país sumido en el subdesarrollo por más que la publicidad pregone lo contrario.



La política, finalmente, es inevitablemente pragmática: se despliega en los contextos tales y como éstos se presentan. Ni resignación ni pesimismo, todos los avatares políticos de un país constituyen su experiencia histórica, única e irrepetible. Más allá del coro vocinglero de políticos del momento y del carnaval mediático, se teje la historia cotidiana, como todo lo humano con mucha miseria y muy poca grandeza. La miseria han dicho los poetas pertenece a la realidad, la grandeza está reservada a los grandes sueños.



Pareciera que Chile está de vacaciones, pareciera que la sociedad chilena hipotecó sus sueños, administrados por el consumo suntuario de imágenes de festivales. Pareciera que sólo nos resta asistir al pobre espectáculo de una política degradada a «sainete» de mal gusto. Sin embargo, como una alfombra la historia sigue atando nudos día a día en la sociedad toda sin que podamos advertir todavía cual será el dibujo que nos depara.





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18 de Diciembre del 2006





La herencia de Augusto Pinochet



por Álvaro Cuadra *



Tras la muerte de Augusto Pinochet, es necesario tomar distancia de los apasionamientos que ésta suscitó. Surge entonces la interrogante acerca de la herencia política que dejó tan polémico personaje en la historia de Chile. Por de pronto, lo más obvio es que la Carta Constitucional que nos rige es, en lo grueso, obra de la dictadura militar. Este legado jurídico y político ha sido administrado por gobiernos de la Concertación y fiscalizado por una derecha muy atenta al más mínimo cambio que se ha pretendido introducirle.



Con ocasión de los funerales, el país ha podido advertir hasta qué punto la figura del ex hombre fuerte ha calado en las instituciones castrenses, en particular el Ejercito. Todos sabemos que la actual generación de altos oficiales creció al amparo del gobierno de Pinochet. Si a esto agregamos las instituciones de oficiales en retiro, la mayoría de la clase política perteneciente a cierta derecha, un número significativo de empresarios, los más influyentes medios de comunicación y un número nada despreciable de autoridades eclesiásticas, podemos concluir que la democracia y sus ideales en Chile son más bien precarios.



La muerte del dictador no significa, en absoluto, el ocaso del ideario que él encarnó. La derecha «dura», por darle un nombre, está muy presente en todas y cada una de las instituciones de nuestro país, condicionando de alguna manera los derroteros del futuro. Esto es tan cierto que un triunfo de la derecha en los años venideros no es algo impensable. No seamos ingenuos, el mundo postcomunista y económicamente neoliberal en el que estamos insertos no es propicio al cambio sino proclive al conservadurismo, desde Bush a Ratzinger.



Esto explica muy bien la actual condición de la sociedad chilena, cuyas elites se muestran ultraliberales en lo económico y antiliberales en lo político y en lo cultural. El resultado visible es la administración de sociedades de consumo bajo formas de democracias de baja intensidad, más de consumidores que de ciudadanos. Si a este panorama sumamos un claro deterioro de la coalición gobernante sumida en escándalos de corrupción y carente de un horizonte de sentido histórico, el diagnóstico no podría tomar sino los tintes del pesimismo.



Lo que podemos esperar en los años venideros es más una afirmación del modelo económico y una naturalización del modelo político que una «pinochetización» de la derecha. Por el contrario, todo indica que asistiremos a un «pinochetismo» sin Pinochet, una suerte de trasvestismo político en el cuál se reniega de la siniestra figura del dictador, pero se afirman solapadamente cada una de sus políticas y sus ideales. Salvo algunos nostálgicos irredentos, la derecha inteligente sabe que lo que resta es administrar su triunfo histórico, aún cuando éste pudiera tomar por momentos el rostro de algún demócrata progresista.



La herencia de aquel golpe de septiembre, en cuanto al exterminio y el descabezamiento del movimiento de masas populares en pos de reivindicaciones políticas y económicas y la restitución de un orden de dominio ha sido consolidada y sigue absolutamente vigente. Es más, ella ha sido reivindicada como legítima por algunos temerarios uniformados y secretamente consentida por una amplia mayoría de ellos. En cierto sentido, podríamos afirmar que aquello que gritan sus vehementes seguidores guarda una oscura verdad, en el Chile de hoy, Augusto Pinochet no ha muerto.



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Alvaro Cuadra. Investigador en Ciencias Sociales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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