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La presidencial y los espectros de Guzmán

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Sospecho que se reproducirá un dilema ancestral del régimen político, a saber, la contienda de atribuciones entre un ejecutivo proto-reformista y un legislativo de consensos conservadores. Existen leyes que corresponderán a decretos simples y podrán migrar, pero el campo de los quórum calificados comprende una discusión mayor que no está zanjada. No podemos descartar que en mayo del 2015 nos encontremos ante una cadena de conflictividad que puede doblegar la capacidad de integración del campo institucional y los movimientos sociales alcancen una notoriedad aún mayor a la que ya conocemos. No lo podemos descartar.


Lo confieso: estoy por la Convergente. Creo que la Nueva Mayoría puede extender “tibiamente” un campo de reformas democráticas al interior del polo institucional. Para ser más preciso hago alusión al fortalecimiento de un bloque proto-reformista con prescindencia de las ideas programáticas de la ex Concertación. También creo que es posible avanzar discretamente en la producción de cultura constituyente. En el mejor de los casos el escenario se moverá hacia una tendencial hegemonía de la reforma –nada despreciable en el marco de un “neoliberalismo avanzado”–. A la luz de su historia con el mundo obrero y popular, el Partido Comunista jugará un papel primordial en la reivindicación de una “sociedad de derechos”.

Pero debemos estar premunidos ante un escenario evidente. Al igual que muchos, estoy contrariado, abrumado. Me muevo en el plano de las expectativas moderadas, en reivindicar la necesaria articulación política, pero por sobre todo en no ir más allá del ancestral realismo. Las dudas vienen dadas por un diagnóstico infranqueable, casi de sentido común. Existe una evidencia empírica que nos permite augurar que el Bacheletismo triunfará en pocos días, ello vitalizará el imaginario democrático, será un momento esperado, más aún por las implicancias de ganar en primera vuelta y por la escasa adhesión electoral que concita la candidata conservadora –después de casi dos decenios–. Actualmente el proyecto conservador se encuentra en un estado similar a una “crisis terminal”, agobiado por un déficit de narrativa, refugiado en su factualidad corporativa, asfixiado por el lenguaje de la reforma, defendiendo obsesivamente la virilidad de su líder –quizás su estrategia proyectual será re-gremializar la sociedad chilena–. No podemos olvidar que el líder de la UDI  a fines de los años 70 les dio la espalda a las tesis de Mario Góngora y giró hacia las recetas liberalizantes de Milton Friedman.  Sin embargo, y a pesar del desdibujamiento de la candidata Matthei, ello no ha minado el poderío fáctico del sector integrista.

[cita]Sospecho que se reproducirá un dilema ancestral del régimen político, a saber, la contienda de atribuciones entre un ejecutivo proto-reformista y un legislativo de consensos conservadores. Existen leyes que corresponderán a decretos simples  y podrán migrar, pero el campo de los quórum calificados comprende una discusión mayor que no está zanjada. No podemos descartar que en mayo del 2015 nos encontremos ante una cadena de conflictividad que puede doblegar la capacidad de integración del campo institucional y los movimientos sociales alcancen una notoriedad aún mayor a la que ya conocemos. No lo podemos descartar. [/cita]

Por lo tanto, todo puede suceder a expensas de que el eje liberal-conservador se mantenga atrincherado tras sus escaños senatoriales. El diseño de Jaime Guzmán fue concebido como una “máquina de estabilización” para contener estados deliberativos (homeostasis). Un diseño de una eficiencia draconiana para neutralizar reactivamente la demanda social. El líder del gremialismo, dada sus distancias con la politicidad anarquizante, anticipó escenarios asediados por la reforma, por contextos deliberativos que le resultaban virulentos y que debían ser contrarrestados por una implacable relojería constitucional que mantuviera a salvo el equilibrio social. Lo anterior se expresa en un marco judicativo de una profunda impermeabilidad institucional, que trasciende los llamados enclaves autoritarios y se pone a prueba en una semana. Esta combinación –eventualmente– dará lugar a escenarios indeseables, claramente contradictorios. De un lado, el grito de la calle como mecanismo de presión a favor de los procesos de inclusión social, de otro, el cerrojo institucional obstruirá el campo de las reformas sustantivas. Pero además tenemos que lidiar con un bloqueo adicional.

De una parte, los sectores de la DC, esa dinastía conservadora de los Walker, de otra, los quórum calificados que se expresan en mayorías de dos tercios. Ello es posible por cuanto a pesar de algunos doblajes significativos a favor de la Nueva Mayoría, de un profundo contenido simbólico, al final del día las fuerzas políticas pueden estar relativamente equilibradas. Una cosa es un cambio cuantitativo en la correlación política y otra es superar la barrera de contención del binominal. La jaula de hierro fue precisamente concebida para salvaguardar coyunturas de este orden. Invocar su eficacia en la década de los 90 sería gratuito, por cuanto el consenso era parte de la racionalidad política de los actores. Ahora bien, la política también guarda relación con la metaforización de los espacios, con la irrupción de nuevos significantes, la circulación de palabras y la producción de imaginarios críticos. Ello sin duda que constituye un avance muy importante en los últimos años. Pero todo está sujeto –cual más, cual menos– a la remoción de mecanismos judicativos. El control jurídico del tejido social da cuenta de una prevención ante una eventual politización prevista en el diseño de Guzmán. Se trata de un mecanismo reactivo que buscar menguar la extensión de la conflictividad, la proliferación de antagonismos. Un dispositivo institucional del orden qua orden.

Esta encrucijada es materia de los enfoques politológicos, pues nos obliga a reconocer que la extensión derechos de cuarta generación podría hacer fricción con el encuadre institucional de los partidos políticos. Es casi un desafío hermenéutico saber qué entendemos ahora por gobernabilidad. La noche del 17 de noviembre debe ser leída con lupa, descifrada sigilosamente, el triunfalismo medial y el escaso apoyo electoral de Matthei en ningún caso agotan el problema de fondo. Genaro Arriagada en más de una oportunidad se ha jactado de que la noche del plebiscito, después del tercer computo leído por Alberto Cardemil, exclamó ¡abran champaña! Claro, caía el dictador, era el fin de la policía secreta, se terminaban los exilios, habían razones para brindar. Pero a poco andar nos caía la maquinaria neoliberal de los bienes y servicios; el sistema crediticio como una particular racionalidad política y una insospechada pendiente de desigualdad social. Ahora es saludable sospechar cuál es el sabor del champaña que se abrirá esa noche.

Es posible que el 17 de noviembre quede formalizada la constitución de una democracia de baja intensidad, mucho más simbólica en términos de desplazar a la derecha integrista del foro público, pero ello no implica la renuncia a los predicamentos integristas o el debilitamiento distrital para detener fácticamente los cambios sustantivos. Ello nos lleva nuevamente a valorar el potencial democrático que abrieron los movimientos de ciudadanía en el último decenio. En este sentido la democracia nunca debe ser concebida como “lo dado” desde el establishment, ella está siempre del lado de “lo ganado” mediante la extensión de la protesta social. Se trata de una vieja lección. Si la jaula del binominal surte los efectos para la cual fue creada, los movimientos sociales recrudecerán ante a un desplome de expectativas por el cerco judicativo que heredamos de la dictadura.

Me temo que se avecina un escenario marcado por el bloqueo institucional, por los últimos destellos del pinochetismo. La explosión de lenguajes críticos es sólo una posibilidad para presionar contra el cerrojo jurídico –que nos permita cerrar definitivamente la transición chilena–. Esto es también el resultado de  contradicciones institucionales que la Concertación no pudo (o no supo) resolver.

Espero que nuestro diagnóstico esté inexcusablemente errado. Pero sospecho que se reproducirá un dilema ancestral del régimen político, a saber, la contienda de atribuciones entre un ejecutivo proto-reformista y un legislativo de consensos conservadores. Existen leyes que corresponderán a decretos simples  y podrán migrar, pero el campo de los quórum calificados comprende una discusión mayor que no está zanjada. No podemos descartar que en mayo del 2015 nos encontremos ante una cadena de conflictividad que puede doblegar la capacidad de integración del campo institucional y los movimientos sociales alcancen una notoriedad aún mayor a la que ya conocemos. No lo podemos descartar.

En términos concretos vislumbramos dos escenarios estrictamente provisorios:

En primer lugar, un enfoque empírico nos lleva a proponer una hipótesis de “corto alcance”, la posibilidad de alcanzar un populismo de baja intensidad caracterizado por la integración institucional de la protesta social en la institucionalidad vigente –una revolución institucionalista–. Aquí se fortalece la extensión de reivindicaciones y ellas son absorbidas “exitosamente” al interior de un sistema de partidos (ese sería el papel de una hegemonía progresista). Ello se traduce en reformas emblemáticas, sean modificaciones al propio sistema de elección binominal, ajustes a la Constitución de 1980, FUT, reforma al sistema previsional, y el 5 % de tributos al megaempresariado (impuestos de primera categoría). Esto bien podría representar una mayor redistribución a propósito de una ciudadanía “empoderada” (empowerment). Aquí cabe recordar la importancia de la Nueva Mayoría para procesar el conflicto en contextos institucionales; el resultado de este proceso puede ser denominado como una “democracia pasiva” que tiene a su favor una importante cuota de “realismo político”. De ahí la posibilidad de un Bacheletismo de la reforma.

Un segundo escenario igualmente provisorio arroja conclusiones distintas. En el caso de que el cerco judicativo se mantenga controlado por los partidos de derechas –por obra y gracia del sistema binominal– se abre un panorama conflictivo más orientado a la radicalización de la demanda social. Una frustración de las demandas colectivas se puede traducir en la proliferación de diferencias totalitarias que pueden desbordar la capacidad de integración institucional. Ello bien podría estimular aún más los discursos maximalistas. Esto en virtud de la relojería institucional que obstaculiza fácticamente un programa de cambios sustantivos. Se trata de una hipótesis proyectual referida a nueva cuestión social. Aquí los pactos institucionales ceden a una conflictividad abierta y la esfera institucional resulta interpelada por los actores del mundo social –en el más crudo de los descréditos–. Si los movimientos sociales no se autoconciben como un activo de la democracia representativa, entra en tensión la institucionalización del conflicto. La postergación de propuestas como la Asamblea Constituyente o la Nacionalización del Cobre encarnan esa legítima aspiración ciudadana. En un escenario marcado por aprobaciones conservadoras, la orientación de los  movimientos sociales hará fricción con los límites del polo institucional. Todo ello, como ya hemos señalado, es plausible dado el carácter refractario de los mecanismos constitucionales para introducir cambios sustantivos. Existe el riesgo de que un excedente de antagonismos transgreda la capacidad de integración institucional o, en su defecto, el malestar reivindicativo se rehúse a un proceso de institucionalización. Ello se traduce en la crítica al duopolio político que caracteriza al movimiento social, como, asimismo, en la proliferación de discursos alternativos que buscan posicionarse con prescindencia del “progresismo concertacionista”. Más aún si recordamos el atrincheramiento senatorial que se avecina. El Bacheletismo corregido se ha dado como un pilar de gobernabilidad, pero el escenario puede ser mucho más híbrido.

Por fin, no queda otra cosa que esperar. Tenemos la expectativa de que algunos doblajes se cumplirán, muchos de ellos de un profundo contenido simbólico, pero ahora nos enfrentamos a una nueva encrucijada. Quizás el cerrojo del binominal cederá gradualmente a la iniciativa política expresada en el empoderamiento de los movimientos sociales (“el grito de la calle”). Pero ello requiere tiempo. Lo otro sería concluir que el candado constitucional definitivamente no se puede derogar por la vía institucional y el 17 de noviembre podríamos padecer otra noche prevista en el diseño de Guzmán.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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