Publicidad

La corrupción, una lacra para la democracia


El eje vertebrador de la relación entre espacio público y democracia es la ética, que se concreta en la conducta moral, cuyos límites son bien y mal (probidad y corrupción). La corrupción constituye, inevitablemente, una lacra para la democracia. Esto significa la presencia de una enfermedad y la manifestación de un vicio físico o moral. Es necesario mostrar algunas claves capaces de desvelar el fenómeno de la corrupción y señalar su antídoto en la educación, como una práctica moral, y en el derecho, entendido como moral pública y mecanismo de control social.



La corrupción es uno de los mayores peligros de la democracia. Oportunamente nos enteramos de cuándo, dónde y cómo ocurre, porque los medios de comunicación la delatan; pueden y deben hacerlo, pues está en el espíritu de este sistema político ofrecer la mayor transparencia posible. Es necesario dejar de manifiesto otra evidencia que explica cómo y por qué este vicio se ha entronizado en la democracia, nos referimos al abuso del poder. Desde antaño, la sabiduría popular manifestó esta inquietud en un adagio, tan claro como cáustico, cuando sentenció «el poder corrompe». Una serie de situaciones ocurridas en la reciente vida política chilena pone, una vez más sobre el tapete, esta ancestral conducta humana que amenaza a nuestro sistema democrático.



Respecto a las claves, destaquemos la situación de la cultura occidental que desde el siglo XX puede ser caracteriza como: utilitarista, disciplinaria y tecnologizada, lo que genera un terreno propicio para el desarrollo de la corrupción. Observemos, por vía ejemplar, algunos síndromes que pueden explicarla.



Primero, partiendo de la premisa que el mercado se ha convertido en el centro de la democracia, se ha producido una mutación en el espacio público, confundiendo su carácter; de ser el lugar propio para el desarrollo de cada ciudadano y la construcción de una comunidad, ha devenido en el lugar para el desenvolvimiento del consumismo, replegando al individuo a la esfera de la necesidad y fomentando, a su paso, el individualismo.



Segundo, la función pública, cuyo carácter es la preservación de la democracia y el fortalecimiento del espacio público, con cierta frecuencia, se ve seducida por los medios de comunicación, con la consiguiente banalización de su función. Baste observar, cómo el interés televisivo ha producido un protagonismo, inusual e inconveniente, de los funcionarios públicos, como ministros, jueces congresales, alcaldes, entre otros, con el consiguiente detrimento de su función pública, por la tentación de quedar capturada en las redes del espectáculo. Aparecen, así, en la misma categoría de la farándula nacional propiciada por los medios de comunicación, las piernas de la jueza Chevesich y el vestido, totalmente transparente, de la Bolocco. Estas redes del espectáculo, qué duda cabe, se manejan desde las del mercado.



Tercero, la pérdida del sentido de la vocación propia del servicio público. Observamos que, en un sistema neoliberal algunos de los profesionales de cualquier área priorizan, en el ejercicio de su profesión, el lucro, perdiendo de vista el señalado aspecto vocacional.



En este contexto, se configura un sujeto individualista, aislado, egoísta, consumista, manipulado y propenso a la corrupción.



¿Cómo y a través de qué mecanismos se manipula al ciudadano? Los medios masivos de comunicación lo persuaden con ciertos espejismos que van uniformando y adormeciendo su consciencia. Por ejemplo, la libertad para consumir (Milton Friedman, vendió esta idea con gran éxito durante la dictadura de Pinochet). Esta pseudo libertad produce una sensación de dominio al poder comprar muchas cosas en las grandes tiendas con tarjetas de crédito, a menudo, sin advertir ni dimensionar que el endeudamiento es ascendente e irreversible y su corolario es, irremediablemente, la pérdida de libertad. La oferta de enriquecimiento instantáneo con un enjambre de juegos de azar. Este mecanismo es capaz de mantener durante años a algunos ciudadanos obnubilados con la ilusión de la riqueza fácil y el convencimiento de que un inminente cambio económico resolverá sus problemas. La falacia que vivimos en una sociedad de consensos, lo que es imposible en una comunidad compleja y masificada como la nuestra. Con razón, advierte Norberto Bobbio, «no hay dudas que el consenso se hace obligatorio allí donde el disenso está prohibido, y en consecuencia, la violación de la prohibición es castigada. Consenso y disenso configuran dos comportamientos opuestos: cuando nos encontramos frente a dos comportamientos opuestos, y tertium non datur, no hay dudas de que la prohibición de uno implica la obligatoriedad del otro».



¿Cuáles son algunas bases adecuadas para el fortalecimiento de la vida democrática y del espacio público? ¿Qué hace de un ciudadano, un buen ciudadano? ¿Constituye la probidad un valor de la democracia?



La respuesta a cualquiera de estas preguntas nos conduce a la señalada relación entre espacio público y democracia. Cornelius Castoriadis, ha planteado que la democracia es el régimen en que la esfera pública se hace real y efectivamente pública, es de todos y está abierta a la participación de todos. Si el espacio público, es el ámbito más propio para el desempeño ciudadano democrático y éste desempeño constituye una conducta moral, cuyas fronteras corresponden al bien y mal (probidad y corrupción), son, precisamente, esas conductas las que fortalecen o debilitan, lo más valioso que puede ofrecer la democracia: libertad, dignidad y autonomía.



Si la probidad es un valor de la democracia, ¿es posible enseñar los valores de la democracia? La respuesta está en la educación y en la tradición que arranca de las enseñanzas socráticas, sin embargo, no se trata de una educación tecnocrática, al servicio del mercado, sino de una educación democrática, comprendida en su carácter moral y contextualizada en su dimensión individual, social, política, ideológica e histórica. Únicamente ella, puede contribuir al desarrollo del espíritu democrático. En efecto, solamente la educación (paideia) de los ciudadanos puede dar el verdadero contenido al espacio público y convertirlo en un espacio solidario de encuentro y comunicación; de participación en la vida política.



Pensamos que es posible educar para la democracia, desarrollar una educación moral, pues cabe una correspondencia entre moral social y democracia como moral. En este empeño, otro ámbito privilegiado de acción, lo constituye el derecho, entendido como una moral pública, destacando sus valores jurídicos de justicia, bien común y seguridad jurídica.



Frente a la masificación de la comunidad mundial, que en el siglo XXI supera los 6 mil millones, y en el caso chileno los 15 millones de habitantes, el derecho se ha convertido en el más eficiente medio de control social. Sostenemos que es necesario ejercer un cierto control social, pues, de lo contrario, las relaciones entre los miembros de una comunidad serían caóticas. Tómese como ejemplo las dificultades y el malestar generalizado de los usuarios en la implementación del nuevo sistema de movilización pública chileno (Transantiago). Si no se regulara su uso, podríamos llegar a un caos cívico. Desde el derecho se puede poner en práctica, en parte, el sistema de valores que ofrece la ética, justamente porque las normas jurídicas son coactivas, es decir, cuentan con el apoyo de la fuerza legítima; los tribunales de justicia y las fuerzas de orden, responsables de cautelar el orden público. Por ello, un sistema jurídico sólo se puede considerar adecuado cuando, a lo menos, sea capaz de garantizar que no exista arbitrariedad ni impunidad en las conductas de los funcionarios públicos y en las interrelaciones entre los ciudadanos. La probidad de un funcionario público significa observar una conducta intachable y un desempeño honesto y leal, con preeminencia del interés general sobre el particular. Por ejemplo, el Rector de la Universidad de Chile o cualquier Decano de una Facultad, no son los dueños ni de la universidad, ni de su facultad, sólo la presiden y deben actuar acorde a su función pública, debiendo tener una conducta ejemplar. Si un funcionario público de alto rango (Presidente de la República, Rector de Universidad, Secretario de Estado, Ministro de la Corte Suprema, Senador de la República, etcétera), actúa como patrón de fundo, entra de lleno en la corrupción. Usurpar fondos públicos y trasladarlos a cuentas privadas, decidir nombramientos nepóticamente, prevaricar, realizar tráficos de influencia, engañar respecto a los antecedentes académicos, utilizar los bienes públicos en beneficio propio o de su familia, entre otros, son conductas corruptas, que están reguladas en nuestro ordenamiento jurídico mediante el conjunto de Normas sobre Ética y Probidad en el Ejercicio de la Función Pública, entre las cuales está la Ley de Probidad Administrativa.



La corrupción, enfermedad moral de la comunidad social, fue hace mucho advertida por Aristóteles, quien sostuvo que: si en una comunidad se privilegia el principio de beneficio (lucro), sobre el principio de uso (economía doméstica), se corre el peligro de instituir una sociedad crematística, es decir, orientada al lucro y fundada en la riqueza. Nuestra sociedad actual, utilitarista con el signo del neoliberalismo económico, es su paradigma.



Sostenemos que, en el sentido acordado, la educación y el derecho, constituyen caminos adecuados para fortalecer la salud democrática de nuestra sociedad, uno de cuyos desafíos urgentes es fomentar la probidad como un valor de la democracia. Todo ello, para no transformarnos en mudos testigos, donde el acontecer, como sostuvo irónicamente el mismo Castoriadis, termine por reducir la función política a hobby y lobby.



__________



M. Angélica Oliva. Académica – José Miguel Vera. Filósofo. Autor del libro Anatomía de la corrupción ¿Corrompe el poder? (Santiago de Chile: Ediciones de la Universidad Central de Chile. 2007). Juntos son profesores de Ética Funcionaria.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias