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La pregunta por la pandemia Opinión

La pregunta por la pandemia


El ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, reconoce como un error el haber mantenido los colegios cerrados durante tanto tiempo, a raíz de la proliferación de casos de violencia escolar tras el retorno a la presencialidad. Sus cuestionamientos por supuesto que apuntan a la autoridad sanitaria del gobierno anterior, una práctica que se ha vuelto habitual en los gobiernos que comienzan su gestión, cuando quieren desviar los cuestionamientos de los que son objeto y que afectan sus niveles de aprobación ciudadana.

Sin embargo, me parece que el problema es más profundo en lo que se refiere a la política sanitaria, sobre todo porque ella se ha justificado científicamente, es decir, se ha amparado en un tipo de verdad para proceder a la implementación de medidas de las que solo ahora podemos apreciar sus consecuencias. Decir “científicamente” ha significado proscribir de forma automática cualquier tipo de crítica, como si el hecho de problematizar las prescripciones del poder biomédico fuera equivalente a negar la eficacia de las vacunas o derechamente afirmar que la pandemia es una conspiración planetaria.

Ese clima es preocupante porque no deja espacio al pensamiento, o bien lo caricaturiza comparándolo con grupos que basan sus postulados en una defensa del individualismo a ultranza. La vulgaridad del debate que circula en las redes sociales ha contribuido a visibilizar el discurso de estos grupos —no azarosamente relacionados con la extrema derecha— que acusan a la política sanitaria de “fascismo”, pero en base a un uso totalmente instrumental del concepto.

La pregunta que debemos hacernos es si la pandemia pudo ser manejada de otro modo, y para esto es preciso interrogar las premisas en las que se fundaron las decisiones implementadas por la autoridad, porque la relación entre poder y verdad históricamente ha justificado toda clase de abusos. Es cierto que la política sanitaria se rige por el imperativo ético de salvar vidas (no se trata de cuestionar moralmente sus intenciones), sin embargo, el concepto de vida que nuestra cultura ha normalizado es al menos cuestionable, al estar centrado exclusivamente en el estrato biológico del ser humano que asegura la supervivencia.

Como contraparte, la política sanitaria ha tenido efectos nocivos sobre la conducta de niñas, niños y jóvenes, radicalizando los niveles de violencia escolar. En ese sentido, los medios de comunicación hegemónicos, lejos de colaborar con una comunicación de riesgo orientada a la educación, lo que hicieron fue confundir a las audiencias al diseñar un tipo de cobertura sensacionalista de la pandemia, alimentando el miedo y la desolación que desencadenaron una paranoia social expresada en comportamientos poco razonables, y que en parte también explican la proliferación de los contagios.

Hay un daño psíquico del cual hacerse cargo y en ello hay actores políticos que deben asumir su responsabilidad, porque el país —y en especial quienes más apremios económicos padecen— ha estado sumido en una relación prolongada y poco saludable con el miedo, la desconfianza y la desafección, todas pasiones negativas de las que se alimentan los discursos reaccionarios. Porque cómo olvidar que, a nuestra juventud, que veía a sus padres exponerse al contagio en el transporte público y en el trabajo, se le prohibieron las fiestas y se le criminalizó desde un escarnio ciertamente perverso.

Los criterios que se tomaron en consideración en marzo de 2020 para dejar las calles bajo el control de los militares (que hace pocos meses habían sido enviados a reprimir las protestas) e imponer un toque de queda durante un año y medio, no parecen guardar relación con lo sanitario ni con la defensa de la vida. Por eso a la buena fe le llama la atención que algunos especialistas en la materia aprobaran medidas de ese tipo.

No hay que creer en conspiraciones (ni seguir al pie de la letra la denuncia formulada por Giorgio Agamben) para discernir que la pandemia ha sido útil en cuanto a recuperar el orden público y la seguridad, que además es la obsesión de los Estados, sobre todo sin consideramos que las revueltas son un fenómeno mundial. Entonces, la coordinación de una estrategia planetaria para enfrentar la amenaza vírica es inseparable de los automatismos contemporáneos, que imponen a la política democrática el cálculo estadístico de la evidencia bioeconómica (“del gobierno de los hombres a la administración de las cosas”).

A raíz de la pandemia, la hegemonía del discurso biomédico durante estos dos años incrementa la capilaridad de un poder político que se relaciona de forma cada vez más directa con el cuerpo de la población, y que al mismo tiempo fortalece el desarrollo de un mercado altamente lucrativo, ligado al desarrollo de las biotecnologías y a la gestión interesada de las farmacéuticas.

El cuidado del cuerpo no compete aquí al de un objeto estético, sino que al de un ámbito de sujeción regido por un tipo de saber que siempre, como señala Michel Foucault, es interno y útil al ejercicio del poder. De ahí que la verdad siga siendo un problema contemporáneo, en un tiempo en que el poder se hace acompañar de la ciencia y sus especialistas, un fenómeno histórico que se construye a partir de la exclusión de otros modos de manifestación de la verdad.

No existe un síntoma más claro de este proceso que la discusión sobre la pandemia. Puesto que la producción de verdad ha quedado reducida al régimen de la ciencia, no ha sido posible integrar otros saberes (incluso, extra-científicos) que contribuyan a enriquecer la concepción del ser humano y del entorno que habita, lo cual es resultado de las constricciones de una racionalidad de gobierno que no quiere saber nada con la crítica, mutando hacia expresiones cada vez más autoritarias que derivan finalmente en el terror, que es el momento en que la obscenidad se vuelve transparente.

Es cierto que el error de la crítica (de nuestra crítica) ha sido interpelar ideológicamente a la política sanitaria, suponiendo que hemos sido engañados por ella, que es un punto donde coinciden voces provenientes tanto de la derecha como de la izquierda. El asunto es que el poder biomédico genera un tipo de sujeción específica en torno a un conjunto de prácticas y técnicas que forman parte de una gubernamentalidad que es inseparable de aquello que llamamos neoliberalismo.

Para descifrar el nexo no hace falta decir que la epidemiología estatal está comprometida con el modelo de mercado, sino tan solo examinar la episteme en la que se funda su eficacia y sus efectos de verdad: el gobierno de los cuerpos, que está en la génesis del liberalismo contemporáneo, entendido por Foucault como un arte de dirigir las conductas a partir de la conjunción entre gobierno y verdad (una ontología social), más que como una simple doctrina política y económica.

Haríamos bien en politizar el concepto de salud que se ha normalizado por siglos (aquello por lo cual se nos juzga y que aceptamos, ya que la verdad es un firmamento que nos envuelve a gobernantes y gobernados), como un sano ejercicio de análisis critico de una pandemia que nos sigue atormentando, aunque deseamos que no por mucho tiempo más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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