
Carmen en Santiago centro: la democracia a dos velocidades
La democracia no es un edificio que se construye solo con ladrillos políticos, requiere cimientos sólidos de bienestar, igualdad y cohesión social.
Imaginen a Carmen, vendedora ambulante en Santiago centro. Diariamente enfrenta una competencia desleal, el acoso de inspectores y el temor de perder su mercadería. Su precariedad se extiende: el tratamiento para la diabetes de su madre la endeuda, mientras sus hijos reciben educación deficiente. Para Carmen, la democracia no es una abstracción; es la falta de un permiso municipal, la indiferencia oficial ante sus necesidades y la angustia de no poder costear la salud familiar. Carmen vive en un Chile a otra velocidad, una donde la dimensión cívica de la democracia no llega o lo hace lentamente.
Chile enfrenta una realidad incómoda: una democracia a dos velocidades. Bajo instituciones aparentemente sólidas, existe una profunda fisura: la desconexión entre el funcionamiento formal democrático y la experiencia vital de una parte significativa de la ciudadanía.
Hemos perdido de vista una verdad fundamental: la salud de las instituciones políticas depende de umbrales mínimos de bienestar y bajos niveles de desigualdad socioeconómica. Esta fractura es alarmante, dado que la mayoría de la ciudadanía (66%), representada por los sectores populares emergentes y las personas en situación de vulnerabilidad y pobreza (C3, D y E), está atrapada en la velocidad lenta de la democracia.
El sociólogo T.H. Marshall, en su influyente reflexión sobre la ciudadanía, identificó tres tipos de derechos interdependientes: civiles, políticos y sociales. Su argumento central era que una ciudadanía plena requiere la garantía de los tres. Sin embargo, en Chile y en la región, la reflexión sobre la democracia se centra casi exclusivamente en la dimensión política (elecciones) y, en menor medida, la civil, descuidando la base social sobre la que se asientan. Hemos creado un sistema donde algunas personas corren a toda velocidad, disfrutando de oportunidades y acceso a la justicia, mientras que otras apenas pueden “pedalear”.
Incluso autores como Schumpeter y Dahl, defensores de la democracia procedimental, reconocieron condiciones esenciales para su funcionamiento. Schumpeter asumía la necesidad de un Estado eficaz y una burocracia competente. Dahl destacó la importancia de reducir la desigualdad socioeconómica, señalando que “desigualdades extremas en ingresos equivalen a desigualdades extremas en las fuentes del poder político”.
Ambos reconocían que un mínimo de bienestar y equidad son cruciales para evitar que la democracia se convierta en un juego donde solo unos pocos tienen poder real… y los demás se terminan dando cuenta. ¿Cómo participar cuando la precariedad consume todas tus energías? ¿Cómo construir civismo cuando la desigualdad te aísla y te enfrenta a tus vecinos?
No se trata de que la precariedad impida la participación, sino de que la dificulta. En el pasado, organizaciones sociales fuertes como sindicatos, juntas vecinales y organizaciones religiosas permitían que estos sectores tuvieran una voz; les daban la capacidad de incidir, de hacer que sus demandas fueran escuchadas por los políticos y participar en la toma de decisiones. Sin esas estructuras, la participación se atomiza y dispersa, perdiendo efectividad.
Las recientes encuestas chilenas (ICSOS-UDP y CEP) muestran un panorama preocupante en los sectores más vulnerables y pobres:
- Inseguridad y desconfianza: la preocupación por la criminalidad y crisis económica golpea más fuerte a grupos vulnerables. Para Carmen, la policía a veces representa más una amenaza que una protección.
- Declive del apoyo democrático: el descontento con la democracia es notablemente mayor en estratos bajos. Algunos incluso consideran renunciar a libertades a cambio de seguridad. ¿Qué valor tiene la libertad de expresión cuando nadie te escucha?
- Polarización social: la tensión entre ricos y pobres se intensifica. La desigualdad genera esa “democracia a dos velocidades”. La promesa de la movilidad social es una promesa para muchos en el pasado. Para Carmen, la meritocracia es un discurso vacío.
Estos datos reflejan una ciudadanía mutilada, incapaz de ejercer plenamente sus derechos, porque sus necesidades básicas no están cubiertas. Esta “ciudadanía de baja intensidad” se caracteriza por acceso limitado a servicios de calidad, exposición a la violencia, discriminación institucional y la sensación de que su voz no cuenta. Esta realidad no es inevitable, pero exige un cambio profundo en la forma en que entendemos y practicamos la democracia.
La erosión social de la democracia también fomenta extremismos. Ante la frustración, algunos ciudadanos se sienten atraídos por discursos simplistas y autoritarios que prometen soluciones rápidas a problemas complejos. La polarización alimentada por desigualdad y desconfianza, socava la capacidad de diálogo necesario para el funcionamiento democrático. En resumen, la persistencia de esta democracia a dos velocidades no solo es injusta, sino que también pone en riesgo la estabilidad y legitimidad del sistema.
En América Latina este proceso no es nuevo. La desigualdad persistente y la falta de oportunidades han conducido a crisis políticas, revueltas sociales y liderazgos populistas que erosionan las instituciones.
Se requiere de una democracia a una sola velocidad, donde todos puedan prosperar y participar plenamente. La democracia no es un edificio que se construye solo con ladrillos políticos, requiere cimientos sólidos de bienestar, igualdad y cohesión social. Si queremos revitalizar las instituciones, debemos abordar las desigualdades que socavan la confianza y alimentan la polarización. De lo contrario, la democracia seguirá siendo una promesa vacía para sectores crecientemente mayores.
- El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.