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La centroizquierda y los derechos sociales

Marcos Barraza Gómez
Por : Marcos Barraza Gómez Convencional Constituyente PC por el distrito 13. Ex Ministro de Desarrollo Social
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Los derechos sociales constituyen un núcleo muy sustantivo de la agenda estratégica de la centroizquierda. Ellos le dan un sentido de proyección de largo plazo a los esfuerzos por desarrollar la arquitectura, extensión y calidad de la protección social y, en términos más generales, materializan la vocación de nuestro sector político por construir sociedades más igualitarias y cohesionadas.

Para la centroizquierda, la igualdad es un valor crucial a promover en la acción pública, buscando un equilibrio entre ciudadanía política –derecho a la seguridad jurídica, libertad de reunión, de sufragio, de pensamiento, etc.– y ciudadanía social. Tal como ha señalado el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, Manuel Antonio Garretón: “La falta de vigencia de los derechos ciudadanos erosiona la calidad de la democracia. La falta de igualdad o cohesión destruye su base, que es la existencia de una polis o sociedad” (en Dimensiones políticas del estado social de derechos). En el fondo, quien no se siente parte de los beneficios del crecimiento económico, difícilmente se va a sentir parte y va a respetar las reglas de una comunidad política.

Además, hay otro problema a considerar: una base de igualdad en las condiciones de vida es requisito necesario para el ejercicio de la ciudadanía política. En tal sentido, la igualdad no obstaculiza la libertad y la autonomía de las personas, sino que la hace posible. Tal como ha subrayado la CEPAL: “La ciudadanía social tras las garantías sociales conlleva como acuerdo fundamental la decisión de una sociedad de vivir entre iguales, lo que no implica homogeneidad en las formas de vivir y pensar, sino una institucionalidad incluyente que garantiza a todos las mismas oportunidades de participar de los beneficios de la vida colectiva y de las decisiones que se toman respecto a cómo orientarlas” (CEPAL: Protección social de cara al futuro: acceso, financiamiento y solidaridad, Montevideo, 2006). De paso, cabe subrayar que todo lo anterior pone de manifiesto la falacia del argumento de la derecha, en orden a que la libertad y la igualdad serían valores contradictorios y que, por lo tanto, habría que elegir entre uno u otro.

Fundándose en esa dicotomía en que ambos términos se excluyen mutuamente, para la derecha chilena –que está a la diestra de la mayoría de las derechas del mundo, en particular de las europeas democráticas que históricamente han concurrido a pactos civilizatorios fundados en derechos sociales–, la desigualdad no es un problema que afecte a la convivencia social ni al crecimiento. La desigualdad es un fenómeno “natural” que solo expresa el libre despliegue de las capacidades humanas y el derecho de los “ganadores” a ser recompensados con una parte sustantiva de la riqueza por el hecho de ser capaces de maximizar sus talentos. Por lo demás –sostienen– ¡qué importa la desigualdad si la economía crece y “chorrea” hacia los sectores más desfavorecidos!

[cita tipo=»destaque»]A estas alturas de la discusión, cabe plantearnos entonces –con una mirada de largo plazo– la siguiente interrogante: ¿a qué está llamada la centroizquierda, en lo estratégico, más allá de la coyuntura actual de prudente restricción del gasto fiscal? A nuestro juicio, la respuesta tiene dos dimensiones. En primer lugar, a asumir con fuerzas renovadas el desafío de la desigualdad como un problema estructural de la sociedad chilena, lacerante de la convivencia social y limitante de nuestro desarrollo. En segundo lugar, la centroizquierda debe luchar por seguir ampliando la esfera de los derechos sociales, profundizando a futuro el camino de las reformas.[/cita]

No obstante, como ha observado lúcidamente Agustín Squella, este tipo de razonamiento discurre “como si el fracaso o el éxito dependieran exclusivamente de experiencias personales competitivas y no de aspectos estructurales de la sociedad en que vivimos”. Así, la derecha criolla hace como si la cuna no determinara el futuro de los niños y niñas, como si la enorme desigualdad de Chile –la mayor de la OCDE, si es necesario recordarlo– fuera solo el resultado del despliegue natural de los talentos de cada cual.

Pues bien, contra esa negación de una realidad evidente es que surgió como objetivo programático central del gobierno de la Presidenta Bachelet la Reforma Educacional, en todas sus dimensiones, incluyendo la gratuidad progresiva de la educación superior. De hecho, tal objetivo ha encarnado profundamente en la sociedad chilena, al punto que la preocupación que se instaló en este, su primer año de aplicación, fue con qué ritmo avanzará la gratuidad más allá del 50% de cobertura inicial, para extenderse a segmentos más amplios.

Hay otros aspectos relativos a por qué la lucha por mayores niveles de igualdad es tan importante para las fuerzas progresistas. Existe bastante evidencia científica respecto a que las sociedades con mayores niveles de desigualdad ven limitado su crecimiento, ya que no son capaces de aprovechar todas las capacidades latentes de las personas, entre otras razones, porque no potencian adecuadamente el capital humano de su población y porque registran mayores niveles de conflictividad social. Aún más: la tesis de la desigualdad como obstáculo al crecimiento fue enarbolada por el propio FMI en un informe de 2015, que calificó la ampliación de la desigualdad económica y su combate como “el reto definidor de nuestro tiempo”.

Por otro lado, Richard Wilkinson y Kate Pickett, en su difundido libro The Spirit Level, muestran cómo las sociedades más desiguales se ven más afectadas por diferentes problemas sociales y de salud, entre ellos: mayor criminalidad, menor confianza interpersonal, mayores niveles de enfermedad mental y menor movilidad social.

Ahora bien, desde luego, no hay que perder de vista que los instrumentos de Naciones Unidas que Chile ha ratificado y que contemplan los derechos humanos de segunda generación (económicos, sociales y culturales), establecen que la realización de estos derechos es progresiva. Ello significa que son la sociedad y el sistema político de cada país los que deben ponerse de acuerdo respecto a qué derechos se garantizan, en qué plazos y con qué coberturas. En tal sentido, existe una pertinente y necesaria dimensión de realismo político, pero a la vez un claro horizonte valórico hacia el cual transitar.

En definitiva, lo que se plantea es que la estrategia de igualdad y garantía de derechos se consolide como una verdadera política de Estado. Pero, como hemos comprobado en la discusión reciente sobre la Reforma Educacional y también en la discusión histórica sobre el sistema de salud, en Chile, la dificultad para que dicha política de Estado se constituya como tal es que existe una derecha sobreideologizada (que no asume serlo) y que se opone militantemente al concepto de derechos sociales.

A estas alturas de la discusión, cabe plantearnos entonces –con una mirada de largo plazo– la siguiente interrogante: ¿a qué está llamada la centroizquierda, en lo estratégico, más allá de la coyuntura actual de prudente restricción del gasto fiscal? A nuestro juicio, la respuesta tiene dos dimensiones. En primer lugar, a asumir con fuerzas renovadas el desafío de la desigualdad como un problema estructural de la sociedad chilena, lacerante de la convivencia social y limitante de nuestro desarrollo. En segundo lugar, la centroizquierda debe luchar por seguir ampliando la esfera de los derechos sociales, profundizando a futuro el camino de las reformas. Desde la constitución de la Nueva Mayoría, todos los actores que participamos de ella tuvimos la certeza de que esta es una tarea que excede un período de gobierno, pero exige mantener el timón firme respecto del camino a transitar, poniendo al centro el valor de la igualdad y el equilibrio entre ciudadanía política y ciudadanía social.

A la luz de todo lo anterior, hay que tener una clara conciencia de que la trinchera de la derecha local contra los derechos sociales es el principio de subsidiariedad, que consagra un régimen de bienestar residual bajo el pretexto de no coartar la libertad de la sociedad civil o las organizaciones intermedias. La definición del Estado como subsidiario en la Constitución vigente produce –en palabras del académico Fernando Muñoz León– “un reforzamiento constitucional de un orden social desigual” (en Igualdad, inclusión y derecho, LOM, 2013). En consecuencia, es indudable que el debate sobre esta cuestión constituirá un nudo fundamental del proceso constituyente.

En 2007, la Presidenta Bachelet, al señalar que la marca histórica de su primer gobierno sería consolidar las bases de un sistema de protección social que garantizara los derechos de todos los chilenos y chilenas, planteó: “El desafío actual es la construcción de un Estado social y democrático de Derecho”. Transcurrida una década, los avances son innegables, las reformas en curso profundizan ese camino y, para las fuerzas que conformamos la Nueva Mayoría, constituyen el puente hacia nuevos objetivos humanistas, libertarios e igualitarios sobre un horizonte temporal de largo aliento.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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