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El allendismo está presente

Osvaldo Torres
Por : Osvaldo Torres Antropólogo, director Ejecutivo La Casa Común
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Es obvio que el «acuerdo mínimo» propuesto por Arrate para antes del 13 de diciembre, con el argumento de detener a la derecha, es un salvataje a la candidatura de Frei. Parece una regresión al ministerio que ocupó con él, cuando era su vocero. Ser de izquierda no es votar por el mal menor, es…


Allende fue votado como el personaje más admirado por los chilenos en TVN el año pasado y su figura quedó flotando en el ambiente. En este sentido, a Allende no lo mataron.

Arrate lo levantó en esta campaña, como el ícono de la izquierda apegada al programa clásico de la década del sesenta: nacionalización del cobre, compromiso con las reivindicaciones de los trabajadores y fortalecer la democracia. Frei por su parte, siguiendo este camino hace unos días y ante un conjunto de sindicalistas, lo valoró y afirmó que él se enmarcaba en esa tradición; aunque luego le puso nota 4 a su gobierno en el debate televisivo.

Hasta aquí todo casi bien. Un sector de la izquierda y el centro reconociendo a Allende como parte de su patrimonio, y buscando capturar ese electorado.

Sin embargo, el panorama parece ser más complejo. La figura de Allende obviamente no es patrimonio de nadie en particular, y el contenido de su trayectoria y ejemplo tiene muchas lecturas. Allende fue un renovador de la política en tanto fue el artífice de la «vía chilena al socialismo»; siendo militante tampoco dudó en dejar su partido en 1952 cuando los socialistas apoyaron al ex dictador Ibáñez; no fue un líder comprendido por muchos de los dirigentes partidarios, tal es así que el propio PS torpedeó su designación como candidato presidencial; no fue un ortodoxo ni tampoco sectario, al punto que admiraba al Che Guevara, solidarizó con guerrilleros bolivianos, argentinos y negociaba la liberación del embajador británico con los Tupamaros en los setenta. En fin, Allende rompía esquemas y tenía un sólido apoyo en los movimientos sociales de esa época, rica en participación.

Hoy, algunos suponen que ser «allendista» es descontextualizarlo y poner en su programa de Gobierno la nacionalización del cobre, sin contar ni con la fuerza de los movimientos sociales ni con la capacidad institucional de una democracia para conquistarla. Se dirá que es una utopía necesaria y está bien, pero no es un programa de Gobierno y de lo que se trata es de llegar al Gobierno y cumplir las promesas para no terminar dando explicaciones.

Algo similar ocurre con la Asamblea Constituyente, que siendo lo más elemental el que una sociedad se de libremente las reglas para gobernarse y convivir, ésta no puede convocarse sin romper la autoritaria institucionalidad vigente; por ello se requiere proponer caminos posibles, si se quiere ser Gobierno de verdad, como por ejemplo la creación de una Comisión Constituyente generada por el Presidente -al estilo de las creadas por la Presidenta Bachelet- que elabore proposiciones, genere un estado de asamblea en la opinión pública y presione para instituir un poder constituyente consensuado.

Otros pueden creer que ser «allendista» es prometer el fortalecimiento de la negociación colectiva, pero -según recuerdo- Allende tuvo una mirada más amplia como la redistribución real del ingreso que se realiza con una tributación progresiva para que paguen los que ganan más; o creer que se es «allendista» imponiendo represas en tierras ancestrales en vez de guiarse por aquella Ley que promulgó Allende y que respetaba las reivindicaciones de los pueblos originarios (Ley 17.729) por allá en 1972.

Como se ve, el «allendismo» no es fácilmente atrapable. Para la actual  contienda presidencial, en que no está en juego ningún cambio revolucionario en las estructuras sociales y económicas, bien vale la pena reponer el legado de Salvador Allende como líder político, ese luchador contra la corriente, ese rompedor de esquemas, al que nunca las convicciones le tambalearon por un cargo gubernamental, el que supo articular a los radicales (y liberales) que habían apoyado la represión al PC hasta las corrientes más izquierdistas de su partido. Me quedo con ese líder de la renovación de la izquierda chilena y no con aquellos, que perdiendo la pasión renovadora, cierran el paso a los jóvenes liderazgos de izquierda que hasta hace poco militaron en su mismo partido y que han hecho un tremendo esfuerzo por terminar con el duopolio, cuentan con respaldo ciudadano y están a un paso de llegar al Gobierno.

Porque es obvio que el «acuerdo mínimo» propuesto por Arrate para antes del 13 de diciembre, con el argumento de detener a la derecha, es un salvataje a la candidatura de Frei. Parece una regresión al ministerio que ocupó con él, cuando era su vocero. Ser de izquierda no es votar por el mal menor, es votar por el cambio.

Lo que Chile necesita, lo que los progresistas anhelamos, es un «acuerdo básico» para el futuro: reforma tributaria, aumento al royalty minero y de las eléctricas, educación pública de calidad, economía verde, sustentable y productivista, más libertades.  Esto no se construye desde el temor, tiene la fuerza de las convicciones y ese liderazgo moderno, cargado de justicia social y libertario está en el único que puede derrotar a la derecha si pasa a la segunda vuelta. Lo que Chile requiere es una «revolución política» y no consolidar el cuadro anquilosado de dos bloques administrando el poder.

*Osvaldo Torres G. es antropólogo, director Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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