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Joseph Ratzinger: vida en diálogo Opinión

Joseph Ratzinger: vida en diálogo

Haddy Bello
Por : Haddy Bello Vicedecana de la Facultad de Teología de la UC
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Fueron 95 años cargados de matices, desafíos, luces de esperanza, confrontaciones, estudio y un determinado seguimiento de Cristo. “Su vida fue una renuncia sucesiva a la propia voluntad, dejándose llevar por la de Dios, manifestada en el consejo, súplica o elección de otros” (González de Cardedal, 133). La pluralidad de miradas con las que podría ser abordado el paso de Joseph Ratzinger en esta Tierra es impresionante, por lo tanto, me atreveré solo a destacar algunos aspectos biográficos relevantes para su memoria.

Joseph Ratzinger llega al mundo un 16 de abril de 1927, en Marktl am Inn (Alemania), mismo día en que fue presentado a la comunidad de bautizados. De casa modesta, su padre fue comisario de gendarmería y su madre se dedicó a los oficios de la cocina. Ambos, con suma astucia, procuraron que el pequeño Joseph junto con su hermano Georg –quien marcó su biografía–, recibieran una adecuada formación, en la cual el diálogo, fe y cultura fueron centrales. Eso le permitió enfrentar con esperanza los embates en su vida, algunos particularmente más crueles que otros, como fue el caso de la irrupción del nacionalsocialismo. Fue capaz de rescatar la belleza y la riqueza de la Cruz, junto con la resurrección de Cristo.

A los 19 años se adentró en los estudios de filosofía y de teología en la Universidad de Múnich, llegando a ser ordenado sacerdote con solo 24 años. La docencia fue un paso natural en su desarrollo personal, lo cual realizó responsablemente mientras cursaba su investigación doctoral. Dos años después (1953) obtuvo su grado académico en teología, con la tesis Pueblo y casa de Dios en la doctrina de la Iglesia de Agustín (Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche). En ella se visibilizó una clara apertura dialógica, fruto de su formación familiar y amor por la historia. También lo dejó ver en el Discurso de presentación, que enunció como miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias (2000):

Me fue posible observar cómo Agustín mantuvo diálogo con diversas formas de Platonismo, el Platonismo de Plotino por un lado y de Porfirio por el otro. […] Al mismo tiempo, Agustín mantuvo diálogo con la ideología romana, especialmente después de la ocupación de Roma por los godos en el 410, y por eso fue muy fascinante para mí observar cómo a través de estos diferentes diálogos y culturas él define la esencia de la religión cristiana. Él vio la fe cristiana, no en continuidad con las religiones anteriores, sino mejor aún en continuidad con la filosofía, entendida como la victoria de la razón sobre la superstición.

Su interés por la formación humana y teológica nunca fue debilitado por las circunstancias históricas, ni tampoco por los desafíos que la Iglesia germana presentaba, más bien, procuró explorar respuestas de sentido ante los múltiples cuestionamientos sobre la presencia y ausencia de Dios (un buen complemento a este punto se encuentra en su conocido discurso en la Universidad de Ratisbona, del 12 de septiembre de 2006).

Se desempeñó como profesor de teología sistemática y fundamental hasta 1969. Año en que asumió la cátedra de teología “Dogmática e historia del dogma”, en la Universidad de Ratisbona. Sus incursiones académicas no cesaron y su legado teológico va más allá de su extendida participación eclesial y de su enérgica contribución a la sana doctrina católica. Testimonio de aquello fue su lema episcopal Cooperatores veritatis o “Colaborador de la verdad” (cf. 3 Jn, 8), que se transformó en una síntesis de su propia vida. Explica él:

Por un lado, me parecía que expresaba la relación entre mi tarea previa como profesor y mi nueva misión. Aunque de diferentes modos, lo que estaba y seguía estando en juego era seguir la verdad, estar a su servicio. Y, por otro, escogí este lema porque en el mundo de hoy el tema de la verdad es acallado casi totalmente; pues se presenta como algo demasiado grande para el hombre y, sin embargo, si falta la verdad todo se desmorona (cf. La Vita).

Con lo anterior, destaca su decidido impulso por promover el diálogo teológico, académico y pastoral; espíritu que modeló su participación como perito en el Concilio Vaticano II frente a lo que él describió como una “reunión, no sólo entre obispos y teólogos, sino también entre continentes, distintas culturas, y distintas escuelas de pensamiento y de espiritualidad en la Iglesia” (Discurso de presentación). Espíritu que hoy nos deja como legado.

Para cerrar estas breves líneas sobre el incansable Ratzinger, cabe recordar que su renuncia como obispo de Roma (2013), fue un acto de valentía que confirmó su vocación de cooperatores veritatis. Supo dar un paso al costado cuando consideró que su edad podría poner en riesgo la misión del ministerio petrino. No se fue, no abandonó su compromiso con los miles de hermanos y hermanas creyentes y no creyentes, sino que permitió que el diálogo continuara con nuevos interlocutores.

De esa manera queda inmortalizada la huella de su pasión por la verdad, tanto en la búsqueda y promoción de la fe, como en el fortalecimiento del diálogo con las ciencias y la cultura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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