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El Grito de Munch y la pasión por el arte de la angustia

Se espera que la obra maestra del artista noruego Edvard Munch, El Grito, sea subastada por una cifra récord próximamente. ¿A qué se debe que haya tanto interés por obras de arte tan viscerales, que simbolizan la agonía?


Bajo un cielo como un remolino, y de color rojo sangre, una figura solitaria en un puente sujeta firmemente su cabeza con las manos y grita en señal de desesperación. Es un retrato caótico y atormentado de la ansiedad y la desesperanza y, definitivamente, no una imagen que uno espera encontrarse en tazas, calendarios y afiches en hogares alrededor del mundo.

Y sin embargo El Grito, la forma profundamente personal con que Edvard Munch canalizó su propia psiquis atormentada, se ha convertido en una de las imágenes más conocidas del arte moderno, sin mencionar que también ha sido el blanco de varios robos de alto perfil.

Se espera que en mayo, cuando se subaste en Nueva York una de las cuatro versiones que Munch hizo de El Grito, la obra recaude unos US$80 millones, lo que la convertiría en una de las piezas de arte más costosas del mundo. Pero si bien la fama de El Grito es innegable, su ubicuidad y su popularidad son, al menos a grandes rasgos, más difíciles de explicar.

Desconsuelo y angustia

Después de todo, un icono de la miseria y la desesperación rara vez se usa como decoración en una sala común y corriente. No obstante, dado que tantas producciones han asegurado que de pronto sólo la Mona Lisa sea más reconocida a primera vista, es difícil evitar la conclusión que millones de personas se sienten atraídas por descubrir la angustia representada en El Grito.

Por supuesto, no sólo el arte visual es capaz de producir representaciones inmensamente populares del abatimiento. Directores como Ken Loach y David Cronenberg nunca podrían haber consumado sus largas carreras si las audiencias sólo se interesaran en historias optimistas y rechazaran las deprimentes. Tampoco habrían resistido tanto tiempo grandes obras de la literatura como Hamlet, de Shakespeare, o Jude the Obscure, de Thomas Hardy.

El canon completo de la música popular estaría perdido sin la desolación y la angustia, un hecho que es descrito por el narrador de Nick Hornby en su novela High Fidelity: “A las personas les preocupa ver niños jugando con armas y adolescentes viendo videos violentos…nadie se preocupa porque los niños escuchen miles —literalmente miles— de canciones sobre corazones rotos y rechazo y dolor y miseria y pérdida”. Y como una buena canción de pop, El Grito es brillante, intenso y se le reconoce fácilmente.

Catarsis

De acuerdo con David Jackson, profesor de historias de arte rusas y escandinavas en la Universidad de Leeds, en Inglaterra, estas cualidades les permiten a personas con poco conocimiento del arte expresionista relacionarse con lo que fue, cuando se reveló por primera vez, una obra vanguardista.

“Es bastante catártica”, dice. “Todos se sienten identificados. Todos nos hemos sentido solos y desesperados en algún momento de nuestras vidas”.

“Creo que esta obsesión por observar cosas que nos molesten es una parte fundamental de la condición humana. Si usted va a algunas librerías encontrará todos estos libros en venta sobre niños abusados. Todo el mito y la industria alrededor de Vincent van Gogh están basados en lo mismo”.

De pronto por esta razón, la influencia de El Grito en el arte moderno ha sido considerable, como se puede notar en la serie de papas que gritan de Francis Bacon, el Guernica de Picasso y, por supuesto, las estampaciones de seda del trabajo de Munch, por Andy Warhol. La cultura popular ha abrazado esta iconografía, desde la máscara en las películas Scream, de Wes Craven, hasta los villanos alienígenas The Silence, en Doctor Who —basados en la obra de Munch—.

El propio Munch fue el primero que produjo esta imagen en grandes cantidades. Creó cuatro versiones —dos pinturas y dos con una técnica de pastel— entre 1893 y 1910, además de una litografía. Sin embargo, no todos en el mundo del arte están felices con su ubicuidad.

“Infantil”

Rachel Campbell-Johnston, crítico de arte en el periódico The Times, no es muy aficionada. La popularidad de El Grito, cree, proviene de una tendencia que entiende formas de arte descritas de antemano con adjetivos como “tenso”, “oscuro” y “perturbador” como superiores a aquellas que son ligeras y alegres.

De hecho, ella hace una analogía con un adolescente que escucha música alterada y depresiva en su habitación antes de aprender, a medida que crece, a apreciar un compositor como Bob Dylan, que maneja emociones más sutiles y complejas. “El Grito es casi infantil en su franqueza”, dice. “Lo que uno recibe de ese cuadro no es algo que se vuelva más profundo con el tiempo. Es llamativo para un gusto inmaduro. A medida que uno crece, uno quiere algo diferente: un arte que transforma el día a día y no el que va a los extremos de las emociones humanas”.

Lo que no está en duda es que las emociones expresadas por Munch en su serie de El Grito son totalmente auténticas. Atormentado por pensamientos sobre el suicidio y agobiado por una tragedia familiar, el desespero reflejado en la obra de arte es el desespero propio del artista.

Para Sue Prideaux, autora de una biografía de Munch, es imposible ignorar el contexto más amplio de la imagen: una sensación extendida de desasosiego durante el final del siglo XIX, cuando las obras de Darwin y Nietzsche carcomieron viejas costumbres y tipos de fe.

Fue la habilidad de Munch para combinar lo puramente personal con lo universal lo que hace que su obra más famosa haya perdurado, dice. “Los sentimientos expresados en la obra fueron extremadamente subjetivos de parte de Munch”, asegura. “Pero como ese cráneo tiene esencialmente las características de cualquiera, todos podemos proyectar nuestros sentimientos en él”.

Sin embargo, hay evidencia que sugiere que el vínculo extendido hacia el arte que transmite sentimientos de desespero y horror es más que simplemente una preferencia estética. El sicólogo Eugene McSorley, de la universidad de Reading, en Reino Unido, ha realizado estudios que rastrean los movimientos de los ojos de las personas cuando se les muestran imágenes desagradables, como víctimas de hambrunas, personas con heridas de bala, cadáveres.

“Parece muy difícil que las personas repriman o ignoren estas imágenes”, dice McSorley. “Les parece muy difícil no mover sus ojos hacia ellas”. “Se podría especular que esto nos da una ventaja evolutiva para detectar cosas que nos van a herir o matar. O se podría argumentar que estas emociones básicas son más fáciles de reconocer que otras que son más complejas”.

Tal conclusión es combustible para los críticos que se lamentan de la falta de sutileza de El Grito, así como para aficionados que celebran su universalidad catártica. Más allá del bando en el que usted caiga, es irrefutable que ese llanto de la figura esquelética continúa vigente en la imaginación popular.

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