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Las reformas: entre la política y (contra) la policía

Danny Monsálvez Araneda
Por : Danny Monsálvez Araneda Doctor © en Historia. Académico de Historia Política de Chile Contemporánea en el Depto. de Historia, Universidad de Concepción. @MonsalvezAraned.
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El proceso “reformista” que impulsa el actual gobierno, ha resultado ser un interesante ejercicio para dar cuenta y esclarecer qué vamos a entender por política, qué tipo de sociedad democrática queremos construir hacia el futuro, el cómo asumimos la política como actividad del pensar y el hacer colectivo, pero, sobre todo, entender que la política-desacuerdo como práctica constituye en sí un acto deliberativo y de disputa, el cual inevitablemente chocará, entrará en conflicto (como lo estamos viendo en estos días) con aquellos sectores de la política-policía que se resiste a los cambios y no dan lugar (tregua) para una transformación del orden establecido (heredado).


Todo proceso de cambios o transformaciones, ya sea en sus lecturas e interpretaciones reformistas o revolucionarias, genera tensión, disputas y conflictos al interior de una sociedad, grupo o sector, especialmente porque se alteran y trastrocan determinados valores políticos, económicos, sociales y sobre todo culturales, que en su momento eran vistos y reconocidos como buenos y eficientes en la configuración de un cierto orden, que en su lectura institucional se relacionan con los conceptos de gobernabilidad y estabilidad política. Así, mientras determinados sectores (grupos) de la sociedad (sean estos públicos o privados) defienden aquellos valores y patrones culturales, por lo tanto, se resisten a los cambios o en último caso buscan evitar –por diversos medios– que dichas transformaciones se lleven a cabo, otros (sectores) lucharán y pugnarán para que irrumpan aquellos cambios (lo nuevo) que son necesarios en un momento histórico determinado.

Todo este proceso generará tensión y conflicto entre los actores en pugna; asimismo, constituye (o debería constituir) uno de los elementos centrales de la democracia, vista como un campo en disputa, donde confluyen y se enfrentan sujetos, se desarrolla el antagonismo y las respectivas luchas por la construcción de un orden deseado.

[cita]El proceso “reformista” que impulsa el actual gobierno, ha resultado ser un interesante ejercicio para dar cuenta y esclarecer qué vamos a entender por política, qué tipo de sociedad democrática queremos construir hacia el futuro, el cómo asumimos la política como actividad del pensar y el hacer colectivo, pero, sobre todo, entender que la política-desacuerdo como práctica constituye en sí un acto deliberativo y de disputa, el cual inevitablemente chocará, entrará en conflicto (como lo estamos viendo en estos días) con aquellos sectores de la política-policía que se resiste a los cambios y no dan lugar (tregua) para una transformación del orden establecido (heredado).[/cita]

Esta forma de concebir (construir) la democracia, constituye la antítesis de aquel discurso y práctica que buscan naturalizar lo social. Un orden social que evoluciona según una legalidad inmanente, por lo tanto, la sociedad no es ni un producto histórico ni social; es decir, una historia pasiva, sin protagonistas y donde los actores son meros espectadores (consumistas e individualistas) al interior de la sociedad.

En este contexto, la controversia por las reformas que impulsa el Ejecutivo, es un buen ejemplo que permite dar cuenta de cuál es la concepción de democracia que tiene cada uno de los actores que participa en el debate. No estamos hablando de un debate circunscrito necesariamente a la discusión en el Congreso, sino a la contraposición de ideas que se da y debiera darse en el espacio público o lo público, lugar por excelencia en la construcción de una sociedad democrática, pensada y vista como proyecto colectivo.

En este proceso, variable fundamental la constituye la política. Al respecto, y siguiendo a Jacques Ranciere, se hace necesario diferenciar claramente la política entendida como desacuerdo, una actividad que rompe determinadas configuraciones, de aquella concepción de la política vista como policía; es decir, aquella que busca “la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución”.

Para el caso nacional, podemos situar dentro de la política-policía a gran parte de la derecha, encabezada por la UDI, apoyada por sus dispositivos de persuasión (medios de comunicación), la Iglesia, amplios sectores empresariales y algunos ex integrantes o próximos a la otrora Concertación, los cuales se han instituido o articulado en un bloque político y social que –en palabras de Raciere– constituye la mejor expresión de aquella política-policía, que tiene como elemento central instaurar (cuidar y mantener) un buen y correcto orden que debiese estar presente y abarcar a toda la sociedad, cumpliendo las leyes y ordenanzas para un mejor gobierno, en el cual los cuerpos (los ciudadanos) son asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea. En ese sentido, la política-policía no es necesariamente un proceso de “disciplinamiento” de los cuerpos (también lo puede ser), sino más bien es la configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas labores se distribuyen y se les puede sacar el mejor rendimiento (económico).

Por su parte, la política-desacuerdo constituye la antítesis de lo anterior. Es una actividad que tiene como objetivo romper lo establecido, para de esa forma desplazar los cuerpos (ciudadanos) de aquel lugar o aquellos lugares que le estaban asignados o instituidos (naturalizados) al interior de la sociedad. Esta política-desacuerdo, contraria a la política-policía, tiene como objetivo cambiar el destino de un lugar, hacer ver lo que no tenía razón para ser visto, hacer escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hacer escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido. Cuando la política adquiere esa forma, entonces tiene vida y proyección, por lo tanto, está produciendo y reproduciendo sociedad.

El proceso “reformista” que impulsa el actual gobierno, ha resultado ser un interesante ejercicio para dar cuenta y esclarecer qué vamos a entender por política, qué tipo de sociedad democrática queremos construir hacia el futuro, el cómo asumimos la política como actividad del pensar y el hacer colectivo, pero, sobre todo, entender que la política-desacuerdo como práctica constituye en sí un acto deliberativo y de disputa, el cual inevitablemente chocará, entrará en conflicto (como lo estamos viendo en estos días) con aquellos sectores de la política-policía que se resiste a los cambios y no dan lugar (tregua) para una transformación del orden establecido (heredado).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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