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Mercado universitario: de títulos nobiliarios a técnicos y profesionales

Pablo Ortúzar
Por : Pablo Ortúzar Instituto de Estudios de la Sociedad
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El problema, en conclusión, no es que haya mercado de la educación superior, sino que los precios de ese mercado hoy reflejan el prestigio de la profesión que se estudia y no el retorno que ese título específico generará a futuro. Es decir, es un mercado de títulos técnicos y profesionales que funciona con criterio de mercado de títulos nobiliarios.


Hay una especie de consenso en el movimiento estudiantil respecto a que el problema de la educación superior radica en la “mercantilización” de algo que debería ser incomerciable: el conocimiento. Sin embargo, hay en esta argumentación una trampa: lo que las instituciones de educación superior venden no es un conocimiento inaccesible para todos los que no acudan a ella.

De hecho, la modernidad capitalista ha puesto como nunca en la historia la mayor parte del conocimiento acumulado por la humanidad a disposición de quien quiera utilizarlo. Tanto es así que, debido a los avances técnicos, a duras penas logra ya protegerse la propiedad intelectual vigente.

¿Qué vende entonces la educación superior? Certificados de habilidades y conocimientos llamados títulos, los que tienen distinto valor de mercado según la demanda laboral de cada uno, la credibilidad y prestigio de la institución emisora y la credibilidad y prestigio de quien lo ostenta.

[cita]El problema, en conclusión, no es que haya mercado de la educación superior, sino que los precios de ese mercado hoy reflejan el prestigio de la profesión que se estudia y no el retorno que ese título específico generará a futuro. Es decir, es un mercado de títulos técnicos y profesionales que funciona con criterio de mercado de títulos nobiliarios.[/cita]

Por supuesto, las universidades son además de instituciones que emiten títulos con valor de mercado, comunidades reunidas en torno al conocimiento. Pero ese es otro tema.

Ya que estos certificados tienen un valor de mercado que se traduce en quien los obtiene en ganancias, es de toda lógica que las instituciones de educación superior puedan cobrar por la posibilidad de obtenerlos. Sin embargo, no lo es el que el valor promedio de mercado de dichos títulos no se vea reflejado proporcionalmente en los aranceles de la institución que los emite.

El precio del arancel de cada carrera de cada institución debería, para que los agentes tomaran decisiones racionales, reflejar el retorno promedio de dicha carrera y la información que permita generar expectativas razonables respecto a la tendencia ascendente o descendente de la calidad, prestigio y credibilidad de la institución, los que pueden variar de carrera en carrera (inversión en tecnología durante los últimos 5 años, por ejemplo, es clave en medicina, pero no lo es en derecho). Dentro de los factores mencionados estarían, por ejemplo, las labores desplegadas en extensión e investigación de cada unidad académica.

Otros factores importantes para quien decide estudiar en alguna institución pueden ser su orientación valórica o política, el tiempo promedio que demora la titulación, los nichos específicos a los que cada carrera se oriente, la duración de los semestres académicos, la existencia o no de instituciones de representación estudiantil y la cantidad de días perdidos por paros o tomas sufridas por cada unidad académica durante los últimos años.

Hoy, al no estar disponible la información relevante necesaria para todos los postulantes, las decisiones sobre qué y dónde estudiar en educación superior se toman a ciegas y son orientadas por vagos criterios de vocación y en gran medida por expectativas generadas a través de publicidad que no otorga información relevante.

Así, lo que el precio de los aranceles refleja hoy no se corresponde con el valor de mercado del título que se obtiene. Ello genera enorme frustración en quienes adquieren dichos títulos con expectativas que exceden el retorno y la empleabilidad real que éste, en promedio, permite, pero además dicha frustración se ve complementada la mayoría de las veces con enormes deudas contraídas para pagar esos aranceles.

En otras palabras, los dueños de la institución y los estudiantes no comparten el riesgo de sus inversiones. Para los primeros la inversión es casi segura y para los segundos absolutamente riesgosa, casi un acto de fe.

El efecto de esto es que, por ejemplo, los dueños de la institución no vean riesgo alguno en no reinvertir la mayor parte de las ganancias en mejoras institucionales que tiendan a aumentar el retorno promedio de la inversión de sus estudiantes, optando por invertir lo más posible en publicidad para agrandar la matrícula y las ganancias.

Si hubiera competencia en torno a indicadores claros, entre los cuales el más importante es el valor promedio de mercado del título que venden, muchas carreras mediocres o derechamente malas cerrarían y nadie se sentiría estafado al terminar sus estudios. Pero también muchas otras harían esfuerzos serios por mejorar la rentabilidad de los títulos que ofrecen, reinvirtiendo más en lo que realmente importa y menos en publicidad, considerando que lo que mandaría en la decisión de los estudiantes serían datos objetivos y no percepciones subjetivas generadas por la publicidad. La calidad de nuestra educación superior mejoraría notablemente.

El riesgo de estudiar una carrera nueva se vería sin duda reflejado en el arancel de ésta y quien quisiera impulsarla tendría que demostrar una inversión sólida y creíble en ella para poder atraer estudiantes, además de aranceles relativamente bajos, lo que haría que ésta tuviera que ser vista por el inversionista necesariamente como una apuesta a futuro.

Además, la diferencia de prestigio entre carreras como ingeniería comercial y gasfitería desaparecerían en la medida en que el título profesional obtenido en la universidad “X” apareciera reportando un menor ingreso promedio, obtenido pagando más años a mayor precio, que el título técnico obtenido en “Y”. Se terminaría así con el pernicioso y discriminador prejuicio que hace que miles de jóvenes desperdicien cada año sus talentos.

Por último, el problema de las becas estatales de arancel quedaría solucionado de una vez y para siempre: no serían necesarias. Si el valor del arancel está vinculado proporcionalmente con el retorno promedio futuro que produce el título en el mercado, el endeudamiento, existiendo como aval el Estado y con una tasa de interés decente, no representaría problema alguno para quien quisiera estudiar y su familia. La inversión sería realizada sobre un riesgo conocido y manejable. Las únicas becas necesarias  serían las de manutención y alimentación, para quienes las necesiten.

Finalmente, acortar las carreras que no requieren de cinco años para ser impartidas hace más confiable la información respecto a la rentabilidad promedio del título que se obtendrá y abarata costos del todo injustificables para los estudiantes y sus familias.

El problema, en conclusión, no es que haya mercado de la educación superior, sino que los precios de ese mercado hoy reflejan el prestigio de la profesión que se estudia y no el retorno que ese título específico generará a futuro. Es decir, es un mercado de títulos técnicos y profesionales que funciona con criterio de mercado de títulos nobiliarios.

¿Cómo hacer que los aranceles reflejen lo que deberían reflejar? Hay dos caminos: uno sería que en base a criterios estandarizados el Estado fijara los aranceles de cada carrera de cada institución año a año. Ello desincentivaría, sin duda, la inversión. El otro camino es el de la información: el MINEDUC debería encargarse de hacer disponible virtualmente, actualizada año a año, la información relevante, por carrera y por universidad, para tomar decisiones, permitiendo comparar y evaluar las opciones a cada postulante. El efecto de esto sería un mercado educacional competitivo, instituciones de calidad y precios de arancel al servicio de lo que los precios deben estar: la decisión racional de los consumidores.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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