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Abstencionismo: las razones invisibles Opinión

Abstencionismo: las razones invisibles

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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El actual nivel de abstencionismo en Chile, entonces, no debiera motivar una excesiva preocupación. En efecto, como hemos visto, se trata de una tendencia mundial, cuyas razones son estructurales, y que, con seguridad, oscilará más alto o más bajo de acuerdo a las circunstancias, donde la polarización sobre el mayor o menor peligro que los ciudadanos vean respecto de sus personales “modos de vida”, será clave para mayores o menores grados de participación.


Una investigación realizada por Darío Mizrahi, sobre datos del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA), reveló que, si se toman como referencia las últimas elecciones presidenciales, Chile es el país en el que menos ciudadanos ejercen su derecho a voto entre un conjunto de naciones con democracias estables. Y si agregamos las recientes municipales, probablemente el liderazgo se consolida.

En efecto, en noviembre de 2013, en que ganó la actual Mandataria, Michelle Bachelet, el 58% del padrón electoral decidió abstenerse y en los recientes comicios electorales municipales la cifra se elevó a 65%, aun cuando el guarismo sea controvertido respecto de un universo total de ciudadanos autorizados para ejercer el derecho a sufragio, el que, como se sabe, oscila entre los 13.4 millones y los 14.2 millones, según la fuente oficial.

Pero tampoco a nivel mundial resulta fácil ni transparente tener una medida de participación efectiva en elecciones, pues, desde el punto de vista formal, aunque casi todos los países analizados se rigen por sistemas de elecciones periódicas e informadas, en varios de ellos esos comicios son simplemente fachada.

Por de pronto, el menor nivel de abstención electoral se encuentra en Laos, donde votó el 99,7% del padrón en las elecciones parlamentarias de 2011. Sin embargo, aquellos son sufragios controvertidos, dado que hay una sola fuerza política habilitada (Partido Popular Revolucionario de Laos) y el presidente no es elegido directamente por los ciudadanos, sino por el Comité Central del partido, tal como, por lo demás, ocurre en China y otras naciones socialistas o neonacionalistas.

De allí que la investigación de Mizrahi considerara para estos efectos la base de datos de IDEA e incluyera solo a naciones con al menos un millón de habitantes y con una democracia funcional, definida con arreglo al puntaje que aquella presenta en el ranking de libertades políticas realizado periódicamente por The Freedom House, el que también es utilizado como referencia por IDEA.

De esta forma, el segundo país en el que menos gente vota es la antigua República Socialista Soviética de Eslovenia, donde la abstención ascendió al 57,6% en las últimas elecciones para cargos ejecutivos nacionales. Luego aparecen Mali (54,2%), Serbia (53,7%), Portugal (53,5%), Lesoto (53,4%), Lituania (52,6%), Colombia (52,1%), Bulgaria (51,8%) y Suiza (50,9%). Se puede, pues, comprobar que el abstencionismo es un fenómeno global en el que se expresan regiones tan diversas como Sudamérica, Europa y África.

Un segundo problema de este benchmarking es que algunos de esos países tienen sistema de voto obligatorio, mientras que en otros el sufragio es voluntario. Tal distinción no es trivial, pues lo que la investigación muestra es que, efectivamente, en las diez naciones que se destacan por su alta abstención, el sufragio es voluntario y cuando el voto es compulsivo, los niveles de abstención tienden a ser menores. Así y todo, entre estos últimos, se manifiestan abstenciones como las de México, Grecia y Paraguay, con 36,9; 36,1 y 32%, respectivamente, guarismos no despreciables.

Por el otro costado, Australia encabeza el ranking con menor nivel de ausentismo, con solo 6,8% del padrón, mientras que el segundo lugar lo ocupa nuestro vecino, Bolivia, con 8,1%, pero en ambos países el voto es obligatorio. Sin embargo, Sierra Leona, que ocupa el tercer puesto, con 9% de abstención, tiene sufragio voluntario. Luego aparecen Bélgica (10,6% voto obligatorio), Uruguay (11,4% con voto obligatorio), Dinamarca (12,3% voto voluntario), Suecia (14,2% voto voluntario), Benín (15,2% voto voluntario), Botswuana (15,3% voto voluntario) y Perú (17,5% voto obligatorio).

Como se ve, no se observa un patrón predecible si se argumenta en favor de uno u otro sistema de votación y más bien resulta claro que se trata de un fenómeno que crece en buena parte del mundo, en paralelo al proceso de fortalecimiento de la sociedad civil, propio de la expansión de las democracias de mercado, cuya característica es que las personas ya no están obligadas a recurrir al Estado, ni a los partidos políticos, para expresar y transmitir sus posiciones respecto de tal o cual tema de interés social, sino que operan (o no) desde movimientos sociales “single issues”, orgánicas locales reunidas por razones tan variadas como la religión, estudios, profesión, clubes de tercera edad, vecinos o de emprendedores.

Fredy Barrero, vicedecano de la Escuela de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Sergio Arboleda, Colombia, citado por Mizrahi, dice que desde hace años se viene hablando de “una crisis de la representación política, que tiene como señal el alto grado de desafección por parte de los ciudadanos hacia los partidos”. Para Barrero y otros especialistas, tal desapego estaría asociado a que la democracia “no ha cumplido en aquellos temas que buscarían mejorar el bienestar de las personas”. Y añade que “a lo anterior se agregan los escándalos de corrupción en los que se han visto envueltos políticos, dejando entrever que sus intereses estarían más concentrados en el lucro personal, que en buscar respuestas a las situaciones socialmente problemáticas”. Nada distinto a lo que se ha diagnosticado en Chile.

Sin embargo, en la mayor parte de los países democráticos, con cumplimiento o no de los programas propuestos, con corrupción o sin ella, la abstención electoral ha seguido creciendo en las últimas décadas. Por de pronto, EE.UU. pasó de apenas 4,2% en los comicios presidenciales de 1964, a 32,1% en los de 2012. En Canadá ha ocurrido algo similar, al subir desde 24,1% en 1965 a 38,9% en 2011. E incluso en la joven democracia rusa, desde sus primeras elecciones libres en 1991, cuando el ausentismo fue de 25,3%, para 2015 ya había crecido a 34,7. Asia no está ajena al proceso y en Japón la abstención subió de 28,9% en 1963 a 47,3% en 2014.

[cita tipo= «destaque»]Como reconoce el director del Centro de Asesoría y Promoción Electoral del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, Salvador Romero, aparte del incumplimiento de promesas y la corrupción, son muchos más “los factores que explican el aumento de la abstención, cuyo impacto, por lo demás, varía de país a país, y según a las coyunturas”, añadiendo al diagnóstico ese reconocido desinterés de los jóvenes millennials y/o nativos digitales, hecho “que anticipa generaciones menos participativas que las que asistieron a la reconquista de la democracia”.[/cita]

Es decir, como reconoce el director del Centro de Asesoría y Promoción Electoral del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, Salvador Romero, aparte del incumplimiento de promesas y la corrupción, son muchos más “los factores que explican el aumento de la abstención, cuyo impacto, por lo demás, varía de país a país, y según a las coyunturas”, añadiendo al diagnóstico ese reconocido desinterés de los jóvenes millennials y/o nativos digitales, hecho “que anticipa generaciones menos participativas que las que asistieron a la reconquista de la democracia”.

En América Latina el proceso es cada vez más intenso: en Chile ha subido desde el 13,2% en 1964 a 58% en 2013 y a 65% en 2016 y, según los analistas, se explicaría por la reforma electoral de 2010, que cambió el anterior sistema de registro voluntario y voto obligatorio por uno de inscripción automática y sufragio optativo, como el que rige en la mayor parte de Europa y EE.UU. Pero, como señala Mauricio Morales, profesor de la Universidad Diego Portales, si bien en Chile la participación llegó al 90% en las primeras elecciones libres, lo que obedeció a la decisión de los chilenos por consolidar la democracia, la participación se fue deprimiendo y ya antes del voto voluntario la abstención había escalado al 60%.

Nuestro país no es excepcional: en Costa Rica, la abstención pasó de 18,6% en 1966 a 44,4% en 2014; en Brasil, de 11,9% en 1989 a 21,1% en 2014; en Argentina de 14,4% en 1963 a 20,6% en 2011 y en México, de 30,7% en 1964 a 36,9% en 2012. En Europa, en tanto, la abstención trepó en España de 23% en 1977 a 31,1% en 2011; en Reino Unido, de 24% en 1964 a 34,2% en 2010; en Alemania, de 13,2% a 28,5% entre 1965 y 2014 y en Italia, de 7,1% a 24,8% entre 1963 y 2013.

Parece, pues, no haber correlación visible entre el desencanto con los políticos por sus promesas incumplidas o la corrupción -que, por lo demás son fenómenos de muy larga data-, sino más bien con el acelerado proceso de desarrollo económico y progreso personal de los votantes en las últimas décadas, lo que, junto con la integración cada vez mayor a la habitualidad de las nuevas fuerzas de producción e intercomunicación, han ido alejando a las personas desde los entornos del anterior Estado benefactor socialdemócrata o socialista protector y paternalista (que terminó quebrando) y de sus clases políticas que, dada una estructura que lo favorece, tienden a clientelizar sus vínculos con la sociedad, buscando la contraprestación del voto para su eternización en el poder dirigente. Simple cuestión de naturaleza humana y que ya en el siglo XIX nos alertaba Adam Smith.

Así, desde un par de décadas, como recuerda Morales, “los partidos políticos ya no son aquellas agencias que producían empleo y bienestar, por su influencia”, sino que, merced al triunfo del capitalismo tras la caída de los “socialismos reales”, el bienestar se alcanza (o no) hoy, mayoritariamente, a través del esfuerzo individual y personal. Las colectividades dejan de ser canales exclusivos de intermediación entre el votante y los poderes, lo que se observa nítidamente, en particular, en una democracia como la chilena, en la que, a mayor abundamiento, las decisiones de gasto estatal -que serían un buen estímulo para elegir “un padrino” cercano- no están en manos de los parlamentarios, sino que son atributo exclusivo del Ejecutivo. Así las cosas, diputados y senadores, alcaldes y concejales, suelen ser vistos como simples “free raiders” persiguiendo el voto ciudadano para lograr o mantener puestos de poder, luego de lo cual, “una vez apitutados, se olvidan de los electores”.

En todo caso, esta conducta ha resultado irrelevante -hasta ahora- para la estabilidad democrática del país, pues el ciudadano común parece no ver peligros en su abstencionismo y, mejor aún, siente que es la democracia la que le otorga esa libertad de legitimar o no a sus autoridades, mediante el uso del único medio de expresión periódica que tiene para evaluar la conducta en el poder; o porque, dada esa misma libertad, estiman que, para sus intereses, su tiempo libre tiene otros usos más rentables que “malgastarlo” en una selección de individuos que “no inciden para nada” en sus vidas, trabajo o bienestar.

El actual nivel de abstencionismo en Chile, entonces, no debiera motivar una excesiva preocupación. En efecto, como hemos visto, se trata de una tendencia mundial, cuyas razones son estructurales, y que, con seguridad, oscilará más alto o más bajo de acuerdo a las circunstancias, donde la polarización sobre el mayor o menor peligro que los ciudadanos vean respecto de sus personales “modos de vida”, será clave para mayores o menores grados de participación.

Afortunadamente, la expresión de los intereses propios tiene hoy muchos más canales, aparte de los partidos. La democracia ha abierto un enorme espacio a la sociedad civil. Al mismo tiempo, no obstante la amplia mayoría que coincide en que siempre habrá necesidad de ajustes y reformas que mejoren los mecanismos del sistema, cambios sustantivos al actual modo de vida que pongan en riesgo el esfuerzo invertido en lo avanzado, son rechazados muy extensamente. Los resultados de las recientes municipales son un claro mensaje en tal sentido, el que, por lo demás, el propio ex Presidente Lagos reconoció, llamando “rectificar” el rumbo seguido por el Ejecutivo.

Buena parte de los chilenos usamos los resultados de las encuestas para fundar opiniones sobre tal o cual hecho, entre otros, el propio alto rechazo a la acción del Gobierno, basado en la opinión aleatoria de entre 1.500 y 3.000 consultados. Y si le creemos a las encuestas, resulta ilógico relativizar los resultados de una votación que abarcó a más de 5 millones de chilenos en todo el país. Este “sondeo” envió un claro mensaje de moderación, gradualidad y acotamiento del proceso reformista y se ha constituido en un llamado a recomponer confianzas, a mejorar la actividad económica, a rectificar el camino y dar oportunidad a la inversión y el gasto de los chilenos. Como dijera José Antonio Guzmán, ex presidente de la CPC, “los chilenos que votaron representan perfectamente el sentir de los que no votaron”, porque desde una perspectiva de probabilidad estadística, si se midieran las preferencias del 65% de abstención, veríamos un comportamiento similar al que observaron los cinco millones que sí sufragaron

Mal hacen, pues, algunos representantes de la derecha en relativizar los resultados de estas últimas elecciones, apuntando a la alta abstención. Este es un argumento que les viene mejor a los derrotados, porque, de ese modo, la caída es para “toda la clase política” y la aplastante victoria de la centroderecha (y del centro en general) puede ser deslegitimada como llamado de atención para un cambio hacia la moderación. La excepción “radical” de Valparaíso solo confirma la regla y con seguridad, quienes no votaron, no solo volverán masivamente a las urnas en cuatro años más, sino que muy pronto estarán en las calles alegando por una mejor gestión para esa comuna.

Es cierto, pues, que las democracias con pocos participantes asumen sus riesgos. El mayor de ellos es que se pueden abrir puertas a populismos, en que candidatos de esa naturaleza basan sus campañas en el malestar ciudadano y los discursos antipartidos tradicionales. Al caer en tales tentaciones, la democracia pierde fuerza, emergen los autoritarismos de izquierda y/o derecha pudiendo llevar a la sociedad a golpes, revueltas o, en el mejor de los casos, a juicios políticos, como, por lo demás, ya hemos visto en América Latina. Las alzas de participación electoral democrática también existen: India, donde el número de ausentes en los comicios cayó de 39% en 1967 a 33,6% en 2014; en Uruguay, que descendió de 25,7% en 1966 a 11,4% en 2014; en Ecuador, que pasó de 22,5% en 1968 a 18,9% en 2013; y en Suecia, donde el abstencionismo bajó desde 16,1% a 14,2% entre 1964 y 2014. Seguramente, en próximas elecciones en Chile asistiremos a un fenómeno similar.

En este marco, los probables intentos de la clase política de retornar al voto obligatorio, en todo caso, serán como el “sillón de Don Otto”. Como hemos visto, las razones de la abstención son estructurales y más profundas que la mera desconfianza ciudadana en sus clases políticas o la corruptela, ambos hechos presentes por decenios. Más bien hay que razonar sobre estas nuevas tendencias que emergen desde los cambios en la economía y las relaciones sociales a nivel global, fenómeno derivado de la explosión del conocimiento y las nuevas formas de producir anexas, mismas que, empero, desde una perspectiva optimista, posibilitarán la nueva democracia del siglo XXI, tecnológicamente superior, hiperconectada, participativa, con ciudadanos más conscientes y educados. El voto electrónico es apenas el comienzo de esta sobreviniente revolución.

Así y todo, la “educación política” (o cívica) seguirá por unos años más tan indelegable en los partidos políticos, como lo es la divulgación de los principios morales de parte de Iglesias y familias, esta vez en un proceso necesariamente menos compulsivo, más racional, participativo, voluntario y consciente. No habrá mejor democracia forzando a los ciudadanos a expresar su opinión electoral vía voto obligatorio, como tampoco personas más decentes con un modelo de imposición religiosa o moral que nos retorne al Estado confesional. Los 10 mandamientos tienen ya más de 5 mil años y aún seguimos transgrediéndolos.

Como buen corolario, y según apunta Mizrahi, la interrogante final es si las actuales dirigencias políticas están interesadas en desarrollar una democracia más rica, con mayor participación ciudadana en términos cuantitativos y cualitativos, dado que ampliarla implica más competencia interna y mayores problemas en el manejo de la organización. También porque, mientras menos gente vota, hay menos incertidumbre (de hecho, el 70% de los incumbentes en las municipales fue reelegido), pues quienes sufragan tienen preferencias más o menos estables y reconocidas. De allí que impulsar el ingreso de más gente al “mercado electoral” no implica necesariamente más beneficios para la clase política incumbente, sino por el contrario. En las próximas semanas veremos si tal voluntad es real o solo una nueva promesa incumplida.

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