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Ese tiempo que llaman perdido Opinión

Ese tiempo que llaman perdido

Miguel Jofré Sarmiento
Por : Miguel Jofré Sarmiento psicólogo social, profesor universitario y socio Tironi
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Los procesos de diálogo son valiosas herramientas para abordar situaciones complejas y contextos de conflicto, porque incluyen a otros actores más allá de los tradicionales y porque se orientan tanto a los procesos como a los resultados, esto es, sus logros tangibles son tan relevantes como los cambios relacionales que pueden generar.

Para que el diálogo sea exitoso y tenga un potencial transformador necesita desplegarse como una realidad nueva que se diferencie del contexto sociopolítico del que emerge. Es lo que lo distingue de la negociación o la mediación. Estas son herramientas que buscan resultados concretos, pero tienden a reproducir y perpetuar las relaciones entre los actores en conflicto. El diálogo, en cambio, busca transformar, hacer que sus actores ejerciten nuevas formas de relacionarse entre sí, para lo cual necesita cobrar vida propia como un espacio que se estructura de manera paralela.

Johan Huizinga, el filósofo neerlandés que a principio del siglo XX entendió el juego como una práctica creadora de la cultura, en su libro Homo Ludens cita un estudio de Winnicott, en el que el psicoanalista inglés destaca un interesante hallazgo: mientras más energía y tiempo destinaban los niños a la confusa etapa de acordar las reglas y los roles de un juego, más fluida y placentera resultaba la experiencia de jugarlo. Lo mismo sucede en los diálogos. No se entra de lleno en ellos sin pasar por una etapa de confusión inicial. Algunos la sentirán como un caos, otros dirán que es tiempo perdido, pero es una etapa que debe ser entendida y aceptada como requisito indispensable, pues en ella se crean las condiciones que sostendrán el proceso.

Una primera función de esta etapa es favorecer la regulación emocional. Los distintos actores tendrán una predisposición diferente y experimentarán emociones a veces contrapuestas. Algunos acudirán esperanzados y eufóricos por la oportunidad histórica. Otros se aproximarán con su rabia a flor de piel, dispuestos a cobrar todo aquello que se les debe. Estarán los cautelosos y expectantes, que anhelan pero desconfían. También encontraremos a quienes le temerán al proceso y acudirán a regañadientes, en estado de alerta, sentándose a la mesa porque no les queda otra y preparados para tirar el mantel. Los procesos de diálogo exitosos suelen dar cabida con serenidad a esta etapa, permitiendo que todas estas emociones se expresen de manera liberadora, sin temor a la confusión y al histrionismo. Contrariamente a lo que se podría pensar, intervenciones cargadas de emotividad, aspavientos eufóricos y exabruptos entre participantes aportan humanidad, rebajan la tensión y contribuyen a la larga a crear confianza interpersonal.

Una segunda función es crear una ritualidad básica que integre simbólicamente a los participantes en torno a un imaginario común. Esto va más allá de gestos épicos y empaquetados. Son pequeños grandes gestos que cambian las jerarquías tradicionales; delicados reconocimientos que modifican actitudes; ritos simples y honestos que hacen que los participantes se sientan en un proceso que comparten y que les hace sentido.

No obstante su valor, la función simbólica caduca rápido como logro y factor de integración. Los actores, naturalmente, le empiezan a pedir más al proceso y es entonces que se puede entrar a la tercera etapa, cuya función es definir las reglas del juego. Se trata de construir los acuerdos —explícitos e implícitos— que regularán el proceso: roles, jerarquías, mecanismos, límites, ritmos esperados, etc. Este entramado de normas no será inamovible y probablemente cambiará en el tiempo, pero los acuerdos iniciales son indispensables para avanzar hacia los pasos siguientes.

Al inicio de un proceso de diálogo se dan muchas conversaciones y ocurren situaciones que parecen no tener sentido, mientras el tiempo pasa. Pero lo propio de los tiempos es que pasen y que nos hagan cambiar con ellos sin que lo notemos. Por ello, lo importante al comienzo de cualquier proceso de diálogo es que se preserve la continuidad y se aliente a que la relación entre los actores evolucione. Esta es la función principal de este tiempo que algunos llaman perdido: mezclarnos, confundirnos, para que podamos entrar en el juego y jugarlo con toda la seriedad y entrega que se merece.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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