Una de las virtudes del movimiento estudiantil que comienza a expresarse de manera sistemática a partir de 2011, fue el haber sido capaz de instalar con más fuerza y efectividad que los pingüinos del 2006 la crítica a la noción de “lucro”. Nos hablaron de lucro en la educación, como una manera de evidenciar la ausencia del derecho a la educación. Si hubieran llegado solo hasta ahí, ya habría sido un tremendo aporte a las luchas democráticas. Pero no fue así.
La fuerza de la movilización y la transversalidad que fue logrando con el paso de los meses, permitió además, como en otros momentos de la historia de Chile, extender la crítica hacia el modelo político y económico en su conjunto, gatillando de esta manera una crisis generalizada del sistema, la cual venía gestándose silenciosamente a lo largo de los años de la transición democrática. Lo que faltaba era una chispa que incendiara la pradera, y aquí estaba.
Es así como en los últimos dos o tres años, ante el pavor de la derecha y los conservadores, han ido abriéndose paso varios análisis similares aplicados a otros ámbitos de interés público, entre los cuales podemos destacar el sistema de pensiones y el sistema de salud. De esta forma, la crítica a las AFP, a las Isapres, a las concesiones hospitalarias, al Auge, etc. hoy son compartidas ampliamente por la sociedad chilena y promovidas por organizaciones sociales incipientes. Se ha tomado conciencia de que, cuando el mercado hegemoniza estas áreas tan sensibles, persiguiendo únicamente fines de lucro, todos perdemos y solo se benefician quienes dirigen la industria.
[cita tipo=»destaque»] Todos hemos escuchado a la derecha insistir en su tesis de que cambiar la Constitución no es una prioridad para nadie, que es una pérdida de tiempo y recursos, que solo producirá inestabilidad e incertidumbre, que es pura ideología. No solo eso, además agrega que cualquier instancia de diálogo y debate abierto a la ciudadanía será caldo de cultivo para el adoctrinamiento marxista y la germinación de populismos variopintos. Para demostrar el punto, utiliza todo su poderío mediático en prensa escrita y televisión para imponer otros contenidos de su agrado, los que luego son cuantificados y testeados en encuestas de opinión pública financiadas y dirigidas por ellos mismos (Adimark, Cadem, CEP, UDD-La Segunda).[/cita]
El alcalde Daniel Jadue, a través de la notable iniciativa de la farmacia popular en Recoleta, además de hacerse cargo de un problema fundamental de los hogares chilenos, como es el alto precio de los medicamentos, también nos está abriendo la oportunidad para discutir en serio, y sobre bases concretas, la necesidad de garantizar el derecho a la salud en el país.
Mediante la simple contrastación de números, nos ha demostrado en pocos días que los laboratorios que fabrican los medicamentos y las tres grandes cadenas de farmacias que operan en el país, las que ya fueron sancionadas por prácticas de colusión, han montado un cartel similar a los que uno puede ver en las películas de gánsteres, que manipula los precios hasta el punto de cobrar en algunos casos 1000% más, por sobre el costo de producción.
Para ilustrar lo anterior, veamos un par de ejemplos concretos. El Eutirox, medicamento para combatir trastornos a la glándula tiroides, tiene un precio de costo cercano a los $700, sin embargo, es vendido a más de $10.000 en estas cadenas de farmacias. También está el caso del Azulfidine, usado generalmente para tratar la artritis, cuyo precio de costo no alcanza los $9.000, pero es vendido a la población a $60.000 o incluso más.
Entonces, uno se pregunta: ¿cuántas miles de personas han visto damnificada su salud, a lo largo de los años, por no poder acceder a medicamentos esenciales para tratar sus enfermedades?; ¿cuántas miles de personas tienen que endeudarse, a través de las mismas tarjetas de crédito que ofrecen las farmacias, para poder costearlos?; ¿cuántas personas terminaron muriendo mientras intentaban pagar estos precios usureros? No lo sabemos a ciencia cierta, pero podemos suponer que no pocas.
La farmacia popular viene a mitigar en parte este problema, al ofrecer los medicamentos al precio de costo. La reflexión inmediata que otros alcaldes, autoridades de gobierno, parlamentarios y ciudadanos en general se plantean es muy sencilla: ¿cómo extendemos esta iniciativa al resto del país?
Aquí es donde aparece la nueva Constitución en el horizonte.
Todos hemos escuchado a la derecha insistir en su tesis de que cambiar la Constitución no es una prioridad para nadie, que es una pérdida de tiempo y recursos, que solo producirá inestabilidad e incertidumbre, que es pura ideología. No solo eso, además agrega que cualquier instancia de diálogo y debate abierto a la ciudadanía será caldo de cultivo para el adoctrinamiento marxista y la germinación de populismos variopintos. Para demostrar el punto, utiliza todo su poderío mediático en prensa escrita y televisión para imponer otros contenidos de su agrado, los que luego son cuantificados y testeados en encuestas de opinión pública financiadas y dirigidas por ellos mismos (Adimark, Cadem, CEP, UDD-La Segunda). Caso paradigmático: la delincuencia.
Lo que ellos pretenden ocultar es que, precisamente, problemas como el de los altos precios de los medicamentos en las farmacias y otros similares, SÍ pueden ser resueltos mediante la elaboración de una nueva Constitución. ¿Cómo? Pues, dejando establecido en esta que la salud es un derecho social, en la cual no se puede especular con los precios para aumentar las ganancias, y donde el Estado debe jugar un rol decisivo como proveedor y también como regulador. Esto permitiría posteriormente formular leyes coherentes con este principio, que implementen políticas públicas ad hoc de directo impacto para las familias.
Para lograr lo anterior, es imperioso que el debate constitucional no sea una entelequia, abstracta y secreta, dirigida por abogados especialistas en derecho político o por “hombres notables” con bigotes y corbatas tejidas. Muy por el contrario, es el momento donde la sociedad en su conjunto debe resolver de qué manera quiere organizarse, cómo quiere convivir y qué país desea proyectar. Es donde se establecen los principios rectores, las ideas matrices, las orientaciones fundamentales con las que funcionaremos las próximas décadas. De eso se trata la asamblea constituyente a fin de cuentas: un ejercicio intenso de democracia y participación, sin exclusiones ni vetos, donde es posible decidir desde el adecuado precio que deben tener los medicamentos, hasta la mismísima propiedad privada y sus límites.