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Crisis política y contradicciones de clase

Mario Sobarzo
Por : Mario Sobarzo Doctor en Filosofía
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Ha pasado casi un año desde que estalló el escándalo por el financiamiento de la política, y sus aristas más complejas aún no terminan de desplegarse, por lo que tampoco es posible vislumbrar una solución desde ningún ente social o político aún. Sabemos que tarde o temprano ello sucederá, y nada garantiza que será en beneficio de quienes hoy resultan más perjudicados por las dinámicas y el funcionamiento del sistema capitalista en su forma neoliberal. Y esto, a pesar de no tener ninguna responsabilidad en esta crisis. ¿Cómo entender esto?

Creo que para situar adecuadamente la situación de crisis en que se encuentra la política institucional chilena no podemos sólo fijarnos en lo más obvio: la relación ilícita, ilegal, ilegítima o directamente delictual, entre capital y políticos profesionales, es decir, sujetos que han hecho de la política un oficio o profesión. Hacer esto lleva a darle la razón a una especie de línea de continuidad argumentativa desplegada desde diferentes sectores, autores y actores, que en los últimos días han llamado a reconocer la necesidad que tienen estos políticos (y, por ende, la propia política institucional) de los recursos que vienen de los principales grupos económicos del país.

Esta línea argumentativa que atraviesa posiciones políticas tan diversas como la de Carlos Peña, Jaime Ravinet, Ascanio Cavallo, Patricio Fernández y llega hasta los propios actores involucrados en las irregularidades de financiamiento de campañas y/o funcionamiento político, señala que no sólo es inevitable la vinculación capital-política (entendida como este grupo político autodenominado “clase”) sino que, además, de ella emana una relación virtuosa que beneficia el desarrollo de la democracia, en la medida que permite articular intereses legítimos en términos políticos. La ética de la responsabilidad en su máxima expresión.

La última y quizá más lograda arenga en este sentido, la hizo el tres veces derrotado electoralmente en los últimos años, Camilo Escalona, en un artículo tan bellamente escrito como lastimero en su contenido. En la tesis central de este texto el ex presidente del Partido Socialista cree que lo que se ha mostrado como una vinculación perversa entre política y dinero es una exageración y que el verdadero conflicto de fondo está en una suerte de cultura que se habría instalado transversalmente, de ver a la política como una fuente para el ascenso social, mediático, económico, etcétera.

Esta práctica cultural (el “cómo voy ahí”) que se habría extendido por el grupo (autodenominado “clase”) se resolvería con nuevas normas y una resignificación del ejercicio de las actividades propias del político profesional, desde la humildad. Creo que el carácter ideológico (y por lo tanto aglutinante para una cierta formación social) de esta línea argumentativa, queda más que en evidencia en el título y el sujeto hacia quien se dirige (la clase política), de la cual el propio autor se hace parte.

Pienso que es fácil observar el carácter ideológico de esta suerte de sentido común que hemos visto emerger en la elite política. La idea de una fallida percepción social que no entiende que los políticos no son seres angélicos y que, por tanto, necesitan el aporte de privados para satisfacer sus necesidades básicas en tiempos que no cuentan con los recursos del Estado. La tesis de que gracias a los aportes privados se hace posible la política democrática, ya que permite unir intereses, etc., tiene eso en común: tratan de dar una base de sustentación, un principio de realidad, a la descomposición ideológica que las contradicciones de clase están generando a lo largo de toda la sociedad.

Creo que esta hipótesis permite entender de un modo distinto por qué, si existe tal nivel de rechazo (por sobre el 60% en las encuestas más optimistas) al grupo autodenominado clase política (y sus instituciones), no existe capacidad de respuesta desde un lugar distinto para disputar la hegemonía política y convertirla en poder material, capaz de cambiar la institucionalidad.

Marx señaló, respecto al capitalismo, que el fundamento central de su funcionamiento tenía que ver con la apropiación individual de la producción colectiva. En Chile este proceso capitalista (aunque en la actualidad ha conservado ciertas formaciones sociales rentistas, semejantes en muchos aspectos a la de los orígenes de la República), adquirió nuevos ribetes y permitió el ingreso de nuevos individuos, luego de esa suerte de proceso de acumulación originaria desarrollado durante la dictadura de Augusto Pinochet, gracias a las privatizaciones.

Sin embargo, estas formaciones sociales nacidas de la acumulación originaria dictatorial tuvieron su continuidad gracias a que a los mecanismos legales del sistema de licitación (utilizados por la Concertación y la derecha en sus respectivos gobiernos), se les fue uniendo una segunda formación social que también se beneficiaba del modo neoliberal. Mares, minas, ríos, bosques, entre otros, en su explotación, concentran la inmensa mayoría de la generación de capital del país. Mantener su funcionamiento institucional, y legitimarlo ideológicamente, se ha logrado con la unidad y continuidad de dos formaciones sociales que han convivido y generado vínculos que atraviesan lo económico: se manifiestan en la cotidianidad existencial.

Por otra parte, la privatización de los servicios sociales ha construido un complejo sistema de circulación de dinero basado en la expropiación de ese mismo dinero que escasamente alguien logra generar con su trabajo y que, por obligación, además, no puede tocar. El dinero en las AFP ha generado una inmensa billetera de crédito administrada por otros (a veces) grupos económicos complementarios a los del capital rentista. La dictadura y la postdictadura perfeccionaron a niveles de maestría técnica los engranajes político-jurídicos para sostener este mecanismo de circulación y acumulación de capital: de aquí, de esta unidad de las formaciones sociales que se benefician de la explotación capitalista, surgió la “clase política”.

Un aviso en la carretera le recuerda a quienes circulan por ella que la concesionaria que construyó dicha carretera (y por la que tiene que pagar para circular) ha sido financiada con sus ahorros previsionales y que, gracias a esto, algún día esa carretera financiará su jubilación. La contradicción parece obvia: el usuario de la carretera está pagando por el uso de ella, que ha sido financiado gracias a un crédito de bajo interés a la concesionaria que le está cobrando usureramente por el uso de la carretera.

Algo semejante sucede en el Transantiago, donde los subsidios aportados por los propios usuarios (en tanto contribuyentes), sirven para financiar la plusvalía de las empresas operadoras y aledañas a estas (Sonda, proveedor de la plataforma tecnológica, por ejemplo).

En el caso de la educación ni siquiera es necesario explicarlo, los millones de personas que se movilizaron por el impacto del CAE hacen evidente que el sistema económico en su fase neoliberal ha generado tensiones y contradicciones económicas, lo que desde los sujetos se vive existencialmente: la deuda como angustia.

Los 20 mil dólares de ingreso per cápita del país (aproximadamente 1 millón de pesos mensuales en la actualidad), versus las pensiones y jubilaciones, el sueldo mínimo o el sueldo promedio, evidencian de modo brutal lo mismo anterior.

Las tasas de ganancia del capital financiero, que en el peor momento de la crisis subprime estadounidense (2008-2009) apenas logró acumular mil millones de dólares por año, alcanzando los 3 mil 600 millones de dólares el 2013 y más de 4000 el 2014, versus el endeudamiento de la inmensa mayoría de las personas, etc., etc., son contradicciones insolubles y que se extienden infinitamente a lo largo de todo el sistema social e, inevitablemente, tenían que terminar por tensionar al propio sistema político, tanto como al grupo que por derecho del cargo tiene acceso a ser parte de (o entrar en…) la “clase política”. ¿Por qué?

El mecanismo central de la política institucional, para no tener que recurrir constantemente al garrote, es generar la idea de que incluyéndose en ella es posible dar una lucha que entregue el triunfo a la posición de mayoría. De este modo, para participar en la lucha política por los cargos, se debe confiar en que el cambio institucional está siempre permitido a la mayoría. Desde el año 1990 en adelante el proceso de contradicciones económicas (que antes señalaba), fue contagiando al propio sistema de legitimidad ideológico que sostiene la institucionalidad de la política. Son estas contradicciones las que, me parece, están emergiendo hoy.

Al menos se podrían evidenciar cuatro: 1) la aparición de un grupo que se identifica a sí mismo (clase o casta política, si queremos ser más puntillosos) y que se convence de poseer ciertos privilegios legales distintos a los de sus supuestos representados; 2) la utilización por parte de este grupo, además, del sistema institucional para evitar los cambios que los podrían sacar de los cargos que les garantizan sus relaciones de influencia; 3) una profunda pugna o fractura de esta clase política, que tiene enfrentados o separados a quienes son herederos de los dos pactos de transición (1989-2003) con una nueva burguesía que ha entrado en el grupo de la “clase política”, pero sólo por el acceso a ciertos cargos, no por vinculación orgánica; 4) la tendencia a la fragmentación política de las organizaciones que están fuera del aparato institucional.

Podría intentar extenderme en un análisis más profundo respecto a estas cuatro contradicciones de clase, pero en su defecto prefiero describir sólo el modo en que se vivencian por los grupos en conflicto, es decir, la expresión material de ellas y su carácter vivencial por parte del individuo.

Respecto a la primera contradicción, es posible dimensionarla en la separación abismal que existe entre la dieta parlamentaria y el sueldo promedio. La separación entre la forma de vida del grupo que accede a los cargos públicos y el dinero necesario para mantenerla (y que si viene del mundo privado empresarial ni siquiera alcanza a cubrirse con los aportes del Estado) versus la de sus supuestos representados, es total: los capitalistas capaces de financiar esa forma de vida tienen más incidencia política que los propios electores que votan para elegir al individuo que ostenta el cargo. Ni qué decir de la mayoría que ni siquiera vota en el sistema y, por tanto, no incide nada en el individuo que accede al cargo y que, por lo mismo, está altamente segmentada en términos de clase: entre menos capital, menos incidencia electoral.

La segunda se sintomatiza en un concepto acuñado por Bachelet: proceso constituyente. La defensa del sistema institucional por parte de los propios actores beneficiados por él, versus la mayoría que rechaza las AFP, el sistema de salud, la educación, etcétera, porque directamente los perjudica a nivel material, vivencial.

La tercera puede sintetizarse en la propia historia personal del fiscal Gajardo versus los vínculos endogámicos que en dictadura y postdictadura configuraron el nacimiento de la autodenominada “clase política”. En la presentación del fiscal, comparando a los dueños de Penta y el subsecretario Wagner con la mafia, se evidencia que un nuevo grupo está disputando el sentido común de quienes acceden a los cargos en el Estado: sus formas de vida y creencias ético normativas son distintas e, incluso, contradictorias a las del grupo que ocupa esos cargos hoy.

Finalmente, la tendencia entrópica de la organización por fuera de la institucionalidad, como contradicción, puede tener implicancias trágicas si es que en su resolución hace posible la aparición de caudillismos nacionalistas y/o populistas. Esto podría suceder si el individualismo neoliberal que ha calado profundamente en todas las clases sociales lograra articularse detrás de una nueva formación social sostenida en la enemistad con un chivo expiatorio: el inmigrante pobre.

Estas cuatro contradicciones en su resolución tendrán como resultado un nuevo escenario de hegemonía política, lo que, como nos recuerda el vicepresidente de Bolivia, García Linera, supone la unión del concepto gramsciano y leninista de ello. Pero eso ya es tema de otra discusión.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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