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El desdichado error de Piñera de nombrar a Rojas en Cultura Opinión

El desdichado error de Piñera de nombrar a Rojas en Cultura

El asunto es que Rojas lleva apenas un par de días en el cargo y, en el pequeño y castigado mundo de la cultura, donde por naturaleza el consenso no manda y donde las zancadillas entre unos y otros abundan, todos han saltado al unísono. Circulan las cartas, los pasquines, las declaraciones, la gente está enardecida y desde el poeta más marginal hasta el dramaturgo canchero que la vende en Broadway, hay un acuerdo en cuanto a que lo que está ocurriendo es muy delicado. ¡Hasta cuándo! Lo menos que puede hacer Piñera, encerrado como ha quedado entre el dedo precipitado y la atendible pena del mundo de la cultura, es disculparse y enmendar a la brevedad este desdichadísimo error.


La cultura y la política tienen un problema en común. Este problema es el de cómo se pone en común algo que no estaba en común, es decir: cómo se reinventan las comunidades entre los pensamientos, los materiales, las voces, los cuerpos. Esto, como acaba de afirmar Judith Butler, no guarda ninguna relación con el consenso: en el mundo de los escritores, de los cineastas, de los artesanos, los gestores o los actores, se afilan cuchillos, se cuecen habas como en cualquier parte.

Pero si hay algo en este país que en términos culturales nadie estaría decidido a objetar, es la memoria, dolorosa viga solemne sobre la que se apoyan y anudan las prácticas heterogéneas de todas las artes. Se pueden hacer distintas cosas con ella, inventar a partir de ella diferentes comunidades o incluso ninguna, pero no se la puede pasar a llevar, menos aun en un país que conoció el espanto, el horror, los crímenes y en el que hasta el día de hoy miles de personas siguen buscando a sus hijos, a sus hermanas, a sus madres, sus padres.

Las desafortunadas y difundidas frases de Mauricio Rojas sobre el Museo de la Memoria (importa muy poco si las pronunció ayer o hace dos años), admiten ser legítimas en boca de un provocador, un polemista o alguien que simplemente desdeña el lenguaje. No hay por qué censurarlo. En su calidad de ciudadano, hasta se lo puede justificar mencionando que vivió en Estocolmo, de donde proviene el famoso síndrome de identificación del prisionero que se inclina con el captor que le da latigazos.

Es cosa suya.

Lo grave, lo imperdonable, es que un Presidente constitucional de la república, en quien una parte mayoritaria de este país invirtió su confianza (yo no), le haya entregado a alguien que piensa y se expresa de esta manera nada menos que el Ministerio de Cultura, del que por lo demás el “Museo-montaje” –con el que Mauricio Rojas ironiza– es parte.

¿En qué consiste la institucionalidad de este país?

Es cierto que un Presidente puede designar a sus ministros a gusto, pero este gusto, tanto aquí como en cualquier lugar del mundo, reposa en un mínimo de sentido común, en la medición de un mínimo de afinidad. Se analiza un campo, se le echa un vistazo, se ve cuáles son las sensibilidades en juego, se tasan las empatías plausibles entre quien va a quedar a cargo de un ministerio y el estado de la comunidad con la que va a dialogar. Incluso para pegarle un ajuste, un manipulada. Es elemental. A uno le puede encantar Gary Medel, pero no lo manda a presidir el Ministerio de la Mujer.  

Tan elemental, que se comporta así cualquier Mandatario, en las democracias más restringidas y en las tiranías también. ¿Salvo quien? Para variar, nuestro Presidente Piñera.

¿Qué le habrá pasado?

O bien no se tomó el trabajo de informarse con suficiencia acerca de quien era Mauricio Rojas, en cuyo caso hay una irresponsabilidad en juego, o bien sabía perfectamente quién era, lo estudió y lo nombró igual –en cuyo caso hay una perversión desconsoladora–.

El asunto es que Rojas lleva apenas un par de días en el cargo y, en el pequeño y castigado mundo de la cultura, donde por naturaleza el consenso no manda y donde las zancadillas entre unos y otros abundan, todos han saltado al unísono. Circulan las cartas, los pasquines, las declaraciones, la gente está enardecida y desde el poeta más marginal hasta el dramaturgo canchero que la vende en Broadway, hay un acuerdo en cuanto a que lo que está ocurriendo es delicadísimo.  

¡Hasta cuándo!

Lo menos que puede hacer Piñera, encerrado como ha quedado entre el dedo precipitado y la atendible pena del mundo de la cultura, es disculparse y enmendar a la brevedad este desdichadísimo error .

Por las dudas: el mundo de la cultura somos todos, es un país entero.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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