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“A la cárcel” de Ricardo Elías: El encierro más fantástico Crítica de libros

“A la cárcel” de Ricardo Elías: El encierro más fantástico

En más de 200 páginas, el autor desentraña la vida de unos reclusos que resisten el aburrimiento, la miseria, siempre en un tono de humor, de hilarante absurdo, algo no muy común por estos días y que es el principal activo de la novela


“Mitiguemos los sufrimientos de nuestros compañeros de prisión”

Virginia Woolf.

Una fuga, un hallazgo, una esperanza. Los personajes de “A la cárcel” (editorial Alto Pogo, 2018) de Ricardo Elías (Santiago, 1983), ganador con esta obra del V Concurso Internacional de Novela Contacto Latino en EE.UU., se aferran a un deseo, la libertad: salir de esas rejas, de esa gran muralla central bautizada como “Guillermo”, mientras el tiempo transcurre impasible, ineluctable, casi funerario. Aunque Lalo Cartagena, su personaje principal, quien liderará el plan de huida, piensa algo distinto. Por desesperación.

En más de 200 páginas, el autor desentraña la vida de unos reclusos que resisten el aburrimiento, la miseria, siempre en un tono de humor, de hilarante absurdo, algo no muy común por estos días y que es el principal activo de la novela. Cavar un túnel, excavar las conciencias, entre la violencia y la reflexión, entre la apatía y el desasosiego. Allí Lalo Cartagena encontrará dos piedras, objetos de escrutinio y conjeturas, que serán identificadas luego como huesos fósiles de dinosaurio, sí de dinosaurio, modificando finalmente el plan original de fugarse. Día a día, la obsesión por juntar cada hueso, dándole forma al inédito animal en aquella celda15, permitirá a él y a sus compañeros darles un sentido a su estadía carcelaria.

“Las celdas olían a humedad, una humedad repugnante que lo impregnaba todo con solo cruzar la puerta. Para quien llegaba por primera vez la sensación horrible. Pero la costumbre, o la resignación, o una extraña mezcla entre ambas siempre terminaba triunfando. En esa cárcel nunca nada olía bien” (pág. 17).

“Si logramos salir de aquí, todo Chile va a buscarnos. Viviremos escondidos, aterrados de que alguien nos pille. Eso no es libertad. Es estar preso de una forma distinta a la que estamos presos ahora, pero es estar presos igual” (pág. 41).

“–¿Y de dónde sacó Lalo que eran huesos?

–Leyendo un libro –respondió el Picle.

–¿Leyendo un libro…? ¿Y desde cuándo que Lalo lee libros?

–Siempre ha leído libros.

–Bueno, de todas formas un libro no dice nada.

–Pero algo te dice.

–Dice muy poco.

–Volcánico no es.

–Aún no está dicha la última palabra.

–No –dijo el Picle–. Pero es la idea que va ganando. Lo otro ya sería la opinión de un máster, ¿y dónde vamos a sacar a un huevón que cache de huesos? Hay que quedarse con lo que hay” (pág. 60).

Escritor Ricardo Elías

Una vez armado y bautizado como “Juan Cachantún Faiste”, sienten el deseo imperioso de exhibirlo, primero a los otros presos y luego a todo el público. Un descubrimiento para la “Humanidad”, esto mientras lidian con Gualdo Tapia, un alcaide bonachón, seguro de su indulgencia, ascendencia y poder entre los reclusos; o el Perro Lillo, un sanguinario gendarme, para quien el castigo y la represión es el arma más efectiva de control interno. Además de entuertos, conflictos, situaciones que no reflejan sino el sinsentido de la burocracia y algunos discursos punitivos, siempre en un tono de parodia que no prescinde de la crítica y la ironía.

“Lalo Cartagena se encontró con un paisaje distinto al recorrer el patio central esa tarde. Los diálogos que otrora no hacían más que narrar proezas policiales, técnicas de lanzazos silenciosos y cartereo efectivo, esta vez trataban sobre el ataque de un velocirraptor o las púas de un estegosaurio” (pág. 109).

“–Bajamos de los árboles a cometer puras barbaridades –exclamó el Picle–. Somos bostas humanas.

Se produjo un largo silencio. Algunos sollozaron, otros daban palmaditas en la espalda para calmar a los más afectados.

  –Debiéramos juntarnos a conversar más de estas cosas, muchachos –propuso Cogotero Araya secándose las lágrimas que emergían de la comisura de sus ojos–. Como que uno se libera cuando las habla” (pág. 135).  

Derrotados, exultantes, febriles, hay en esta novela personajes variopintos y excéntricos: Guatón Delgado, Yanclot Valdés, Ganzúa Jiménez, Froilán Valdevenito, alias Mansopescao, el Picle o Tito Vermú, quienes sobreviven, dentro de los límites del encierro, organizando una estructura alterna, una microsociedad carcelaria, donde se replican las lógicas jerárquicas, empresariales o familiares.

“Puestos en un organigrama empresarial diríamos que Ganzúa Jiménez vendría a ser el gerente de la compañía, Yanclot Valdés y el Guatón Delgado los jefes de sucursales, y para abajo el resto, aunque para arriba también continuaba. Siguiendo el mismo modelo, don Chuma o Chumita podría considerarse el presidente de la firma” (pág. 13).

“–¿Te acuerdas del motín del 2000, donde sacaste a este huevón –continuó el Chusco apuntando a uno de los gorilas, al más moreno de todos– , de debajo de las vigas que se cayeron? Y a mí, que estaba tirado en la celda, inconciente, ¿te acuerdas?  Yo no me acuerdo, me contaron después. Todos aquí creemos que hay un puro reemplazante de Chumita, compadre.

Yanclot miró a todos los presos alrededor suyo. Masajeó su frente.

–No muchachos –dijo–. No puedo aceptarlo.

–Tú sabes que ese puesto no puede quedar vacío –aclaró el Chusco sin dar un mínimo margen de elección.

Lalo se agarró la cabeza. Por qué mierda estoy yo aquí, pensó. Va a correr sangre en esta cárcel” (pág. 105).

Correr por el campo, perderse en un bosque, ser un mono y saltar de rama en rama. O bien, en un sentido más prosaico, tan solo cucharear una leche condensada o leer el Condorito. O asistir a un taller de manualidades, cuya finalidad de inserción laboral es cuestionable. O ir a una biblioteca modelo al que nadie asiste. O esperar el domingo para la visita de los familiares, si acaso. La rutina carcelaria es un juego caprichoso, que nos hace preguntarnos, más allá de la ficción, ¿cuál es el sentido de la cárcel?, ¿existe realmente la rehabilitación?, ¿o es solo un lugar de confinamiento y exclusión?

Ricardo Elías es de esos escritores que, prescindiendo del recurso cómodo, egocéntrico y baladí de la autoficción, se adentra en un desafío mayor: hablar de un otro, cuya clase social es diferente, del hampa, del bajo mundo, ese que se presenta en escala de grises. Con astucia y verosimilitud construye una diégesis dinámica, entretenida y conmovedora. Fuera de todo, muy fuera de lo snob, de la etiqueta progre, del hedonismo, “A la cárcel” nos muestra un mundo desencantado pero fantástico, con más ruina que éxito, con más estigma social que bienaventuranza y provecho.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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