Hoy el principal argumento para mantener la actual «guerra contra las drogas» es la necesidad de controlar la violencia que están ejerciendo las mafias del narcotráfico en contra de los estados y las comunidades. Pero si se analiza con cuidado se verá que la causa de esa violencia es precisamente la
Por Ibán de Rementería*
Tanto la designación por el Presidente Obama de Gil Kerlikowske como zar antidrogas de los Estados Unidos de América, como la recayente política de control de drogas para el próximo decenio aprobada por las Naciones Unidas, vuelven a poner en el debate el tema de las drogas.
El 10 de marzo el Presidente Obama designó como zar antidrogas -director de la Oficina de Política Nacional para el Control de drogas- a Gil Kerlikowske, exitoso jefe de la policía de Seattle, con fama de impronta progresista en el tema por haber sido tolerante con las prácticas de reducción del daño, si bien el Presidente ha manifestado que «nunca ha sido más importante tener una estrategia nacional de control de drogas guiada por firmes principios de seguridad pública y de salud», no obstante el vice-presidente Joseph Biden le ha establecido las prioridades al comunicar su designación: «Los desafíos que encara van a ser enormes.
En ningún lugar esto es más verdadero que en la frontera sudoeste hoy»,…»Esta es la estrategia que necesitamos para poner la situación bajo control, proteger a nuestra gente y lograr abatir a los cárteles mexicanos de la droga». Está claro que la «guerra de las drogas» continúa, pese a que el periódico The Guardian, en Londres, interpreta esta designación de la siguiente manera: «La administración Obama se apresta a repudiar la prohibición y la «guerra de las drogas» de los presidentes anteriores y conducir la política hacia la prevención y la «reducción del daño» estrategia favorecida en Europa».
La semana pasada la Comisión de Estupefaciente de las Naciones Unidas aprobó una declaración política, que sin recoger la fracasada experiencia del pasado decenio insiste como propósito para el próximo decenio en «minimizar y eventualmente eliminar la disponibilidad y el uso de drogas ilícitas para 2019», en 1998, la ONU trató de lograr «un mundo libre de drogas», con «la eliminación o una reducción significativa del cultivo ilícito de coca, cannabis y opio en 2008».
Como es sabido cada día hay más droga, más barata y de mejor calidad. La utópica declaración fue rechazada en bloque por Europa, con la excepción de Italia, Rusia y Suecia, y por la mayor parte de América Latina, además por la oposición de Rusia, Colombia, Cuba y Estados Unidos no se incluyó la reducción de daño como una modalidad apropiada para tratar el problema de las drogas impulsada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), lo cierto es que en la Comunidad Internacional el consenso antiprohibicionista está definitivamente roto, y el debate en drogas ahora es entre el prohibicionismo represivo y la reducción del daño, no el antiprohibicionismo también utópico.
La política de control de drogas, entendida la política como la voluntad colectiva para asumir, procesar y resolver un asunto público, no puede ser planteado en los confusos términos del prohibicionismo o del antiprohibicionismo. El prohibicionismo para el control de drogas es una política multilateral que este año cumple cien desde el inicio de su aplicación -Convención de Shangai 1909- que se ha venido agravando desde 1961 – tratados de Naciones Unidas de 1961, 1972 y 1988 – consistente en la persecución penal de la producción, expendio y consumo de drogas, política que ha fracasado en su pretensión de controlar esas conductas para proteger la salud pública ya que las drogas son cada vez más consumidas, más baratas y de mayor pureza, mientras que hay cada vez más víctimas – muertes y morbilidad- debido a ese modelo de control , la «guerra de las drogas» que a causa de su consumo, hoy los casos más emblemáticos son Afganistán, Colombia y México.
El antiprohibicionismo es una postura teórica que nunca ha sido aplicado en ninguna parte ni en ningún momento, que expresa una reacción liberal ante el desastre sanitario y ciudadano que el prohibicionismo ha causado, es una paradoja que antes de su aplicación el problema de las drogas era insignificante.
La alternativa tanto al prohibicionismo como al antiprohibicionismo que se ha venido construyendo desde las prácticas concretas sanitarias y penales motivada por razones humanitarias y racionales es la reducción del daño, la cual consiste en un conjunto de medidas preventivas y de intervención sanitarias, así como de ayuda social, que se recomiendan y otorgan a los usuarios de drogas no condicionadas a la abstinencia, pero si al logro progresivo del control de su consumo de riesgo, peligroso o conflictivo. La política de reducción de daños es esencialmente preventiva.
Es sanitariamente erróneo afirmar que la reducción del daño sólo sería aplicable a los casos de drogodependientes que no pueden controlar sus consumos, cuando es precisamente a estos a quienes hay que invitar a la abstinencia -prevención terciaria-, no obligar, hay que ayudarlos a encontrar otras maneras de resolver los problemas que el consumo de drogas le resuelven -función de utilidad-. Mientras que a aquellos que usan drogas y no tienen problemas hay que hacerles recomendaciones para que sus consumos no los perjudiquen ni devengan dependencias, de igual manera como se hace con el alcohol y el tabaco -prevención segundaria-. En tanto que la población que no las usa debería de saber qué se puede hacer y qué no se debe hacer en caso del consumo de drogas -prevención primaria-, información muy útil también para que la población en general no caiga en el miedo y la zozobra ante el consumo de drogas en su entorno.
Es intentar confundir pretender reducir las concepciones y prácticas de reducción del daño al antiprohibicionismo, aquella política de control de drogas es la que se está aplicando en la Unión Europea, en Canadá, Australia y Nueva Zelanda, no el antiprohibicionismo. Las medidas concretas, tanto penales como sanitarias de la reducción del daño, se proponen superar la ortopedia moral actual que criminaliza al usuario de drogas el cual es paradojalmente concebido como victima de su adicción -el vicio- y de las mafias del narcotráfico, favoreciéndolo en lo penal con el principio de oportunidad para no perseguir los delitos menores o sin víctimas y en lo sanitario ofreciéndole atención sin condicionarla a la abstinencia e incluso el acceso a drogas dentro de ciertas condiciones para alejarla de los mercados ilícitos de las mismas.
Ninguna de estas medidas transgrede las normas internacionales pactadas en las convenciones sobre drogas. Los países antes mencionados no se han puesto fuera de la ley internacional.
Hoy el principal argumento para mantener la actual «guerra contra las drogas» es la necesidad de controlar la violencia que están ejerciendo las mafias del narcotráfico en contra de los estados y las comunidades. Pero si se analiza con cuidado se verá que la causa de esa violencia es precisamente la actual política de control represivo. Primero, las organizaciones ilegales del tráfico de drogas responden con violencia, y así se criminalizan, a la violencia legítima de los agentes públicos que las persiguen ya que no se sienten socialmente reprochados por satisfacer una demanda motivada por la necesidad masiva de ansiolíticos en una sociedad ansiógena, por eso las denuncias por drogas son prácticamente inexistentes. Segundo, dado que el tráfico de drogas es un mercado ilícito no existen instituciones que regule y controle su funcionamiento, la violencia es la modalidad para resolver los conflictos que allí acontecen.
Como bien se sabe las mafias son un sistema de resolución de conflictos entre pandilleros, eso es lo que surgió en Estados Unidos de América durante la ley seca (1920-1933), la prohibición desapareció pero las mafias se quedaron. Por otra parte, la corrupción se facilita cuando las autoridades policiales y penales también comprenden que no hay una reproche social a la oferta de drogas, y hay otros problemas delictivos más importante de que ocuparse, porque afectan bienes jurídicos de mayor jerarquía, tales como la vida, la integridad, la libertad, la propiedad, etc.
No se trata ni de despenalizar ni menos de legalizar la provisión de drogas, sino que de hacer una aplicación mínima del control penal, solo para perseguir las conductas de mayor gravedad como el narcotráfico y el lavado de dinero, en ningún caso aplicable al consumo ni a la tenencia de pequeñas cantidades y el microtráfico sólo debe ser sancionado con medidas alternativas a la privación de libertad.
Lo anterior en Chile implica cuatro medidas concretas: primero, admitir en el sistema público y privado de salud los tratamientos de reducción del daño no condicionados a la abstinencia; segundo, informar científica y no ideológicamente a la población como hacer usos de drogas no peligrosos o de riesgo y cuando recurrir a la ayuda especializada; tercero, suprimir la distinción entre drogas duras y blandas -«que no producen una grave toxicidad o dependencia» -, calificándolas todas como estas últimas, o la menos retirando la marihuana de la lista de las primeras, y; cuarto, derogando el tipo penal del porte de pequeñas cantidades, que no es lo mismo que el microtráfico, que hoy genera la mayor parte de los detenidos y sancionados por la ley de drogas, constituyen el más del 60% de los detenidos por infracción a esa ley y desde el 2005 han crecido en un 250%, mientras que los detenidos por tráfico sólo son el 28%.
*Ibán de Rementería, Corporación Ciudadanía y Justicia. Red Chilena de Reducción de Daños.