El no lenguaje o nuestra invisible identidad arquitectónica
Esa fijación por resolver la sismicidad y aplacar la catástrofe ha dejado de lado los aspectos estéticos de nuestra arquitectura. Las ciudades chilenas y su arquitectura carecen de un lenguaje, son un pastiche de formas y expresiones inconexas.
El planeta tierra está en crisis. Si bien esta afirmación ha sido utilizada en cada período de la historia por todas las sociedades indistintamente, tal vez como una forma de cerrar las ideas en torno al caos y al agobio existencial que persigue al ser humano, hoy parece que, por primera vez la palabra –y el problema– es transversal a todas las sociedades, culturas, comunidades y naciones.
No es lo único, pero hace años está instalado como un axioma la idea de una crisis climática ya sin vuelta, que traerá consigo cambios insospechados en nuestras formas de vivir, de pensar y, especialmente, de relacionarnos con nuestro entorno. Es un asunto mundial, puesto que producto de la globalización ahora los problemas son de todos. Prueba de eso es la pandemia del COVID: un virus que afectó a una comunidad humana en una ciudad china se subió a los aviones, a los barcos, y en pocas semanas ya había prohibiciones, víctimas e insospechadas repercusiones sobre la salud mental humana en todo el globo.
Es, entonces, la primera vez –para muchas comunidades– de tener que enfrentarse a la catástrofe en vivo y en directo. Convivir con el caos y asimilar la crisis como el manto que cubre nuestra época.
En Chile, por el contrario, la crisis y la catástrofe humana es permanente y forma parte de nuestra esencia. Y esto, quizás como lección de historia, trasciende a la idea de la oposición entre lo originario y la colonización europea, puesto que la tierra vibra bajo nuestra existencia sin importarle si los pies que remece son blancos o morenos, cristianos o politeístas, si hablan mapudungun o castellano. Dicen que los chilenos vivimos entre terremoto y terremoto y estamos inconscientemente siempre esperando el siguiente; eso nos hace vivir -en palabras del escritor Miguel Laborde- aterrados, a-terrados, sin tierra.
No es la única catástrofe en un país en que se desbordan los ríos, estallan los volcanes, las quebradas colapsan; con el mar más oscuro, profundo y helado del planeta, el desierto más seco y un altiplano en donde no hay oxígeno; los fiordos inhabitables en el sur, vastos hielos, la tierra partida por miles y miles de islas azotadas por el viento y la lluvia, y una extensa Patagonia helada y deshabitada. Por lo mismo, la cultura chilena se ha dado en los valles centrales, intentando escapar del riesgo de la naturaleza cruda.
Sin embargo, en un país que tiene como promedio 200 sismos diarios, un terremoto fuerte cada 15 años y un mega terremoto cada 50, el sismo como manifestación de la catástrofe no tiene comparación con otros desastres naturales. ¿Qué han hechos las comunidades humanas que han habitado esta tierra? Asumir la crisis y convivir con la catástrofe, leerla y entenderla, domesticarla, hacerla propia y parte constitutiva de nuestra cultura. Y no es solo una convivencia emocional, sino que esencialmente material. La arquitectura ha sido la herramienta de la domesticación de esa naturaleza salvaje, en el entendido de que la sofisticación y la consecuente excelencia de nuestras técnicas constructivas –derivadas de una lógica puramente racional– está invariablemente vinculada a la necesidad de sobrevivir.
Nuestros muros no se fundan solo como el acto inaugural de la arquitectura, sino que se anclan al suelo como abrazando la vida.
Chile ha sido un laboratorio constructivo (y, por ende, emocional) que ha experimentado con la materia la forma de responder ante la catástrofe de forma eficaz y anteponiendo el desarrollo de una técnica a los embates de la naturaleza. Si la arquitectura de los pueblos originarios asumía la sismicidad en sus construcciones mediante la levedad –el levitar sobre el sismo como forma de evitarlo–, la colonización española –cuyo desconocimiento inicial vio caer reiteradamente sus ciudades– se vio obligada a transar con la tierra, robusteciendo sus construcciones, achatando muros, ensanchándolos, bajando la altura y construyendo ventanas más pequeñas: una arquitectura colonial que no tiene símil en América Latina. Hoy, la tecnología, pero esencialmente el método, la técnica y la lógica derivada de la experiencia, ha permitido el desarrollo de una ingeniería de alto estándar que permite que un mega terremoto que sería devastador en cualquier parte del mundo, aquí suponga una destrucción material y humana cercana al 0.
Esa fijación por resolver la sismicidad y aplacar la catástrofe ha dejado de lado los aspectos estéticos de nuestra arquitectura. Las ciudades chilenas y su arquitectura carecen de un lenguaje, son un pastiche de formas y expresiones inconexas que usualmente derivan en la imposibilidad de alcanzar la belleza, o al menos una imagen coherente, una visualidad unitaria, un estilo. No hay un lenguaje, una identidad. Pero es justamente entonces ese no lenguaje el que se devela lenguaje una vez comprendido el apremio que la estructura obliga. En nuestra cultura, el construir bien le gana al construir con la belleza como fin y es en esa sabiduría constructiva que se esconde nuestra identidad y nuestro lenguaje arquitectónico.
El nuestro es un idioma silencioso, invisible, que subyace lo visual y se manifiesta en la lectura planimétrica, en lo técnico de nuestras obras, independiente del tiempo y la cultura en la que hayan sido hechas.
Ese es nuestro lenguaje.
En esa lógica, este desarrollo transversal en el tiempo, de una arquitectura que suaviza la crisis, el muro es la lengua material que evidencia esa virtud. La sección es como un manifiesto, que plantea visualmente como nos paramos ante el desastre, sin una identidad estética y visible, sino que con una identidad técnica pero que no se ve. No importa si Santiago es una ciudad sin personalidad, pues la belleza está en la sabia lectura del territorio que se habita y en como sus edificios resisten, casi como una demostración de inteligencia opuesta a la superficialidad de la belleza que algunas ciudades de postal imponen como canon.
- Esta columna de opinión es parte de un proyecto de investigación en conjunto a los arquitectos UDP Agustín Pimentel e Ignacio Vergara.
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